– ¿Suerte porque monsieur Chazal quiere casarse conmigo?
– Suerte porque está dispuesto a casarse contigo a pesar de ser tú una bastarda, hija. ¿Crees que hay muchos que harían algo semejante? Agradécelo de rodillas, Florita.
Ese matrimonio significó el principio del fin de su relación con su madre; desde entonces Flora fue dejando de quererla. Sabía que era una hija ilegítima, porque el matrimonio de sus padres, hecho por aquel curita francés en Bilbao, no valía ante la ley civil, pero sólo ahora tomó conciencia de que ser bastarda echaba sobre ella una culpa de nacimiento tan horrenda como el pecado original. Que André Chazal, propietario casi burgués, estuviese dispuesto a darle su nombre, era una bendición, una ventura que debías agradecer con toda el alma. Pero a ti, Florita, todo eso, en vez de ilusionarte, te dejó el mismo saborcillo desagradable que ahora tratabas de sacarte de la boca haciendo gárgaras de agua con menta, antes de meterte a la cama en el albergue de Avallon.
Si lo que sentías por monsieur Chazal era el amor, entonces el amor era una mentira. No tenía nada que ver con el de las novelas, ese sentimiento tan delicado, esa exaltación poética, esos deseos ardientes. A ti, que André Chazal, tu patrón, no todavía tu marido, te hiciera el amor en aquel chaise-longue de resortes que chirriaban, en su despacho del taller, cuando tus compañeras habían partido, no te pareció romántico, bello, ni sentimental. Una asquerosidad dolorosa, más bien. El cuerpo apestando a sudor que la aplastaba, esa lengua viscosa con aliento a tabaco y alcohol, la sensación de sentirse destrozada entre los muslos y el vientre, le dieron náuseas. Y, sin embargo, Florita idiota, Andaluza incauta, después de aquella repugnante violación -fue eso, ¿no?- escribiste a André Chazal esa carta que el miserable haría pública diecisiete años más tarde, ante un tribunal de París. Una esquela mentirosa, estúpida, con todos los lugares comunes que una muchacha enamorada debía decir a su amante después de ofrecerle su virginidad. ¡Y con tantas faltas de ortografía y de sintaxis! Qué vergüenza pasarías oyéndola leer, escuchando las risitas de jueces, abogados y público. ¿Por qué se la escribiste si te habías levantado muerta de asco de aquel chaise-longue? Porque eso hacían en las novelitas las heroínas desfloradas.
Se casaron un mes después, el 3 de febrero de 1821, en la municipalidad del distrito XI y desde ese día habitaron en un pisito de la rue des Fossés-Saint-Germain-desPrés. Cuando, encogida en la cama del albergue de Avallon, advirtió que tenía los ojos húmedos, Flora hizo un esfuerzo para apartar de su cabeza esos recuerdos desagradables. Lo importante era que reveses y desilusiones, en vez de destruirte, te hicieron más fuerte, Andaluza.
En Semur le fue mejor que en Avallon. A pocos pasos de las famosas torres del duque de Borgoña, que a ella no le causaron la menor admiración, había una taberna que era, en el día, merendero. Una decena de agricultores celebraban un cumpleaños, y había también unos toneleros. No le fue difícil entablar conversación con los dos grupos. Se juntaron y ella les explicó la razón de su gira por el interior de Francia. La miraban con respeto y desconcierto, aunque, pensaba Flora, sin entender gran cosa de lo que les decía.
– Pero, nosotros somos agricultores, no obreros -dijo uno de ellos, a modo de disculpa.
– Los campesinos también son obreros -les aclaró-. Y los artesanos, y los domésticos. El que no es propietario, es obrero. Todos los explotados por los burgueses. Y, por ser los más numerosos y los que más sufren, ustedes salvarán a la humanidad.
Se miraban, azorados con semejante profecía. Al fin se animaron a hacerle preguntas. Dos de ellos le prometieron que comprarían La Unión Obrera y se afiliarían a la organización cuando estuviera constituida. Para no desairados, antes de partir tuvo que mojarse los labios en una copita de vino.
Llegó a Dijon en la madrugada del 18 de abril de 1844 con unos dolores muy fuertes en la matriz y en la vejiga, que se le declararon en la diligencia, acaso por los sacudones y la irritación que le producía en las entrañas el polvo que tragaba. Pasó toda la semana dijonesa fastidiada con estas molestias en el bajo vientre que le provocaban una sed abrasadora -la combatía con sorbos de agua azucarada-, pero de buen ánimo, porque en esta limpia, bonita y acogedora ciudad de treinta mil almas no dejó un solo momento de hacer cosas. Los tres diarios de Dijan habían anunciado su visita, y tenía muchos encuentros preparados de antemano gracias a sus amigos sansimonianos y fourieristas de París.
Le hacía ilusión conocer a mademoiselle Antoinette Quarré, costurera y poeta dijonesa a la que Lamartine había llamado en un poema «ejemplo para las mujeres» por su talento artístico, su capacidad de superación y espíritu justiciero. Pero, a poco de conversar con ella en la redacción del Journal de la Cate d'Or, se dio cuenta de que se trataba de una vanidosa y una estúpida. Jorobada en la espalda y en el pecho, era, además, enormemente gorda y casi una enana. Nacida en una familia muy humilde, sus triunfos literarios la hacían sentirse ahora burguesa.
– No creo que pueda ayudarla, señora -le dijo, de mal modo, luego de escuchada con impaciencia, agitando una manita de niña-. Por lo que me acaba de decir, su prédica va dirigida a los obreros. Yo no frecuento a la gente del pueblo.
«Claro que no, los espantarías», pensó Madame la-Colere. Se despidió de ella secamente, sin entregarle el ejemplar de La Unión Obrera que le llevaba de regalo.
Los sansimonianos estaban bien implantados en Dijon. Tenían su propio recinto. Prevenidos por Prosper Enfantin, la tarde de su llegada la recibieron en una sesión solemne. Desde la puerta del local, vecino al museo, Flora los vio, olió y catalogó en pocos segundos. Ahí estaban esos típicos burgueses socialistas, soñadores imprácticos, esos sansimonianos amables y ceremoniosos, adoradores de la élite y convencidos de que controlando el Presupuesto revolucionarían la sociedad. Idénticos a los de París, Burdeos y cualquier otra parte. Profesionales o funcionarios, propietarios o rentistas, bien educados y bien vestidos, creyentes en la ciencia y el progreso, críticos de los burgueses pero burgueses ellos mismos, y recelosos de los obreros.
Aquí también, como en las sesiones de París, habían puesto en el proscenio una silla vacía, símbolo de su espera en la llegada de la Madre, la mujer-mesías, la hembra superior que, uniéndose en santa cópula con el Padre (el Padre Prosper Enfantin, ya que el fundador, el Padre Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, estaba muerto desde 1825), formarían la Pareja Suprema, conductora de la transformación de la humanidad que emanciparía a la mujer y a los obreros de su actual servidumbre e inauguraría la era de la justicia. ¿Qué esperabas, Florita, para darles una sorpresa yendo a sentarte en esa silla vacía y anunciarles, con el dramatismo de la actriz Rachel, que la espera había terminado, que tenían ante sus ojos a la mujer-mesías? Había sentido la tentación de hacerlo, en París. Pero la retuvieron las discrepancias crecientes que tenía con ellos por la idolatría sansimoniana a la minoría selecta, a la que querían entregar el poder. Además, si la aceptaban como Madre, debería aparearse con el Padre Enfantin. No estabas dispuesta a hacerlo aunque ése fuera el precio para romper las cadenas de la humanidad, pese a que Prosper Enfantin tenía fama de apuesto y tantas mujeres suspiraban por él.
Copular, no hacer el amor sino copular, como los cerdos o los caballos: eso hacían los hombres con las mujeres. Abalanzarse sobre ellas, abrirles las piernas, meterles sus chorreantes vergas, embarazarlas y dejarlas para siempre con la matriz averiada, como André Chazal a ti. Porque esos dolores allí abajo tú los tenías desde tu malhadado matrimonio. «Hacer el amor», esa ceremonia delicada, dulce, en la que intervenían el corazón y los sentimientos, la sensibilidad y los instintos, en la que los dos amantes gozaban por igual, era una invención de poetas y novelistas, una fantasía que no legitimaba la pedestre realidad. No entre las mujeres y los hombres en todo caso. Tú, por lo menos, no habías hecho el amor ni una sola vez en esos espantosos cuatro años con tu marido, en aquel pisito de la rue des Fossés-Saint-Germain-des-Prés. Tú habías copulado, o, mejor dicho, habías sido copulada, cada noche, por esa bestia lasciva, hedionda a alcohol, que te asfixiaba con su peso y manoseaba y besuqueaba hasta desplomarse a tu lado como un animal ahíto. Cuánto habías llorado, Florita, de asco y vergüenza, después de esas violaciones nocturnas a que te sometía ese tirano de tu libertad. Sin preocuparse jamás de averiguar si querías hacer el amor, sin la menor curiosidad por saber si gozabas con sus caricias -¿había que llamar así esos jadeos repugnantes, esos lengüetazos y mordiscos?-, o si te causaban dolor, tristeza, abatimiento, repugnancia. Si no hubiera sido por la tierna Olympia, qué pobre idea tendrías del amor físico, Andaluza.