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La mala impresión que tuvo con los sastres quedó borrada en la cena de despedida que le organizó el comité de la Unión Obrera, en una asociación de tejedores. Colmaron el vasto local más de trescientos obreros y obreras, que, en el curso de la velada, la ovacionaron varias veces, y entonaron La Marsellesa del trabajador, compuesta por un zapatero. Los oradores dijeron que las calumnias de Le Censeur habían servido para prestigiar más la obra que Flora Tristán realizaba, y mostrar las envidias que despertaba en los fracasados. Se sintió tan conmovida con este homenaje que, les dijo, valía la pena ser insultada por los Rittiez de este mundo si el premio era una noche así. Esta sala archirrepleta probaba que la Unión Obrera era imparable.

Eléonore y los demás miembros del comité la despidieron, a las tres de la madrugada, en el embarcadero. Las doce horas en el barquito sobre el Ródano, contemplando las orillas coronadas de montañas, en cuyas cumbres con cipreses vio despuntar el amanecer mientras se deslizaban hacia Avignon, volvieron a traerle a la memoria las imágenes de aquella travesía en Le Mexicano, desde Cabo Verde hasta las costas de América del Sur. Cuatro meses sin pisar tierra, viendo sólo el mar y el cielo y a sus diecinueve compañeros, en esa prisión flotante que la tenía, un día sí y otro también, descompuesta con el mareo. Lo peor fue el cruce de la línea ecuatorial, entre tormentas diluviales que sacudían la nave y la hacían crujir y chirriar como si fuera a desintegrarse, y obligaban a marinos y pasajeros a andar amarrados a las barras y anillos de la cubierta para que no los arrebataran las olas.

¿Se habían enamorado de ti los diecinueve varones de Le Mexicano, Florita? Probablemente. Lo seguro era que todos te deseaban, y que, en ese encierro forzado, tener cerca a una mujercita de grandes ojos negros, largos cabellos andaluces, cintura de maniquí y gestos graciosos, los desasosegaba y enloquecía. Estabas segura de que no sólo el adolescente grumete, también algunos marineros, imaginándote, se gratificaban a escondidas con las suciedades que le habías descubierto en Burdeos a Ismaelillo, el Eunuco Divino. Todos te deseaban, sí, por ese encierro y privaciones que realzaban tus encantos, aunque ninguno te llegara jamás a faltar el respeto, y sólo el capitán Zacarías Chabrié te declarara formalmente su amor.

Ocurrió en La Praia, una de esas tardes en que todos desembarcaban, menos Flora, por no ver azotar a los esclavos. Chabrié se quedaba acompañándola. Era agradable conversar con el educado bretón, en la proa del barco, viendo ponerse el sol en una fiesta de colores allá en el horizonte. Amenguaba el ardiente calor, corría una brisa tibia y el cielo fosforecía. Algo grueso, atildado, las buenas maneras y la exquisita cortesía de este tenor frustrado que no llegaba a la cuarentena, lo mejoraban físicamente, hasta lo hacían aparecer por momentos apuesto. Pese al disgusto que te provocaba el sexo, no podías dejar de coquetear con el marino, divertida con las emociones que suscitaba en él verte reír a boca llena, o contestarle con una ocurrencia chispeante, pestañeando, exagerando el aleteo de las manos, o estirando una pierna bajo la falda hasta dejar entrever la finura de tu tobillo. Chabrié se ruborizaba, feliz, y, a veces, para entretenerte, entonaba una romanza, un aria de Rossini o un vals vienés, con potente y armoniosa voz. Pero, aquella tarde, alentado tal vez por la munificencia del crepúsculo, o porque tus gracias fueron más lejos-que de costumbre, el caballeroso bretón no pudo contenerse, y asiendo con delicadeza una de tus manos entre las suyas, se la llevó a los labios, murmurando:

– Perdone mi atrevimiento, mademoiselle. Pero, no puedo resistir más, debo decírselo: yo la amo.

La larga y temblorosa declaración de amor transpiraba sinceridad y decencia, cortesía, buena crianza. Tú lo escuchabas desconcertada. ¿Existían, pues, hombres así? Correctos, sensibles, delicados, convencidos de que la mujer debía ser tratada con el pétalo de una flor, como en las novelitas románticas. El marino estaba trémulo, tan avergonzado de su atrevimiento que, compadecida, aunque sin aceptar formalmente su amor, le diste esperanzas. Grave error, Florita. Estabas impresionada con su hombría de bien, con la pureza de sus intenciones, y le dijiste que siempre lo querrías como al mejor de los amigos. En un rapto que te traería luego problemas, tomaste entre tus manos la enrojecida cara de Chabrié, y lo besaste en la frente. El capitán de Le Mexicano, santiguándose, agradeció a Dios haber hecho de él en ese instante el ser más bienaventurado de la Tierra.

¿ Te habías arrepentido, Florita, en estos once años de haber jugado en aquel viaje con los sentimientos del buen Zacarías Chabrié? Se lo preguntaba, mientras el barquito sobre el Ródano se aproximaba a Avignon. Como otras veces, se respondió: «No». No te arrepentías de esos juegos, coqueterías y mentiras que habían tenido a Chabrié en ascuas, durante la travesía hasta Valparaíso, creyendo que hacía progresos, que en cualquier momento mademoiselle Flora Tristán le daría el sí.definitivo. Habías jugado con él sin el menor escrúpulo, alentándolo con tus ambiguas respuestas yesos estudiados abandonos en que permitías a veces al marino, cuando iba a visitarte al camarote en un momento de sosiego en el mar, que te besara las manos, o cuando, de pronto, en un transporte emotivo, para que siguiera contándote su vida -sus viajes, sus ilusiones de joven en Lorient de ser cantante de ópera, la decepción que tuvo con la única mujer que quiso en su vida antes de conocerte-, le permitías descansar su cabeza en tus rodillas y le acariciabas los ralísimos cabellos. Alguna vez, incluso, dejaste que los labios de Chabrié rozaran los tuyos. ¿No te arrepentías? «No.»

El bretón creyó a pie juntillas que Flora era una madre soltera, cuando ella le dio una explicación sobre la mentira que le había pedido fingir el día del embarque en Burdeos. Pensó que, al cumplido católico que era el marino, lo escandalizaría saber que Flora había tenido una hija fuera del matrimonio. Pero, por el contrario, conocer «su desgracia», alentó a Chabrié a proponerle que se casaran. Adoptaría a la niña y se irían a vivir lejos de Francia, donde nadie pudiera recordar a Florita la villanía del hombre que mancilló su juventud: Lima, California, México, la mismísima India si ella lo prefería. Aunque nunca sentiste amor por él, lo cierto era, ¿no, Florita?, que alguna vez te tentó la idea de aceptar su oferta. Se casarían, se instalarían en un lugar alejado y exótico, donde nadie te conociera ni pudiera acusarte de bígama. Allí llevarías una existencia tranquila y burguesa, sin miedo y sin hambre, bajo la protección de un caballero intachable. ¿Lo hubieras soportado, Andaluza? Por supuesto que no.

El embarcadero de Avignon ya estaba allí. En lugar de seguir escarbando el pasado, volver al presente. Manos a la obra. No había tiempo que perder, Florita, la redención de la humanidad no admitía demoras.

No resultó fácil redimir a estos obreros aviñoneses con quienes a duras penas conseguía comunicarse, porque la mayoría casi no hablaba francés, sólo la lengua regional. En París, esa reliquia de las asociaciones obreras que era Agricol Perdiguier, apodado el Aviñonés Virtuoso, pese a estar en desacuerdo con sus tesis sobre la Unión Obrera, le había dado unas cartas de presentación para gentes de su ciudad natal. Gracias a ellas, Flora pudo celebrar reuniones con los obreros de las fábricas de paños y con los trabajadores del ferrocarril Avignon-Marsella, los mejor pagados de la región (dos francos al día). Pero, no fueron muy exitosas, debido a la prodigiosa ignorancia de estos hombres, que, pese a ser explotados con ferocidad, carecían de reflejos y vegetaban, conformes con su suerte. En la reunión con los obreros de las fábricas de paño, apenas vendió cuatro ejemplares de La Unión Obrera , y, en la de los ferrocarrileros, diez. Los aviñoneses no tenían muchas ganas de hacer la revolución.