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Cuando, un rato después, debido a los sollozos de Koke, Pau'ura se despertó y le preguntó por qué lloraba así, él le mintió:

– Me ha vuelto el ardor a las piernas y, qué desgracia, el ungüento se ha acabado.

Te pareció que la luna, la radiante Hina, la diosa de los Ariori, los antiguos maoríes, quieta en el cielo de Punaauia, luciente en medio de las hojas entrelazadas del cuadrado de la ventana, también se entristecía.

Ya casi no quedaba un centavo de la herencia del tío Zizi y del dinero que trajo de París. Ni Daniel, ni Schuff, ni Ambroise Vollard ni los otros galeristas a los que había dejado pinturas y esculturas en Francia, daban señales de vida. El corresponsal más fiel era, siempre, Daniel de Monfreid. Pero no conseguía comprador para una sola tela, una sola talla, ni un miserable apunte. Comenzaban a faltar los víveres y Pau'ura se quejaba. Paul propuso al chino, dueño del único almacén de Punaauia, un trueque: le daría dibujos y acuarelas para que los alimentara a él y a su vahine mientras le llegaba dinero de Francia. A regañadientes, el almacenero terminó por aceptar.

A las pocas semanas, Pau'ura vino a decide que el chino, en vez de guardar sus dibujos, colgados en las paredes o tratar de venderlos, los usaba para envolver la mercadería. Le mostró los restos de un paisaje de mangos de Punaauia, manchado, arrugado y con residuos de escamas de pescado. Cojeando, apoyándose en el bastón que ahora usaba para el menor desplazamiento incluso dentro de la cabaña, Paul fue al almacén e increpó al dueño su falta de sensibilidad. Subió tanto la voz que el chino lo amenazó con denunciado a los gendarmes. Desde entonces, Paul fue extendiendo su odio del almacenero de Punaauia a todos los chinos de Tahití.

No sólo la falta de dinero y los males físicos lo tenían exacerbado, siempre a punto de estallar en una rabieta. Era, también, la obsesionante memoria de su madre y de ese retrato del que no quedaba rastro. ¿Dónde había ido a parar? ¿Y por qué la desaparición de esa tela -habías extraviado tantas sin el menor pestañeo- te tenía sumido en el abatimiento, con el espíritu lleno de malos presagios? ¿Te estabas loqueando, Paul?

Estuvo tiempo sin pintar, limitándose a trazar algunos bocetos en sus cuadernos y a esculpir pequeñas máscaras. Lo hacía sin convicción, distraído por las preocupaciones y el malestar físico. Le vino una inflamación en el ojo izquierdo, que lagrimeaba todo el tiempo. El boticario de Papeete le dio unas gotas para la conjuntivitis, pero no le hicieron el menor efecto. Como la visión de ese ojo irritado disminuyó mucho, se asustó: ¿ibas a quedarte ciego? Fue al Hospital Vaiami y el médico, el doctor Lagrange, lo obligó a internarse. Desde allí Paul escribió a los Molard, sus vecinos de la rue Vercingétorix, una carta lastrada de amargura, en la que les decía: «La mala fortuna me ha perseguido desde niño. Nunca tuve suerte, nunca alegrías. Siempre la adversidad. Por eso grito: Dios, si existes, te acuso de injusticia y maldad».

El doctor Lagrange, de larga estadía en las colonias francesas, nunca le tuvo simpatía. Era un cincuentón demasiado burgués y formal -calvito, anteojos sin montura prendidos en la puma de la nariz, cuellito duro y corbata mariposa a pesar del calor de Tahití- para hacer buenas migas con ese bohemio, de costumbres desaforadas, que convivía con indígenas, y del que circulaban las peores historias por todo Papeete. Pero era un profesional concienzudo y lo sometió a rigurosos exámenes. Su diagnóstico no tomó a Paul por sorpresa. La inflamación del ojo era otra manifestación de la enfermedad impronunciable. Ésta había evolucionado hasta una etapa más grave, según indicaban la erupción y supuraciones de sus piernas. ¿Seguiría empeorando, pues? ¿Hasta cuánto, doctor Lagrange?

– Es una enfermedad de largo aliento -evadió la respuesta el médico-. Usted lo sabe. Siga el tratamiento de manera rigurosa. Y cuidado con el láudano, no se exceda de la dosis que le he indicado.

El médico vaciló. Quería añadir algo, pero no se atrevía, temiendo sin duda tu reacción, pues en Papeete te habías hecho fama de intemperante.

– Soy un hombre capaz de recibir malas noticias -lo animó Paul.

– Usted sabe, también, que ésta es una enfermedad muy contagiosa -murmuró el médico, mojándose los labios con la punta de la lengua-. Sobre todo, si se tienen relaciones sexuales. En ese caso, la transmisión del mal es inevitable.

Paul estuvo a punto de contestarle una grosería, pero se contuvo, para no agravar los problemas que ya tenía. A los ocho días de internado, la administración le pasó una factura por ciento dieciocho francos, advirtiéndole que si no la cancelaba de inmediato, se interrumpiría el tratamiento. Esa noche, se escapó de su cuarto por una ventana y ganó la calle saltando la reja. Regresó a Punaauia en el coche público. Pau'ura le anunció que estaba encinta, de cuatro meses. Le contó también que el chino del almacén, en represalia por sus gritos, había hecho correr por la aldea el rumor de que Paul tenía lepra. Los vecinos, asustados por esa enfermedad que infundía pavor, se estaban concertando para pedir a las autoridades que lo echaran del pueblo, lo internaran en un leprosorio o le exigieran alejarse de los centros poblados de la isla. El padre Damián y el reverendo Riquelme los apoyaban, porque, aunque sin duda no creían en las habladurías del chino, querían aprovechar la ocasión para librar a la aldea de un lujurioso y un impío.

Nada de esto lo asustó ni preocupó demasiado. Pasaba buena parte del día tumbado en la cabaña, adormecido en un sopor que le vaciaba la mente de todo recuerdo o nostalgia. Como su única fuente de aprovisionamiento se había terminado, él y Pau'ura se alimentaban de mangos, bananas, cocos y los frutos del árbol del pan, que ella iba a recoger por los alrededores, y de los regalos de pescado que, a veces, le hacían sus amigas, a escondidas de las familias.

Por esta época, por fin, a Paul se le fue olvidando el retrato de su madre. Reemplazó a Aline Gauguin otro tema obsesivo: la convicción de que la sociedad secreta de los Ariori todavía existía. Había leído sobre ella en el libro del cónsul MoerenhouT dedicado a las antiguas creencias de los maoríes que le prestó el colono Auguste Goupil. y un buen día se puso a afirmar a diestra y siniestra que los nativos de Tahití mantenían la existencia de esta sociedad mítica en la clandestinidad, defendiéndola celosamente de los forasteros, europeos o chinos. Pau'ura le decía que veía visiones; los maoríes de la aldea que todavía venían a visitado le aseguraban que deliraba. Aquella sociedad secreta de los Ariori, dioses y señores de los antiguos tahitianos, la gran mayoría de ellos la desconocía por completo. Y los pocos maoríes que habían oído hablar de los Ariori le juraron que ya ningún nativo creía en semejantes antiguallas, que eran creencias enterradas en un brumoso pasado. Pero Paul, hombre terco y de ideas fijas, siguió día y noche, durante varios meses, con el tema de los Ariori. Y empezó a tallar ídolos y estatuas de madera y a pintar telas inspiradas en esos personajes fabulosos. Los Ariori le devolvieron las ganas de pintar.

«Me engañan», pensabas. Seguían viendo en ti a un europeo, a un popa a, no al bárbaro que eras ya en el alma. Unas pocas decenas de años de colonización francesa no podían haber borrado siglos de creencias, ritos, mitos. Era inevitable que, en un movimiento defensivo, los maoríes hubieran ocultado aquella tradición religiosa en una catacumba espiritual, fuera del alcance de pastores protestantes y de curas católicos, enemigos de sus dioses. La sociedad secreta de los Ariori, que hizo vivir a los maoríes de todas las islas su período más glorioso, estaba viva. Se reunirían en lo más espeso del bosque a celebrar las antiguas danzas y cantar, y se expresarían siempre en los tatuajes, que, aunque no tan elaborados y misteriosos como los de las islas Marquesas, también, pese a las prohibiciones, florecían en Tahití escondidos bajo los pareas. Esos tatuajes revelaban, a quien sabía leerlos, la posición del individuo en la jerarquía de los Ariori. Cuando Paul empezó a asegurar que, en el espeso silencio de los bosques, todavía se practicaban la prostitución sagrada, la antropofagia y los sacrificios humanos, en Punaauia corrió la voz de que, aunque tal vez era falso que el pintor tuviera lepra, lo probable.