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Su inmenso palacete de piedra, en el barrio de Saint-Pierre, en el centro de Burdeos, parecía un convento. Estaba lleno de crucifijos y de imágenes sagradas, tapices y cuadros de tema religioso, y, además de la antigua capilla, había por las esquinas pequeños altares, hornacinas, urnas con vírgenes y santos, en los que se quemaba incienso. Como las espesas cortinas solían estar corridas, reinaba en la antigua y vasta mansión una eterna penumbra, un aire de recogimiento y renuncia terrenal que a Flora la sobrecogían. La gente, inspirada por lo sombrío y ceremonioso del lugar, tendía a hablar en voz baja, temerosa de cometer una ofensa si en este recinto tan fúnebre y espiritual hacía ruido.

El Eunuco Divino era un joven español lleno de sabiduría en materia económica al decir de don Mariano.Se ocupaba por el momento de administrar los bienes y rentas del señor De Goyeneche, pero acaso en el futuro entraría en el seminario. Vivía en un ala de la casa señorial, y su despacho y su dormitorio eran tan austeros como las celdas de un convento de clausura. A la hora de la cena, don Mariano pedía a Dios la bendición para el yantar; en el almuerzo lo hacía Ismaelillo, y engolaba tanto la voz y ponía una cara tan alelada y serafina, que Flora podía apenas aguantar la risa. Más que apuesto era bonito, con su tez rasurada y rosácea, su talle de avispa, y sus manos, de uñas recortadas y lustradas, suaves como la piel de un recién nacido. Vestía también con las ropas taciturnas del dueño de casa, pero, a diferencia de don Mariano de Goyeneche, que parecía perfectamente cómodo con la entrega total de su cuerpo y su espíritu al amor de Dios y a las prácticas de la religión, en el joven español -debía tener la edad de Flora, unos treinta o treinta y dos años a lo más-, algo en sus gestos, expresiones y comportamientos, delataba un conflicto no resuelto, un desgarro entre las formas exteriores de su conducta y su vida íntima. A ratos, a Flora le parecía un ser angelical, al que una ardiente fe religiosa llevó a negarse todos los apetitos y placeres, a renunciar al siglo para consagrarse a la salvación de su alma y a Dios. Pero, otras veces, sospechaba en él un ser dúplice, un simulador que, detrás de su modestia, austeridad y bondad, ocultaba un cínico, que fingía lo que no sentía ni creía, para ganarse la confianza de don Mariano, medrar a su sombra y heredar su fortuna.

Advertía de pronto, en los ojos de Ismaelillo, unos brillos codiciosos que la hacían recelar. A veces los provocaba, no sin malignidad, levantando al descuido su falda a la hora de las tertulias, de modo que quedara al descubierto su fino tobillo, o, ansiosa en apariencia de no perder una sílaba de lo que Ismaelillo contaba, acercándose a él tanto que el joven español debía olerla y sentir que su piel lo rozaba. Entonces perdía el control de sí mismo, palidecía o enrojecía, se le alteraba la voz, se le enredaban las frases y saltaba de un tema a otro sin ilación. Se había encariñado con esa muchacha, en esta vieja casa olorosa a sacristía, apenas la vio. Flora lo supo desde el primer día. Se había enamorado de ti yeso debía desgarrado. Pero nunca se atrevió a decirte nada que fuera más allá de la convencional amistad. Sin embargo, sus ojos lo traicionaban, y Flora sorprendía en ellos a menudo esa lucecita ansiosa que quería decir: cuánto me gustaría ser libre, poder decide lo que siento, cogerle la mano y besársela, rogarle que me permita cortejarla, amada, pedirle que sea mi mujer y me enseñe la felicidad.

En el año que pasó en esta casa, mientras se decidía su viaje al Perú, Flora vivió como una princesa, aunque aburrida con las prácticas religiosas incesantes. Sin las lecturas -nunca había leído tanto como en estos meses, en la gran biblioteca de don Mariano- y la compañía y devoción del Eunuco Divino, hubiera sido mucho peor. Ismaelillo la acompañaba a dar largos paseos por las orillas del Garonne, o por el campo vecino, donde los viñedos se perdían de vista, y la entretenía contándole de España, de don Mariano, de las intrigas de las grandes familias bordelesas que conocía al dedillo. Un día que jugaban a las cartas, junto a la chimenea, Flora advirtió que el joven, muy nervioso, se llevaba constantemente la mano al pantalón, como para apartar a un insecto o aquejado de escozores. Disimulando, se dedicó a espiar sus movimientos. Sí, no le cupo ninguna duda: como quien no quiere la cosa, se estaba gratificando, excitado por la cercanía de Flora, y lo hacía allí mismo, casi a la vista de ella y de don Mariano, que leía en su mecedora un libro con tapas de pergamino. Para hacerle pasar un mal rato, de súbito le rogó que le trajera un vaso de agua. Ismaelillo enrojeció como una antorcha, ganó tiempo simulando no haber oído bien; por fin se levantó de lado y encogido, pero, aun así, furtivamente, Flora vio que tenía hinchado el pantalón. Esa noche lo oyó sollozar, arrodillado en la capilla. ¿Se estaría azotando? Desde entonces, una compasión mezclada de disgusto rodeó su relación con el joven español. Le tenías pena, Florita, pero también repugnancia. Era bueno y sufría, sin duda. Pero, qué ganas de añadirse tormentos a los que ya deparaba la vida de por sí.

¿Qué habría sido de él?

La más pintoresca experiencia de la estancia de Flora en Saint-Étienne fue la visita a la fábrica de armas, contigua a la guarnición. Consiguió permiso para visitarla gracias a tres burgueses falansterianos amigos del coronel jefe del regimiento, quien designó a uno de sus ayudantes, un capitán de bigotito muy coqueto, para que la escoltara. Las explicaciones sobre las armas que allí se fundían la aburrieron tanto que, mientras se, las daban, pensaba en otra cosa. Pero, al término de la visita, el director de la fábrica, un civil, y varios militares de artillería le ofrecieron un refrigerio. La conversación transcurría sobre temas banales. De pronto, el capitán que la escoltaba le preguntó, con muchos rodeos, qué había de cierto en los rumores según los cuales madame Tristán tendría veleidades pacifistas. Iba a contestarle de manera evasiva -la esperaban en un taller de obreros cinteros, en el barrio de Saint- Benoit y no quería perder tiempo en una discusión inútil-, pero, al ver las caras de sorpresa, de franco reproche o de burla en los oficiales que la rodeaban, no pudo reprimirse:

– ¡Mucho de cierto, capitán! Soy pacifista, claro está. Por eso, mi proyecto de la Unión Obrera establece que en la futura sociedad se prohibirán las armas y se abolirán los ejércitos.

Dos horas después todavía discutía fogosamente con esos interlocutores escandalizados, uno de los cuales se atrevió a decir, enfurecido, que sostener semejantes ideas «era indigno de una dama francesa».

– Antes que Francia, mi Patria es la humanidad, señores -dijo, poniendo punto final a la reunión-. Gracias por su compañía. Tengo que irme.

Salió de allí fatigada con la discusión, pero divertida por haber desconcertado a esos artilleros pretenciosos con sus ideas disolventes. Cuánto habías cambiado, Florita, desde que, alojada en el palacete girondino de don Mariano de Goyeneche, te aprestabas a partir al Perú, para escapar a la persecución de André Chazal. Eras una mujercita rebelde, sí, pero confusa e ignorante, y nada revolucionaria aún. No se te pasaba por la cabeza que fuera posible luchar de manera organizada contra esa sociedad que permitía la esclavitud femenina, bajo el subterfugio del matrimonio. Qué bien te haría la experiencia peruana. Ese año en Arequipa y en Lima te cambió.

Aunque sin entusiasmo, don Pío Tristán dio su visto bueno al viaje de Flora. La familia la alojaría en la casa en la que su padre había nacido y pasado infancia y juventud. Don Mariano de Goyeneche e Ismaelillo empezaron las averiguaciones sobre barcos que zarparan hacia América del Sur en las semanas siguientes. Encontraron el Carlos Adolfo, el Fletes y Le Mexicano. Los tres partirían en el curso de febrero de 1833. Don Mariano fue personalmente a hacer una inspección. Descartó los dos primeros; el Carlos Adolfo estaba lleno de parches y era viejísimo; el Fletes era un buen barco, pero caleteaba por medio litoral africano antes de enrumbar a Sudamérica. Le Mexicano resultó la mejor opción. Un barco pequeño, con una sola escala, antes de dirigirse, por el estrecho de Magallanes, hasta Valparaiso. La travesía tomaba algo más de tres meses.