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– Porque ya no soy un francés ni un europeo, Paco. Aunque mi apariencia diga lo contrario, soy un tatuado, un caníbal, uno de esos negros de allá.

Sus amigos se rieron, pero él, con las exageraciones de costumbre, les decía una verdad.

Cuando preparaba su equipaje -se había comprado un acordeón y una guitarra en reemplazo de los que se llevó Annah, muchas fotografías y una buena provisión de telas, bastidores, brochas, pinceles y botes de pintura- le llegó una carta furibunda de la Vikinga, desde Copenhague. Se había enterado de la venta pública de sus pinturas y esculturas en el Hotel Orouot, y le reclamaba dinero. ¿Cómo era posible que se mostrara tan desnaturalizado con su esposa yesos cinco hijos suyos, a los que ella, haciendo milagros -daba clases de francés, hacía traducciones, mendigaba ayuda a sus parientes y amigos-, llevaba ya tantos años manteniendo? Era su obligación de padre y marido ayudarlos, enviándoles un giro de cuando en cuando. Ahora podía hacerlo, egoísta.

La carta de Mette lo irritó y entristeció, pero no le envió un centavo. Más fuerte que los remordimientos que a veces lo asaltaban -sobre todo cuando recordaba a Aline, niña dulce y delicada- era el imperioso deseo de partir, de llegar a Tahití, de donde no debía haber vuelto nunca. Peor para ti, Vikinga. El poco dinero de esa venta pública le era indispensable para retornar a la Polinesia, donde quería enterrar sus huesos, y no en este continente de inviernos helados y mujeres frígidas. Que se las arreglara como pudiera con los cuadros de él que aún tenía, y, en todo caso, que se consolara, pues, según sus creencias (no eran las de Paul), los pecados que su marido cometía descuidando a su familia, los pagaría abrasándose toda la eternidad.

La víspera del viaje hubo una despedida, en casa de los Molard. Comieron, bebieron, y Paco Ourrio bailó y cantó canciones andaluzas. Cuando él prohibió a sus amigos que, a la mañana siguiente, lo acompañaran a la estación donde tomaría el tren a Marsella, la pequeña Judith rompió a llorar.

VII. Noticias del Perú Roanne y Saint-Étienne, junio de 1844

El cielo estaba lleno de estrellas y corría una brisa veraniega impregnada de aromas la noche que Flora llegó a Roanne, procedente de Lyon, el 14 de junio de 1844. Permaneció desvelada en su pensión, observando por la ventana el firmamento lleno de luceros, pero pensando todo el tiempo en Eléonore Blanc, la obrerita de Lyon con la que se había encariñado. Si todas las mujeres pobres tuvieran la energía, la inteligencia y la sensibilidad de esa muchacha, la revolución sería cosa de meses. Con Eléonore, el comité de la Unión Obrera funcionaría a la perfección y sería el motor de la gran alianza de trabajadores en todo el sur de Francia.

Echabas de menos a aquella chiquilla, Florita. Hubieras querido, en esta noche tranquila y estrellada de Roanne, abrazada y sentir su cuerpo delgadito, como lo sentiste el día que fuiste a buscada a su miserable casucha de la rue Luzerne, y la encontraste llorando.

– ¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué lloras? -Temo no ser lo bastante fuerte y hábil para hacer todo lo que usted espera de mí, señora.

Oyéndola hablar así, transida de emoción, viendo la ternura y reverencia con que la contemplaba, Flora tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar, también. La estrechó en sus brazos y la besó en la frente y las mejillas. El marido de Eléonore, un obrero tintorero de manos manchadas, no comprendía nada:

– Eléonore dice que en estas semanas usted le ha enseñado más que todo lo que ha vivido hasta ahora. ¡Y, en vez de alegrarse, llora! ¡Quién lo entiende!

Pobre muchachita, casada con semejante bobo. ¿También ella sería destruida por el matrimonio? No, tú te encargarías de protegerla y de salvada, Andaluza: Imaginó una nueva forma de relación entre las personas, en la sociedad renovada gracias a la Unión Obrera. El matrimonio actual, esa compraventa de mujeres, habría sido reemplazado por alianzas libres. Las parejas se unirían porque se amaban y tenían fines comunes, y, a la menor desavenencia, se separarían de manera amistosa. El sexo no tendría el carácter dominante que mostraba incluso en la concepción de los falansterios de Fourier; estaría tamizado, embridado, por el amor a la humanidad. Los deseos serían menos egoístas, pues las parejas consagrarían buena parte de su ternura a los demás, a la mejora de la vida común. En esa sociedad, tú y Eléonore podrían vivir juntas y amarse, como madre e hija, o como dos hermanas, o amantes, unidas por el ideal y la solidaridad hacia el prójimo. Y esta relación no tendría el sesgo excluyente y egoísta que tuvieron tus amores con Olympia -por eso los cortaste, renunciando a la única experiencia sexual placentera de tu vida, Florita-; por el contrario, se sustentaría en el amor compartido por la justicia y la acción social.

A la mañana siguiente comenzó a trabajar en Roanne, desde muy temprano. El periodista Auguste Guyard, liberal y católico, pero admirador de Flora, cuyos libros sobre el Perú y sobre Inglaterra había comentado con entusiasmo, le tenía organizadas dos reuniones con grupos de unos treinta obreros cada uno. No resultaron muy exitosas. Comparados con los despiertos e inquietos canutos lioneses, qué resignados parecían los roanneses. Pero, después de visitar tres fábricas de paños de algodón -la gran industria local, que empleaba cuatro mil obreros-, Flora quedó sorprendida de que, dadas las condiciones en que trabajaban, estos infelices no fueran todavía más rústicos.

Su peor experiencia la tuvo en los talleres de paños de un ex obrero, monsieur Cherpin, convertido ahora en uno de los capitalistas más ricos de la región y explotador de sus antiguos hermanos. Alto, fuerte, velludo, vulgar, de maneras brutales y un olor de axilas que mareaba, la recibió mirándola burlonamente, de arriba abajo, sin disimular el desdén que le inspiraba, a él, un triunfador, una mujercita abocada a la innecesaria redención de la humanidad.

– ¿Está usted segura de que quiere bajar allí? -le señalaba la

entrada al sótano que era el taller-. Se arrepentirá, se lo advierto.

– Hablaremos después, señor Cherpin. -Si es que sale viva -lanzó él

una carcajada.

Ochenta desdichados se apiñaban, en tres hileras apretadas de telares, en una cueva asfixiante, donde era imposible estar de pie por lo bajo del techo, ni moverse debido al hacinamiento. Una cueva de ratas, Andaluza. Sintió que se iba a desmayar. El vaho ardiente del horno, la pestilencia y el ruido ensordecedor de los ochenta telares operando simultáneamente, la marearon. Apenas podía formular preguntas a esos seres semidesnudos, sucios, esqueléticos, encorvados sobre los telares, muchos de los cuales apenas la entendían porque sólo hablaban la jerga burguiñona. Un mundo de fantasmas, de aparecidos, de muertos vivientes. Trabajaban de cinco de la madrugada a nueve de la noche y ganaban, los hombres, dos francos diarios, las mujeres ochenta centavos, y los niños, hasta los catorce años, cincuenta centavos. Retornó a la superficie empapada de transpiración, las sienes oprimidas y el corazón acelerado, percibiendo clarito en su pecho el frío del huésped incómodo. Monsieur Cherpin le alcanzó un vaso de agua, riéndose siempre con obscenidad.

– Se lo advertí; no es un lugar para una señora decente, madame Tristán.

Haciendo esfuerzos por guardar la compostura, Madame-la-Colere silabeó:

– Usted, que comenzó como obrero tejedor, ¿cree justo hacer trabajar a sus prójimos en Dios, en semejantes condiciones? Este taller es peor que todos los chiqueros que he conocido.

– Debe ser justo, cuando cada madrugada se agolpan aquí decenas de hombres y mujeres implorándome que les dé trabajo -se ufanó monsieur Cherpin-. Compadece usted a unos privilegiados, madame. Si les pagara más, se lo gastarían en las tabernas, emborrachándose con ese vinazo que los vuelve idiotas. Usted no los conoce. Yo sí, precisamente porque fui uno de ellos.