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Para entonces ya había conocido a Mette Gad, la Vikinga, danesa de alta facha y rasgos ligeramente masculinos -¡Paul, Paul!-, y ya se había casado con ella, en noviembre de 1873, por el registro civil del noveno distrito y por la Iglesia luterana de la Redención. Y habían comenzado una vida muy burguesa, en un departamento muy burgués, en un barrio que era el colmo de lo burgués: la Place de Saint-Georges. Tan poco importante era el sexo para Paul todavía en esa época, que no tuvo inconveniente, en esos primeros tiempos de su matrimonio, en acatar la pudibundez de su mujer y hacer con ella el amor de la manera que la moral luterana aconsejaba, Mette embutida en sus largos y abrochados camisones de dormir y en estado de total pasividad, sin permitirse una audacia, un disfuerzo, una gracia, como si ser amada por su marido fuera una obligación a la que debía resignarse, igual que se resigna a tomar aceite de ricino el paciente de estómago petrificado por el estreñimiento.

Sólo bastante después, cuando Paul, sin descuidar todavía la agencia de Paul Bertin, dedicaba sus noches a pintar de todo y con todo -lápiz, carboncillo, acuarela, óleo-, de pronto, al tiempo que su fantasía creaba y recreaba imágenes susceptibles de ser pintadas, sus noches comenzaron a encabritarse de deseos. Entonces, imploraba o exigía a Mette en la cama libertades que la escandalizaban: que se desnudara, que posara para él, que se dejara acariciar y besar aquella esquiva intimidad. Había sido fuente de agrias disputas conyugales, las primeras sombras en esa armoniosa familia que tenía hijos cada año. Pese a las resistencias de la Vikinga, y al creciente deseo sexual que lo acometió, no engañaba a su mujer. No tuvo amantes, no frecuentó casas de placer, no mantuvo costureritas como sus amigos y colegas. No buscó fuera del lecho conyugal los placeres que le retaceaba la Vikinga. Todavía a fines de 1884, a sus treinta y seis años, cuando su vida había dado ya un giro copernicano y estaba decidido a ser un pintor, sólo un pintor, a no volver jamás a los negocios, y había comenzado la lenta bancarrota que lo dejaría en la miseria, seguía siendo fiel a Mette Gad. Para entonces, el sexo se había vuelto una preocupación central, una ansiedad constante, una fuente de fantasías atrevidas, de exagerado barroquismo. A medida que dejaba de ser burgués, y empezaba a llevar vida de artista -escasez, informalidad, riesgo, creación y desorden-, el sexo fue dominando su existencia, como una fuente de goce, pero, también, de ruptura de las viejas ataduras, de conquista de una nueva libertad. Renunciar a la seguridad burguesa te hizo pasar muy malos ratos, Paul. Pero te impuso una vida más intensa, más rica y lujosa para los sentidos y el espíritu.

Habías dado un nuevo paso hacia la libertad. De la vida del bohemio y el artista, a la del primitivo, el pagano y el salvaje. Un gran progreso, Paul. Ahora, el sexo no era para ti una forma refinada de decadencia espiritual, como para tantos artistas europeos, sino fuente de energía y de salud, una manera de renovarte, de recargar el ánimo, el ímpetu y la voluntad, para crear mejor, para vivir mejor. Porque en el mundo al que estabas por fin accediendo, vivir era una continua creación.

Por todo ello debió pasar para concebir un cuadro como Pape moe. No hacía falta retoques. En la pintura la fotografía de Charles Spitz centellaba y vibraba; el andrógino y la Naturaleza no eran independientes, se integraban en una nueva forma de vida panteísta; aguas, hojas, flores, ramas y piedras reverberaban y la persona tenía el hieratismo de los elementos. La piel, los músculos, los negros cabellos, los fuertes pies tan asentados en las rocas cubiertas de musgo oscuro, denotaban respeto, reverencia, amor hacia aquel ser de otra civilización, que, aunque colonizada por los europeos, conservaba, en el secreto profundo de los bosques, la pureza ancestral. Te entristecía haber terminado Pape moe. Como siempre que ponías la pincelada final a un buen trabajo, te rondaba la pregunta de si, luego de esto, no irías como artista para peor.

Dos o tres noches después, hubo luna llena. Hechizado por la dulce luminosidad que descendía del cielo, irguiéndose sobre el cuerpo de Teha'amana -respiraba profundamente, con un acompasado y suave ronquido-, bajó a la explanada que circundaba la vivienda, con Pape moe en los brazos. Lo estuvo contemplando bañado por esa claridad amarillo azulada que imprimía una pátina enigmática a aquella laguna donde anidaban plantas acuáticas que podían ser luces, reflejos. También la Naturaleza era andrógina en el cuadro. No eras propenso al sentimentalismo, algo contra lo que debías inmunizarte para trascender los límites de esta civilización degradada y confundirte con las viejas tradiciones, pero sentiste que los ojos se te mojaban. Era uno de los mejores cuadros que habías pintado, Paul. No todavía una obra maestra, como Manao tupapau, aunque la rozaba. Aquello que repetía con tanta convicción el Holandés Loco, allá en Arles, en esos últimos días del otoño de 1888, antes de que se desencadenara en su relación esa mezcla de amor y de histeria, que la verdadera revolución de la pintura no se haría en Europa sino lejos, en los trópicos, donde ocurría aquella novela que a ambos los había deslumbrado -Rarahu, Le mariage de Loti, de Pierre Loti-, ¿no era una realidad aplastante en Pape moe? En esta imagen había vigor, una fortaleza espiritual que provenía de la inocencia y la libertad con que veía el mundo un primitivo no aherrojado por las orejeras de la cultura occidental.

La noche en que Paul conoció al Holandés Loco, en el invierno de 1887, en Grand Bouillon, Restaurant du Chalet, en Clichy, Vincent ni siquiera permitió que Paul lo felicitara por los cuadros que exhibía. «Soy yo el que debo felicitarte», le dijo, apretándole la mano con fuerza. «He visto en casa de Daniel de Monfreid tus cuadros de la Martinica. ¡Formidables! No fueron pintados con pincel, sino con el falo. Cuadros que al mismo tiempo que arte son pecados.» Dos días después, Vincent y su hermano Theo fueron a casa de Schuffenecker, donde Paul estaba alojado desde su regreso de la aventura de Panamá y la Martinica con su amigo Laval. El Holandés Loco contempló los cuadros desde todos los ángulos y sentenció: «Ésta es la gran pintura, sale de las entrañas, de la sangre, como la esperma del sexo». Abrazó a Paul y le rogó: «Yo también quiero pintar mis cuadros con mi falo. Enséñame, hermano». Así comenzó esa amistad que terminaría tan mal.

El Holandés Loco, en una de sus intuiciones geniales, dio en el clavo antes que tú, Paul. Era cierto. En esa estancia tan sufrida, primero en Panamá, luego en las afueras de Saint-Pierre, en la Martinica, de mayo a octubre de 1887, te convertiste en un artista. Vincent fue el primero en descubrirlo. ¿Qué importaba, frente a eso, haberlo pasado tan mal, trabajando como peón de lampa en las obras del Canal de monsieur de Lesseps, picoteado por los mosquitos y a punto de morir de disentería y malaria martiniquesas? Era verdad: en aquella pintura de Saint Pierre, iluminada por el sol esplendoroso del Caribe, donde los colores estallaban como frutas maduras, y los rojos, los azules, los amarillos, los verdes, los negros, se enfrentaban unos a otros con ferocidad de gladiadores, disputándose la hegemonía del cuadro, la vida irrumpía por fin como un incendio en tu pintura, purificándola, redimiendo la de esa acobardada actitud que había sido para ti, hasta entonces, pintar y esculpir. En ese viaje, en efecto, a pesar de haber estado a punto de morir de hambre y de enfermedad -botando los bofes en una cabañita por cuyo techo de hojas de palma se colaba la lluvia-, empezaste a limpiarte las legañas y a ver claro: la salud de la pintura pasaba por huir de París, en pos de una vida nueva bajo otros cielos.

El sexo había irrumpido también en su vida, como la luz en sus cuadros, con beligerancia irresistible, llevándose de encuentro todos los remilgos y prejuicios que hasta entonces lo mantenían apagado. Como sus compañeros de la azada, en las ciénagas pestilentes donde se abrían las exclusas del futuro Canal, fue a buscar a las mulatas y negras que rondaban los campamentos panameños. No sólo se dejaban tirar por una suma módica, también maltratar mientras eran fornicadas. Y si lloraban y, asustadas, querían huir, qué fruición, qué destemplado goce caerles encima y dominarlas, enseñarles quién era el varón. A la Vikinga nunca la amaste así, Paul, como a esas negras de enormes tetas, fauces animales y sexos voraces que quemaban como braseros. Por eso, tu pintura era tan desvaída y esclerótica, tan conformista y tímida. Porque así era tu espíritu, tu sensibilidad, tu sexo. Te habías hecho la promesa -no la cumplirías, Paul- allá en las noches sofocantes de Saint-Pierre, cuando podías tumbar a una de esas negras descaderadas que hablaban en un creole ardiente, que cuando volvieras a ver a la Vikinga, le darías una lección retroactiva. Se lo dijiste a Charles Laval, una noche de borrachera con ron crudo: