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Aquella fotografía, tomada por Charles Spitz, el fotógrafo de L’Ilustration, Paul la había visto por primera vez en la Exposición Universal de París de 1889, en la sección dedicada a los Mares del Sur que Spitz había ayudado a organizar. La imagen lo turbó de tal modo que se quedó mucho rato contemplándola. Volvió a verla al día siguiente, y, por fin, le rogó al fotógrafo, a quien hacía años conocía, que le vendiera un cliché. Charles se lo regaló. Su título, Vegetación en los Mares del Sur, era tramposo. Lo importante en ella no eran los enormes helechos, ni las madejas de lianas y hojas enredadas en ese flanco de la montaña del que fluía una delgada cascada, sino la persona de torso desnudo y piernas descubiertas, de perfil, que, aferrándose a la hojarasca, se inclinaba para beber o acaso sólo observar aquella fuente. ¿Un joven? ¿Una joven? La foto sugería ambas posibilidades con la misma intensidad, sin excluir una tercera: que fuera las dos cosas, alternativa o simultáneamente. Ciertos días, Paul tenía la certeza de que aquél era el perfil de una mujer; otros, el de un hombre. La imagen lo intrigó, lo indujo a fantasear, lo excitó. Ahora no tenía la menor duda: entre aquella imagen y Jotefa, el leñador de Mataiea, había una misteriosa afinidad. Descubrirlo le produjo una vaharada de placer. Los manes de Tahití comenzaban a hacerte partícipe de sus secretos, Paul. Ese mismo día le mostró la foto de Charles Spitz a Teha'amana.

– ¿Es hombre o mujer?

La muchacha estuvo un rato escudriñando la cartulina y por fin movió la cabeza, indecisa. Tampoco ella pudo adivinado.

Tuvieron largas conversaciones con Jotefa, mientras Paul tallaba sus ídolos y el muchacho lo observaba. Era respetuoso; si Paul no le dirigía la palabra, permanecía quieto y callado, temeroso de incomodar. Pero cuando Paul iniciaba el diálogo, no había modo de pararlo. Su curiosidad era desbordante, infantil. Quería saber sobre las pinturas y las esculturas más cosas de las que Paul podía decirle; también, muchas, sobre las costumbres sexuales de los europeos. Curiosidades que, si no las hubiera formulado con la transparente inocencia con que lo hacía, hubieran resultado vulgares y estúpidas. ¿Tenían las vergas de los popa a los mismos tamaños y formas que las de los tahitianos? ¿Era el sexo de las europeas igual al de las mujeres de aquí? ¿Lucían más o menos vello entre sus piernas? Cuando, en su imperfecto francés mezclado de palabras y exclamaciones tahitianas, y de gestos expresivos, disparaba estas preguntas, no parecía satisfacer una morbosa inclinación, sino estar ansioso por enriquecer sus conocimientos, por averiguar qué acercaba o diferenciaba a europeos y tahitianos en aquella materia generalmente excluida de la conversación entre franceses. «Un verdadero primitivo, un pagano de verdad», se decía Paul. «Pese a haberlo bautizado e infamado con un nombre que no es tahitiano ni cristiano, sigue sin domesticar.» Algunas veces, Teha'amana se acercaba a escucharlos, pero, ante ella, Jotefa se inhibía y permanecía silencioso.

Para las tallas de regular o gran tamaño, Koke prefería los árboles del pan, el pandanos o bombonaje, las palmas o boraus y cocoteros; para las pequeñas, siempre la del árbol llamado palo de balsa, con el que los tahitianos fabricaban sus piraguas. Blanda y dócil, casi una arcilla, sin ojos ni vetas, producía al tacto un efecto carnal. Pero era difícil encontrar palo de balsa en las vecindades de Mataiea. El leñador le dijo que no debía preocuparse. ¿Quería una buena provisión de esa madera? ¿Un tronco entero? Él conocía un bosquecillo de árboles de palo de balsa. Y le señaló el flanco de la escarpada montaña más próxima. Lo guiaría.

Partieron al amanecer, con un atado de provisiones al hombro, vestidos sólo con taparrabos. Paul se había acostumbrado a andar descalzo, como los nativos, algo que hizo también, en los veranos, en Bretaña, y, antes, en la Martinica. Aunque, en los meses que llevaba en la isla, se movió mucho, anduvo siempre por los caminos costeros. Ésta era la primera vez que, como un tahitiano, enfilaba a bosque traviesa, hundiéndose en una vegetación espesa, de árboles, arbustos y matorrales que se enredaban sobre sus cabezas hasta ocultar el sol, y por senderos invisibles para sus ojos, que, en cambio, los de Jotefa-distinguían con facilidad. En la verde penumbra, tachonada de brillos, conmovida por cantos de pájaros que aún no conocía, aspirando ese aroma húmedo, oleaginoso, vegetal, que penetraba por todos los poros de su cuerpo, Paul sintió una sensación embriagadora, plena, exaltante, como producida por un elíxir mágico.

Delante de él, a uno o dos metros, el joven marchaba sin vacilar sobre el rumbo, moviendo los brazos a compás. A cada paso, los músculos de sus hombros, de su espalda, de sus piernas, se insinuaban y movían, con brillos de sudor, sugiriéndole la idea de un guerrero, un cazador de los tiempos idos, internándose en la selva espesa en busca del enemigo cuya cabeza cortaría y llevaría al hombro, de vuelta a casa, para ofrecérsela a su despiadado dios. La sangre de Koke hervía; tenía los testículos y el falo en ebullición, se ahogaba de deseo. Pero -¡Paul, Paul!- no era exactamente el deseo acostumbrado, saltar sobre ese cuerpo gallardo para poseerlo, sino, más bien, abandonarse a él, ser poseído por él igual que posee el hombre a la mujer. Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Jotefa volvió la cabeza y le sonrió. Paul enrojeció violentamente: ¿había percibido el muchacho tu verga tiesa, asomando entre los pliegues de tu taparrabos? No parecía darle la menor importancia.

– Aquí se acaba el camino -dijo, señalando-. Sigue en la otra orilla. Hay que mojarse, Koke.

Se hundió en el arroyo y Paul lo siguió. El agua fría le produjo una sensación bienhechora, lo liberó de la insoportable tensión. El leñador, al ver que Paul permanecía en el río, protegido de la corriente por una gruesa roca, dejó en la otra orilla la bolsa de provisiones y su taparrabos, y volvió a sumergirse, riendo. El agua cantaba y formaba ondas y espuma al chocar contra su armonioso cuerpo. «Está muy fría», dijo, acercándose a Paul hasta rozarlo. El espacio era verde azul, no piaba pájaro alguno, y, salvo el rumor de la corriente contra las piedras, había un silencio, una tranquilidad y una libertad que, pensaba Paul, debieron ser los del Paraíso terrenal. Tenía otra vez la verga tiesa y se sentía desfallecer de aquel deseo inédito. Abandonarse, rendirse, ser amado y brutalizado como una hembra por el leñador. Venciendo su vergüenza, de espaldas a Jotefa, se dejó ir hacia él y recostó su cabeza contra el pecho del joven. Con una risita fresca, en la que no detectó asomo de burla, el muchacho le pasó los brazos por los hombros y lo atrajo hasta tenerlo bien sujeto contra su cuerpo. Lo sintió acomodarse, acoplarse. Cerró los ojos, presa de vértigo. Sentía contra su espalda la verga, también dura, del muchacho, frotándose contra él, y, en vez de apartarlo y golpearlo, como hizo tantas veces en el Luzitano, en el Chili y en el Jéróme-Napoléon cuando sus compañeros intentaban usarlo como mujer, lo dejaba hacer, sin asco, con gratitud y -¡Paul, Paul!- también gozando. Sintió que una de las manos de Jotefa rebuscaba bajo el agua hasta atrapar su sexo. Apenas sintió que lo acariciaba, eyaculó, dando un gemido. Jotefa lo hizo poco después, contra su espalda, siempre riéndose.

Salieron del arroyo; con las telas de los taparrabos se sacudieron el agua que chorreaba de sus cuerpos. Luego, comieron las frutas que traían. Jotefa no hizo la menor alusión a lo ocurrido, como si no tuviera importancia o ya lo hubiera olvidado. Qué maravilla, ¿no, Paul? Ha hecho contigo algo que, en la Europa cristiana, provocaría angustias y remordimientos, una sensación de culpa y vergüenza. Pero, para el leñador, ser libre, fue una mera diversión, un pasatiempo. ¿Qué mejor prueba de que la mal llamada civilización europea había destruido la libertad y la felicidad, privando a los seres humanos de los placeres del cuerpo? Mañana mismo empezarías un cuadro sobre el sexo tercero, el de los tahitianos y los paganos no corrompidos por la eunuca moral del cristianismo, un cuadro sobre la ambigüedad y el misterio de ese sexo que, a tus cuarenta y cuatro años, cuando creías conocerte y saberlo todo sobre ti mismo, te había revelado, gracias a este Edén y a Jotefa, que, en el fondo de tu corazón, escondido en el gigante viril que eras, se agazapaba una mujer.