Ginés necesitó iluminarse por dentro y corrió bajo la lluvia en busca de su botella de champán. Dentro había más agua que champán y ante la evidencia se quedó junto al barco hundido, sin otro rescate que el de la macedonia relavada que se fue comiendo a puñados de policromías aguadas, frente al espectáculo de las sombras chinescas de los danzarines más allá de los cristales. Su cuerpo canalizaba la lluvia como si estuviera para eso. La recibía en la cabeza y luego los regueros bajaban por la cara, por los hombros, le empapaban la camisa, le trasmitían esa alegría del agua que sólo puede sentir un fugitivo de país seco. Se vio a sí mismo en las rieras secas de las afueras de Águilas, tensando el esparto, con las narices llenas de aquel olor a polvo picante y sólido, cercana la silueta de la Casita Verde y en el inmediato horizonte la carretera hacia Terreros, las salinas, Almería. Entonces el agua era una fiesta y también una lucha, los aguadores con sus burros, las colas de las mujeres en las fuentes públicas a las cinco de la tarde, cuando se interrumpía la restricción y mujeres cántaras se echaban a la calle con los gestos de siempre, cumpliendo con una obligación con la que habían nacido.

– No te mojes los pies. Los constipados entran por los pies.

¿Quién se lo había dicho por primera vez?, ¿cuándo? Qué más daba y sobre todo qué más le daba a él en esta noche inútil entre dos años feroces, tan feroces como cada uno de los cuarenta años de su vida, un extranjero bajo la lluvia en un país del trópico, sin más aliciente que un lago de asfalto y dos cincuenta por ciento de hindús y negros, matándose de vez en cuando para conseguir la hegemonía del estofado de espinazo de cerdo o del pescado al curry. Esta isla no existe, ¿no es acaso lo que busco? Para qué volver por las estelas de siempre y engañarse con la posibilidad de desaparecer más allá del Bósforo. Pasar entre las torres de Rumeli Hisar, advertido por las miradas de estancados veleros en reposo: más allá el abismo, termina el mundo más allá de los castillos de Murat Iv, el mar Negro es un pozo del que no se vuelve como le había contado algún marino imbuido de borrachera y mitología.

– Hay que elegir un lugar donde termina el mundo. De lo contrario estaríamos dando vueltas una y otra vez, una y otra vez. De todos los mares que conozco es el Negro el mejor dispuesto para ser el fin del mundo.

Los escalofríos le sacudieron como una corriente eléctrica. Amainaba la lluvia y algunas cabezas se atrevían a asomarse al jardín abandonado. Se encaminó hacia el interior del hotel.

Dudó entre ganar la calle y la noche de Port Spain con sus calypsos pasados por agua o meterse en la cama. En el reloj de la recepción las agujas medían la vejez del nuevo año: veinte minutos de mil novecientos ochenta y cuatro. Le dieron la llave de la habitación con un telegrama que le cañoneó el corazón.

“¿Qué piensas hacer? “La Rosa de Alejandría” permanece en La Guayra.

Hasta el veinte de enero. Germán.”

Terminaba el bigotudo dueño-maîtrecocinero en un gorro de cocina blanco, lo que le otorgaba aspecto de mosquetero disfrazado de cocinero para escapar del cardenal Richelieu. Aunque era poeta, no hablaba en verso, pero algún ritmo secreto obedecía cuanto declamaba el menú de cena de fin de año del restaurante La Odisea, a cien metros de la catedral y otros tantos de la Jefatura Superior de Policía, en un callejón llamado Copons, y a copón sagrado le sonaba el nombre a Carvalho, que recordaba blasfemias descafeinadas de su padre, un me cago en el cupón que no llegaba a me cago en el copón.

– Aperitivo: mejillones con muselina al ajo, hojaldre de anchoas, otros entretenimientos, regado todo con cava Odisea.

– ¿Tenéis cava para vosotros solos?

Sin parpadear aclaró el restaurador que además se contaba con el Mas-Via de Mestres, cosecha de 1973.

– Ensalada de endivias con hígado de pato al vinagre de cava, mil hojas de setas a las finas hierbas, lubina con ostras a la aceituna negra, civet de jabalí con puré de castañas, sorbete de palosanto, camembert rebozado con confitura de tomate, hojaldre de café, repostería, turrones, café, y en cuanto a vinos, blanco reserva Chardonay Raimat y tinto Odisea cosecha del 78. No quería el restaurador rebasar la distancia clientelar, aunque Carvalho acudía con frecuencia en busca de sus platos de hígado de oca, pero nuevos eran Biscuter y Charo, y aunque poco respeto inspiraba la artificial jactancia del feto, Charo sabía comportarse y estaba guapa, decantada por el blanco maquillaje y las ojeras a la última etapa del papel y la vida de “La dama de las camelias”.

– Por cinco mil leandras ya podrá dar todo esto, eh, jefe.

El jefe era para el restaurador que recibió el quite moral de un guiño de ojo de Carvalho.

Déjalo, Antonio, es que aquí mi amigo es un competidor tuyo.

– ¿Tiene un restaurante?

– Más que restaurante es un lavabo con cocina, pero allí hace maravillas.

– Si yo tuviera condiciones, jefe, si yo tuviera medios técnicos.

Pero la bondad del menú fue venciendo la resistencia crítica de Biscuter, que aprovechaba cuantos acercamientos efectuaba el restaurador para felicitarle, llegando el caso de que se levantó a la altura del camembert rebozado y acompañado de confitura de tomate, estrechó la mano del dueño y proclamó para que le oyera medio restaurante:

– Le felicito porque sólo a un genio se le ocurre rebozar el camembert.

Y una vez en la mesa, colorado de vinos y calorías, Biscuter se abrazó a Charo y sentenció un rotundo:

– Había que decirlo porque ha sido una cena de puta madre, jefe, cojonuda, y yo y usted, jefe, estamos en condiciones de decirlo porque sabemos de esto. Y usted, señorita Charo, por proximidad a nosotros algo debe saber también. A nosotros no se nos engaña con cuatro chorradas. Sabemos reconocer las cosas bien pensadas y bien hechas. Las cosas “fermas”.

¿Eh, jefe?

– A mí no me líes, Biscuter, que yo de cocinar nada. Me parece que está bueno y se acabó. Opinad los expertos, tú y Pepe.

Acudió el restaurador para sentarse a la mesa del trío y les glosó cuanto habían comido con rotundas aprobaciones de Biscuter.

– Lo más “fermo” de todo, jefe, ha sido lo del camembert rebozado, y no lo digo por el sabor, sino por la idea, la idea es lo importante.

Se llevaba Biscuter un dedito corto y transparente a su abombado recipiente cerebral.

– Porque mi maestro, el señor Carvalho, me lo tiene dicho cien veces.

Primero aparece la imagen, luego la idea de esa imagen, y cuando la realizas, continuamente la una se apoya en la otra. Es decir, uno tiene una imagen del bacalao con miel y es así, así, como una postal o un recorte de receta de revista de modas, pero bueno, no se queda la cosa en eso, y además, hasta que no se hace, esa imagen no está acabada, le falta algo, es como si no acabara de estar dibujada.

Y en cuanto a la lubina con ostras, jefe, mucho, mucho plato y bien pensado también. Se nota que usted piensa.

Entre la sorna y el halago, el restaurador hablaba con Biscuter como si fuera un muñeco de ventrílocuo o un niño pedante. Pero el escudero de Carvalho estaba imbuido de su papel y de su corbata y cerraba los ojillos para protegerse del humo del “Churchill” Romeo y Julieta y afinar más la percepción de cuanta propuesta científica salía de los labios del restaurador. Asistía Charo boquiabierta al encuentro dialéctico, y Carvalho miraba a Biscuter con perplejidad y una cierta preocupación, recibiendo de vez en cuando miradas de reojo de su discípulo, en busca de atención y de ratificación para sus disquisiciones.

– Es que por ejemplo, la “vedella amb bolets”, bueno, perdone, la ternera con setas, pues depende de lo que depende. ¿De qué depende?

Se miraron los otros tres en busca del enigma.

– Uno dirá, del sofrito, y sí, es cierto, depende del sofrito. De los “bolets”. Claro, de los “bolets”. O si se hace con caldo o con agua. Que si patatín, que si patatán. Pero lo fundamental, lo fundamental ¿qué es?