El rostro de Charo es apenas dos ojos brillantes en la penumbra. Una lengua de luz amarilla sale por la puerta que comunica el despacho con la pequeña zona donde Biscuter es el rey que cocina o duerme. Ahora Biscuter se está duchando, se escucha la lluvia de la ducha y un tenue silbido de animal feliz recreando “C.est si bon”.

– Perdona, Pepe. Ha sido como un atraco, pero me llamó ayer Mariquita, me lo contó todo y no sabía a quién acudir.

Se han encendido en las Ramblas las últimas luces de 1983, mañana iluminarán otro año, un latigazo del tiempo flagela el corazón de Carvalho, o tal vez sea un latido atrasado al compás de la historia que ha contado Charo. Son las siete de la tarde. Alguien ha puesto la noche en su sitio, a la hora justa, como ha puesto el “Singing Bells” que se escapa de una tienda de discos cercana y se apodera del silbido de un Biscuter dispuesto a vivir la emoción de terminar el año en un restaurante de postín, de tú a tú con Carvalho y Charo. Los sentimientos azucaran la sangre, pensó Carvalho.

– ¿Tienes alguna foto de la muerta?

Charo busca y rebusca en las profundidades de su bolso y saca finalmente un sobre azul que tiende a Carvalho. Enciende la bombilla del flexo, y la foto que sale del sobre queda como un pájaro apresado por la mano de Carvalho bajo la crudeza de una luz blanca.

– Aquí era una niña.

– Es la foto que conservaba Mariquita. En esa foto tenía dieciséis años.

Una muchacha delicada y morena, con los ojos grandes, negros, y una boca diríase que sensual aunque ultimada por un “rouge” excesivo, como fondo alguna pareja con el baile puesto y un fragmento de orquesta, orquesta Fascinación, y en el reverso de la foto, “Águilas, agosto de 1956”, “Bailando “La niña de Puerto Rico”, besos” y una firma de escolar con pocas ganas de escribir, un “Encarna” gordo como una patata, rodeado por una rúbrica que parece una frontera entre el nombre y el resto del mundo. De nuevo el rostro bajo la luz, y a pesar de la vejez del flash de un fotógrafo de pueblo, hay algo en la actitud del cuerpo que obliga a repetir recorridos a los ojos de Carvalho, un estar y no estar, un mirar y no mirar, un sonreír y no sonreír, una foto de protocolo cariñoso y recordatorio, sin duda recomendada por la madre para enviársela a la hermana, para que te vea el vestido nuevo, pero la muchacha estaba en otra parte.

– Era guapa.

– Muy mona, muy fina. Mi tía también era muy guapa, y Mariquita no es un monstruo, aunque está muy estropeada la pobre con la vida que lleva.

– ¿No hay fotos más recientes?

¿Cartas?

Charo dice que no con la cabeza y Carvalho repite el no como dirigiéndoselo a sí mismo.

– ¿Sabes lo que me pides? Que desentierre un caso que huele a podrido, pedazo de carne a pedazo de carne, sin ayuda de la policía, sin que le interese lo más mínimo al marido, sin más interés que el que pone tu prima, el que pones tú y ese autodidacta de los cojones, al que por cierto no le he preguntado de qué es autodidacta.

– Tiene una tienda de electrodomésticos en Montcada.

– Un cliente solvente.

Biscuter irrumpe y se apodera de la estancia por el procedimiento de encender la luz cenital.

– ¿Qué tal?

Lleva una chaqueta de pana negra, pantalón gris, camisa azul con gemelos de plata y una corbata color carmesí, sobre el cuerpecillo de rana despellejada que la naturaleza le ha dado.

Charo aplaude, Carvalho comenta: serás la reina del baile. Biscuter da una vuelta sobre sí mismo y se explica:

– Cuando hay que vestirse, hay que vestirse, jefe. A mí no me gusta dejar en ridículo a los amigos.

Tal vez confiados los arquitectos de aquel jardín en la inagotable luminosidad del trópico no habían calculado el suficiente número de puntos de la luz para que la noche, sobre todo la noche del último día del año, fuera expulsada hacia las estrellas. Ni siquiera había estrellas, o las había secuestradas en el bloque hosco de las nubes, y una brisa fría movía las bombillas de colores, sembrando inquietud de sombras, vaivén de luces para la parsimonia estudiada de las parejas afiestadas que iban ocupando las mesas separadas al aire libre, con la tranquilidad que da lo gozado de antemano, lo pagado de antemano. Marginado en una mesa pequeña, lejos de la orquesta al lado de la piscina dormida, Ginés valoraba el ritmo de la llegada de las parejas, simples a veces, otras parejas dobles o triples o cuádruples, pero siempre parejas de las que a veces colgaban adolescentes aburridos o niños predispuestos a la aventura del trasnoche. Parejas blancas apresadas en el Holiday Inn por el mal tiempo y la imposibilidad de encontrar plaza en los fokkers de Tobago, pero sobre todo parejas negras e hindúes de Port Spain, con un presupuesto suficiente para encontrar plaza en el reveillón del Holiday Inn, segundo reveillón de la ciudad, a una distancia digna de la calidad magnificada del reveillón del Hilton. Mesocracia oscura propietaria del tenderío de una ciudad portuaria, capataces de las industrias del asfalto y de la copra, representantes de las marcas extranjeras que daban a Port Spain el aspecto cotidiano de un cuadro pop pintado por un nañf con los ojos llenos de collage entre el tam-tam de bidón y la cocacola, entre la Volkswagen y la iguana. Los blancos eran americanos con trajes a cuadros amarillos príncipe de Gales o venezolanos lánguidos con las venas llenas de algún derivado del petróleo. Camareras negras o mulatas, esquiroles de la huelga, con la puntería puesta en un bolígrafo Holiday Inn con el que anotaban bebidas mágicas de fin de un año, con la indiferencia que sólo puede suscitar la coca-cola, la cerveza o el Matheus Rosè, indiferencia alterable si, como Ginés, alguien les pedía la excepción de un Moet Chandon corriente o incluso un Alsacia pagado a precio de reventa en una estación lunar. Entonces, la mirada de la camarera estudiaba al cliente con atención valorativa, como si tuviera aspecto de billete de cincuenta dólares suplementario de los otros cincuenta dólares que le había costado la cena de buffet libre: mazorcas de maíz cocidas, pescado al curry, estofado de espinazo de cerdo, lentejas guisadas, roast beef, judías dulces, arroz cocido, ensaladas de frutas tropicales, pasteles con merengues de cartón piedra y confituras de colores de sueños optimistas, para una cola de parejas con elegancias de trópico, diríase que una cola de suizos, aún más pasteurizados por el qué dirán. Mayoría de parejas treintañeras con voluntad de alto “standing” en la imitación de los gestos de un telefilme norteamericano sobre reveillones a bordo de un crucero por el Caribe.

– ¿Se la va a beber usted solo?

La primera muestra de duda humana por parte de la camarera introducida en el simple protocolo del toma y daca.

– Tal vez me limite a contemplarla.

¿Quiere una copa?

La camarera alzó las cejas, lo único más negro que su piel y que la noche.

– Lo tenemos absolutamente prohibido.

¿Por quién me ha tomado usted? Le habían dicho aquellos ojos repentinamente graníticos. Ginés apartó el plato lleno de comida apenas probada, se sirvió una copa y brindó con ella hacia el conjunto de parejas que habían empezado a salir a la pista y a mover el esqueleto con una prudencia de esclavos exhibicionistas de las lecciones aprendidas. Los únicos que movían el culo obscenamente y reían sin ambages eran los norteamericanos blancos, decididos a convencerse de que iban a ser inmensamente felices.

La camarera le dejó sobre la mesa la botella de Champán junto a un copón repleto de macedonia de frutas. Fue entonces cuando sonó el trueno y sin más aviso cayó la lluvia inmediatamente, negra como una noche húmeda, y las gentes perdieron la compostura para poner a salvo sus disfraces bajo los voladizos o los salones interiores y los músicos de la orquesta cubrían el instrumental electrónico con plásticos antes de ponerse a salvo, sumergida la tropicalidad de sus guayaberas de colores encogidas por las aguas implacables. La huida era la única aventura que había deparado la noche y las gentes se habían excitado por la alteración de lo esperable, hablaban más, más alto, habían perdido los niños el corsé del no se puede y los adultos el complejo de recepción controlada. Un músico se acuclilló ante un bongo y con las manos como si fueran de un raro metal negro arrancó sonidos y ritmos al cuero tenso, mientras los cuerpos escuchaban por fin su música secreta y rodeaban al percusionista entregados cada vez más a un ritmo íntimo, que al rato se convirtió en una marea de cuerpos que iban y venían fingiendo el rompimiento del gesto.