– Sobre el canal de Panamá sé lo suficiente.

– Ha dicho que volvería a llamar.

– Si vuelve a llamar le dices que se ponga en contacto con la oficina de objetos perdidos del PSOE. ¿Y este Federico III de CastillaLeón?

– Un majara, jefe. Dice que es el rey legítimo de Castilla-León y que le quieren secuestrar los ultras para destronar a Juan Carlos y ponerle a él. Pero no quiere porque es republicano. Me parece que se lo he apuntado todo tal como me lo ha dicho.

– Han soltado a todos los locos esta mañana, por lo visto. Prepárame algo para desayunar.

– ¿Le recaliento las cr(pes de pie de cerdo y alioli que sobraron de ayer?

– Prefiero un bocadillo de pescado frito, frío, con pimiento y berenjena.

El pan, con tomate.

Biscuter emitió el sonido de un motor de explosión en el momento de enfilar la recta final del Gran Premio de Montecarlo y corrió hacia la cocina. Carvalho arrojó la libreta de notas hacia un ángulo de la mesa más despejado en aquel aparador de papelería variada, la mayor parte obsoleta.

Sabía que entre aquellos papeles estaba un resguardo para retirar dos trajes reactualizados por un sastre de Sarriá, pero buscarlo sería una tarea ya para 1984.

– Mañana será otro día.

En cambio tenía prisa por marcar un número de teléfono que se había apuntado en una caja de cerillas. La señora Valdez estaba en casa, ¿de parte de quién? De la Benemérita, contestó Carvalho y se puso a pensar en sí mismo telefoneando a la señora Valdez hasta que la voz de la mujer le obligó a volver a meterse en su propia piel.

– Soy un detective privado que trabajaba por encargo de su marido para vigilarla a usted. Acabo de llegar del aeropuerto. Su marido me había citado allí para pagarme y despedirse.

– ¿Despedirse? Pero es imposible.

Precisamente tenemos esta noche una cena.

– Aplácela. Su marido se ha ido a las islas Maldivas con su cuñada.

– ¿Con la cuñada de quién? ¿Con mi cuñada?

– No, con la cuñada de su marido.

– ¿Con mi hermana?

– Caben otras posibilidades, pero me temo que sí. Se lo comunico yo porque entraba en el precio. Su marido es una rara mezcla de sádico y masoquista. Cuando yo le informé sobre la conducta de usted añadió cincuenta mil pesetas a la minuta a cambio de que yo hiciera esta llamada telefónica.

Callaba pero no lloraba.

– ¿De qué le informó usted?

– De sus encuentros con don Carlos Prats Gasolí en el “meublè” de la avenida del Hospital Militar, más conocido por la Casita Verde.

– ¿Estaba usted allí?

– En dos o tres ocasiones tuve la suerte de presenciar su entrada.

– El suyo es un oficio repugnante.

– La culpa la tiene la moral establecida. La han hecho ustedes los ricos. ¿De qué se quejan? Cámbienla y no harán falta los detectives privados. Mientras tanto soy un profesional que cumple con sus obligaciones.

Su marido está en las Maldivas hasta después de la Epifanía. A continuación piensa establecerse en la República Dominicana. Le ha dejado a su disposición la cuenta del Hispano Americano; en cambio, ha vaciado las del Central y la de la Banca Catalana.

– Las mejores.

– Suele suceder. Primero desaparece la pasión, luego el amor, hasta desaparece el cariño y la costumbre de verse. Finalmente se esfuman las cuentas corrientes.

– Y todo esto ¿por qué no me lo ha dicho él de palabra o por escrito?

– Por escrito era una prueba legal y de palabra era un esfuerzo sin contrapartida. Durante el poco tiempo que traté a su marido me di cuenta de que odiaba enfrentarse a los conflictos.

– No quiero volver a oír su repugnante voz.

– Descuide. No suelo trabajar gratis. Yo he cumplido.

Colgó el teléfono y se dijo: mierda. Biscuter acarreaba un sólido bocadillo que situó ante él como una ofrenda.

– Te he pedido un bocadillo, no una merluza entera.

– Por lo que he oído ha madrugado usted y necesita reponer fuerzas. El pescado tiene mucho fósforo. Va bien para la memoria.

– Tengo demasiada memoria. Biscuter, cualquier día cierro el despacho y nos vamos tú y yo de colonos a Australia.

– ¿Y la señorita Charo?

– Charo es muy suya.

Pero estaba allí, Charo, en la puerta, con el acaloramiento en los pómulos y la respiración entrecortada.

– Menos mal que te encuentro, Pepe. He llamado a tu casa y no estabas.

– La cena es esta noche.

– Déjate ahora de cenas. Has de ayudarme, por favor, no digas nada.

Déjame a mí. Bueno. No sé por dónde empezar.

Charo mantenía la puerta abierta con una pierna, la otra apenas la había introducido en el despacho.

– Iba a comerme este bocadillo.

– Precisamente estábamos hablando de usted.

– Por favor, Pepe, por favor.

Biscuter, llévate el bocadillo a la cocina. Esperadme, vuelvo en seguida.

Vendré acompañada. Pepe, te he hablado a veces de mi prima Mariquita. La hija de una hermana de mi madre, de Águilas, te he hablado, Pepe, seguro. Has de recibirla. Le ha pasado algo muy gordo. A ella no, a otra prima mía, Encarnación. También te he hablado de ella. La de Albacete. No te muevas. Vuelvo en seguida.

Un vuelo de gabardina se la llevó por donde había venido. Carvalho instó a Biscuter a que se llevara el bocadillo y se enfrentó a la puerta de su propio despacho como si fuera el telón de un escenario. Sonaban los timbres. Se apagaban las luces. La función iba a empezar.

– No te molestaremos. Es sólo un ratito.

Charo abría la marcha y la sonrisa, sin mirarle a la cara a Carvalho, para no ver en ella la tempestad o el fastidio. Tras ella se cobijaba la evidente prima Mariquita, una cincuentona con permanente y hermosas facciones grandes de mujer ancha, morena y demasiado envejecida. Y como si las dos mujeres fueran un obstáculo a rebasar por sus flancos derecho e izquierdo se colaron en el despacho dos hombres jóvenes. El uno parecía un concertista de cello de nuevo tipo, cabello rizado y gafitas de juguete, el otro tenía aspecto de contable de Banco romántico, con pajarita, miope, rubio, de pelo enfermo, pálido de plenilunio. El concertista se hizo una composición de lugar examinando los objetos como si los inventariara y a Carvalho como si fuera un elemento prescindible. En cambio el contable buscó una silla, se la llevó a una esquina de la habitación y se sentó cruzando las piernas y procurando mirar a todas partes menos a una: en la que estaba Carvalho. El detective iba por él cuando la voz de Charo impuso las condiciones de la reunión.

– Mi prima Mariquita, Mariquita Abellán, no te hubiera molestado si el asunto no fuera grave. Éste es Andrés, su hijo, y Narcís Pons, un amigo que les ha ayudado mucho en este asunto.

El aparente contable sonrió por el procedimiento de alargar la raya de su boca, una hendidura en una cara de mármol mantecoso.

– Han venido los chicos porque es que con mi marido no se pude contar.

– Con su marido no se puede contar.

Evidentemente con el marido de Mariquita no se podía contar. Carvalho no estaba dispuesto a dar facilidades y permaneció en una poca interesada contemplación de lo que ocurría más allá de su mesa de despacho. Charo buscaba sillas y Mariquita se tentaba los labios con los dientes.

Andrés le miraba ahora y el ritmo de sus pensamientos lo marcaban las subidas y bajadas de una nuez de Adán enorme. El contable se arreglaba el borde del pantalón para tapar la evidencia de una pantorrilla delgada, blanca, lampiña, venosa en lo que dejaba ver el borde del pantalón gris marengo y la ceñida frontera de unos calcetines inexplicablemente marrones.

– Este paso tenía que haberlo dado mi marido -opinó de sopetón la prima de Charo, como si estuviera afeándole su conducta al ausente.

– Me están entrando ganas de conocerle. Debe ser un tipo notable -comentó Carvalho como si hablara con los papeles que cambiaba de lugar sobre el tablero.

– No está bien. Mi marido no está bien.