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Desde la cama, Josefa la vio caminar hasta la cuna en que dormía su hija.

– Según la hora y el día en que ha nacido, tu niña es Acuario con ascendente Virgo -dijo Milagros-. Un cruce de pasiones y dulzuras que le dará tanta dicha como penas.

– Yo sólo quiero que sea feliz -ambicionó Josefa.

– Lo será muchas veces -dijo Milagros-. Alumbrará su vida la luna en cuarto creciente que aún se veía en el cielo cuando nació. Rigen este mes la Osa Mayor, la Cabellera de Berenice, Procyon, Canopo, Sirio, Aldebarán, el Pez Austral de Eridano, el Triángulo Boreal, Andrómeda, Perseo, Algol y Casiopea.

– ¿La luz de tantas estrellas le hará ser una mujer dueña de sí misma, con un cerebro sensato y un corazón devoto de la vida? -preguntó Josefa.

– Eso y más -dijo Milagros detenida bajo el tul de la cuna.

Josefa le pidió que repitiera para ella el conjuro que escuchaban desde siempre las mujeres de su familia cuando nacían.

Milagros aceptó rendirse a la tradición familiar para que nada le faltara al rito que la convertiría en madrina. Puso la mano sobre la cabeza de su sobrina y recitó:

– Niña que duermes bajo la mirada de Dios, te deseo que no lo pierdas jamás, que vayas por la vida con la paciencia como tu mejor aliada, que conozcas el placer de la generosidad y la paz de los que no esperan nada, que entiendas tus pesares y sepas acompañar los ajenos. Te deseo una mirada limpia, una boca prudente, una nariz comprensiva, unos oídos incapaces de recordar la intriga, unas lágrimas precisas y atemperadas. Te deseo la fe en una vida eterna, y el sosiego que tal fe concede.

– Amén -dijo Josefa desde su cama, poniéndose a llorar.

– ¿Ahora puedo decir el mío? -preguntó Milagros.

Era más que una mujer hermosa que a veces se vestía como un dibujo de Le Moniteur de la Mode y usaba los sombreros más finos que podía diseñar madame Berthe Manceu, porque también tenía en su guardarropa una colección de los mejores huipiles que se hubieran bordado jamás. Acostumbraba ponérselos en las ocasiones solemnes y era capaz de caminar por la calle con el cabello en trenzas sobre la cabeza y aquella ropa de india como una bandera de colores cayéndole por el cuerpo. Así estaba vestida esa mañana. Josefa la miró admirándola y le pidió que siguiera.

– Niña -dijo Milagros con la solemnidad de una sacerdotisa- yo te deseo la locura, el valor, los anhelos, la impaciencia. Te deseo la fortuna de los amores y el delirio de la soledad. Te deseo el gusto por los cometas, por el agua y los hombres. Te deseo la inteligencia y el ingenio. Te deseo una mirada curiosa, una nariz con memoria, una boca que sonría y maldiga con precisión divina, unas piernas que no envejezcan, un llanto que te devuelva la entereza. Te deseo el sentido del tiempo que tienen las estrellas, el temple de las hormigas, la duda de los templos. Te deseo la fe en los augurios, en la voz de los muertos, en la boca de los aventureros, en la paz de los hombres que olvidan su destino, en la fuerza de tus recuerdos y en el futuro como la promesa donde cabe todo lo que aún no te sucede. Amén.

– Amén -repitió Josefa bendiciendo la fe y la imaginación de su hermana.

Cobijada por los deseos de su madrina, Emilia comió y durmió con una sensata placidez los primeros meses de su vida. A sus oídos no llegaban las historias de horror que su padre leía en los periódicos, pero lo escuchaba todas las mañanas contarle lo que sucedía en el mundo, opinar sobre las cosas que lo perturbaban o entristecían y describirle las sorpresas del día con la certidumbre absoluta de que la conmovían tanto como a él.

Josefa aseguraba que la niña era demasiado pequeña para interesarse en el surgimiento del partido laborista en Inglaterra, la anexión de Hawai a los Estados Unidos, la pérdida de cosechas y la mortandad de ganado por todo el país. Regañaba a su marido por entristecerla hablándole de la prohibición de las corridas de toros, del desastre de que se reeligieran los gobernadores o se gastaran cien mil pesos mensuales en obras para el imposible desagüe del Valle de México. Diego respondía diciendo que ella hacía peor hablándole de la Inglaterra de Charlotte Brontë y leyéndole Shirley en voz alta.

– Eso lo hago para dormirla -dijo su madre.

– Los avatares de Julián Sorel o las penas de Ana de Ozores ¿qué le interesan? -preguntó Diego-. Yo por lo menos le cuento la realidad.

– Sí, pero toda la realidad. Hasta lo del impuesto al tabaco ha de saber la pobre niña. Cuando cerraron El Demócrata, le repetiste durante una semana los nombres de los redactores encarcelados.

– Sirvió que se lo contara -dijo Diego Sauri. Y luego dirigiéndose a la niña: -Por fin se le grabó a tu madre una arbitrariedad del gobierno.

– Las sé todas. Pero no te fomento la ira porque no quiero que te encierren también a ti.

– ¿A mí por qué? -preguntó Diego.

– ¿Quieres que te lo diga?

– No-. El señor Sauri se pasó el dedo sobre el bigote rojizo que se había dejado crecer para celebrar la llegada de su hija.

Ambos sabían, aunque lo hablaban poco, que Josefa tenía razón. Hacía más de tres años que en la botica habían empezado a reunirse todos aquellos que por motivos justificados, viejos anhelos democráticos o pura vocación conspirativa, tenían algo en contra del gobierno. Primero los acercó el azar, luego el acuerdo, después la necesidad. Y para ese momento, un día sí y otro también, había en la botica algún parroquiano dispuesto a insultar al gobernador delante de cuanto cliente la pisaba. Así las cosas, Diego no tardaría en pasar de antirreleccionista a temerario, y como andaba el mundo, pasar de temerario a loco y de loco a preso sería asunto de un rato.

– Vamos a mudar la tertulia política a la casa del doctor Cuenca -dijo Diego.

– Bendito sea Dios -contestó Josefa tranquilizada con la noticia.

– ¿Cuál de todos? -preguntó el señor Sauri. -Cualquiera que te haya inspirado esta vez -contestó su mujer.

III

En 1893 el doctor Cuenca tenía además de sus cincuenta y cuatro años de vida, un justo y bien consolidado prestigio profesional. A eso se apegaba sin reticencias desde la muerte de la mujer en la que había engendrado dos hijos y a la que no se cansaría de añorar cada mañana, como si fuera la primera en que le negaba su presencia.

Había vivido con ella y seguía viviendo con su recuerdo y su prole en una casa cercana a los primeros maizales que rodeaban la ciudad y a siete cuadras del zócalo y la catedral. Una casa regida por dos ejes: la indeleble y mítica compañía de su jardín y el gran salón dedicado a las reuniones de los domingos. El doctor Cuenca tocaba una flauta dulce y ambigua que contradecía la rigidez militar con que iba por la vida a las horas de trabajo. Algunos de sus amigos cercanos eran músicos o escritores y los domingos lo visitaban para declamar sus últimas ocurrencias o hacer música en grupo. A cambio, durante la semana, el hombre vivía con un rigor profesional que incluso merecía el respeto de sus enemigos, un sentido del deber y del orden que sus hijos temieron aun después de haber cumplido los veinte años, y una austeridad verbal que en vida convirtió a su mujer en una de las más hábiles descifradoras del silencio que ha dado la larga historia de esa profesión entre las mujeres, y que después de muerta, la hacía volver de vez en cuando a rozarle la frente con sus pestañas y a escuchar su silencio diciendo todo lo que le pesaba.

El doctor Octavio Cuenca nació en tierra caliente, en el siempre húmedo pueblo de Atzalan. Su padre se llamaba Juan Cuenca y su madre fue conocida desde niña como Manuelita Gómez, la hija del señor cura. Según sabían sus descendientes, el padre de Manuelita terminó usando sotana para cumplirle a la Virgen del Socorro la promesa que le había hecho un atardecer durante la guerra de Independencia, cuando perseguido por tropas españolas como uno de los líderes criollos que intentaban rebelarse contra la Corona cerca de Veracruz, halló escondite en el planchador de una casa cuyas dueñas tenían la buena costumbre de usar muchas enaguas blancas y almidonadas bajo el vestido. Ellas lo escondieron tras el altero de ropa por planchar, entre los canastos en los que se amontonaban crinolinas enormes, faldas de tafeta y encaje, sábanas, toallas, fundas y cubrecamas.