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– En algo que tenga yo el gusto de coincidir contigo. Porque últimamente no consigo dar con una -le dijo la cavilosa Josefa.

Hacía rato que la discusión no tenía testigos. Emilia y Daniel no quisieron gastar su tiempo en atestiguarla. Se habían metido al baño azul y cuando Diego y Josefa, dando vueltas en círculos, volvieron a enfrentar sus desacuerdos y estaban a punto de gritarse como no lo habían hecho nunca en la vida, los detuvo un escándalo de risas que mezclado con el de la regadera sonaba a feria.

– ¿Qué más quieres, Josefa?. -le preguntó Diego al escuchar la música que corría bajo el agua-, piensa que hay cientos, miles, millones de seres humanos que jamás atisbarán el milagro en que está viviendo Emilia.

– Apenas tiene diecisiete años -le recordó Josefa.

– Mejor. Más tiempo tendrá para disfrutarlo.

– A saltos -lamentó Josefa.

– Porque lo único durable es el tedio. Eso sí que permanece. Pero el amor -dijo Diego haciendo girar los anteojos que tenía tomados de una pata- es a saltos. Tú lo sabes.

– Sí que lo sé -le contestó Josefa cabizbaja-. Hoy, por ejemplo, no te he querido para nada.

– No te hagas la que no entiende.

– Te entiendo, si eres muy obvio, pero las formas son las formas. Concédeme el derecho a estar triste.

– Con que no estés envidiosa -le dijo Diego sabiendo dónde picaba.

– ¿Vas a dejarme por un amor de adolescente? -le preguntó Josefa.

– No de momento -le dijo Diego.

– Entonces de momento no estoy envidiosa. Diego sonrió.

– No te pongas presumido. Bastante tengo yo con que seas liberal, como para que te eches encima otra vanidad.

– ¿Qué vanidad hay en ser liberal? -preguntó Diego.

– La vanidad de los que creen que lo saben todo.

– Culpa de eso a quienes dicen conocer hasta las intimidades de Dios.

– No voy Diego. Nada más me faltaba terminar hablando de Dios. Eres capaz de todo con tal de cambiarme el tema. La niña va a sufrir de más y nosotros tendremos la culpa.

– Nosotros no tenemos la culpa de que ella quiera un destino y se lo busque.

– Ella no sabe lo que quiere -aseguró Josefa.

– No menosprecies su buen juicio. Ella sabe

que quiere a Daniel.

– Pues se equivoca como una china -afirmó Josefa.

– ¿Cómo se equivocan las chinas? -preguntó Diego.

– Se equivocan así -le contestó Josefa tras un suspiro-, como se está equivocando Emilia. Pero la culpa la tengo yo por haber dejado que la llevaras al ensayo en casa de los Cuenca.

– ¿A cuál ensayo? -preguntó Diego.

– A ése al que no quería ir, por algo soñó feo la noche anterior.

– Josefa, creí que esa discusión se había acabado hace once años.

– Nunca se acabó. Ésta es la misma discusión de hace once años, y te lo vuelvo a decir, el niño de los Cuenca es un peligro.

– ¿Cuál de los niños? -preguntó Daniel que salía del baño con la mirada luminosa y la endiablada sonrisa de toda su vida. Tenía el pelo mojado y sin peinar cayéndole sobre la frente.

– Tú -le asestó Josefa.

Tía Josefa -dijo Daniel acercándose para acariciarle una mejilla-, ya sé que no soy lo mejor que le pudo pasar a Emilia, pero tampoco soy lo peor. Haz la cuenta: no soy borracho, no soy jugador, no soy mujeriego, no soy porfirista, no tengo gonorrea. Sé tocar el piano, la flauta, el violín y la chirimía. Sé historia, sé inglés, soy buen lector, no creo en la supuesta inferioridad natural de las mujeres y tengo veneración por ésta.

– Dios diría que es bueno, mamá -dijo Emilia que apareció color de rosa y alegre con un cepillo en la mano y una toalla en la cabeza.

– No le preguntes cuál dios -aconsejó Diego riéndose.

– Ustedes se creen que es juego. Como se han estado abrazando desde siempre. Pero, ¿estás tú para tener hijos? -le preguntó Josefa a Daniel que todavía la tenía tomada de la mano con la que le había ayudado a contar sus cualidades.

– No creo que me salieran mal -contestó Daniel besando a la guerrera implacable que tenía por suegra.

– ¿Dónde aprendiste a tocar la chirimía? No puedo creer que eso te dé derecho a regar hijos -regañó Josefa.

– Mamá, tú tardaste doce años en tener una hija -interrumpió Emilia detenida frente a los ojos de su madre.

– ¿Y si sales a mi madre?

– Peligroso -dijo sentándose bajo la luz cerca de su padre-. Pero puedo salir a la tía Milagros y no embarazarme nunca.

– Deja de decir tonterías -le pidió Josefa mirándola sin poder librarse de una sensación de orgullo. El brebaje de amores que su hija había bebido esos días le puso en los ojos un matiz de aplomo que no tenían la semana anterior-. Voy a preparar un agua de canela y sea por Dios -dijo caminando con los hombros erguidos y el talle de bailarina que según determinó Daniel, le había heredado idénticos a Emilia.

Diego la miró pensando que había razón en sus argumentos, pero se cuidó de aceptarlo cuando ella volteó la cabeza sin cambiar la dirección de sus pasos y le advirtió apuntándole con el dedo:

– Y tú no me vayas a preguntar cuál dios.

– Tendría yo que estar loco -le contestó Diego levantándose del sillón para ir tras ella hasta la cocina.

Sin más trámite, Daniel quedó instalado en la casa de los Sauri y durante los siguientes días lo puso todo de cabeza. Emilia no volvió a trabajar en el laboratorio, Josefa dejó de leer y se puso a probar recetas de cocina con un fervor de recién casada, Floberto el perico enloqueció tratando de habituarse al silencio de las mañanas y el ruidero de las noches, Casiopea, la gata con que Josefa acompañaba sus lecturas, fue corrida de la estancia en que Daniel y Emilia retozaban hasta mucho después del desayuno, y Futuro, el perro negro con el que Emilia salía a caminar todas las tardes, tuvo que soportar el abandono y el encierro en que lo dejó su dueña.

La casa estaba suspendida en un alboroto constante. Las conversaciones nocturnas se prolongaban sin rigor ni concierto hasta la madrugada, la hora de la comida nunca era antes de las cinco y había hasta cuatro turnos para el desayuno.

Los distintos clubes que se disputaban el liderazgo antirreleccionista en la ciudad tenían, aparte de su vocación maderista, otra única coincidencia: su respeto por la postura independiente y tenaz del grupo de amigos que desde hacía veinte años se reunía en la casa del doctor Cuenca. Tal vez por eso, además de por su audacia y su habilidad conciliadora, fue que Madero eligió a Daniel para trabajar en Puebla los días previos a su visita.

Visto que el muchacho corría peligro andando por las calles, Diego Sauri ofreció su casa para que fueran ahí las reuniones y acuerdos entre los representantes de los distintos clubes partidarios de Madero. Así que desde las siete de la mañana y durante varios días hasta que la luz los alcanzaba dormitando sobre la mesa del comedor, la casa estuvo asediada por toda clase de visitas, iluminada con toda suerte de planes y bendecida por el lujo de cobijar una pasión sin recatos.

– Emilia, ¿es necesario que sobes a Daniel delante de Aquiles Serdán? -le preguntó una tarde Milagros Veytia a su sobrina llevándola a un rincón para no distraer a quienes discutían si era posible tener los partidarios suficientes como para hacer una valla junto a la vía del tren.

– Completamente necesario -le contestó Emilia.

– ¿Por qué? -le preguntó Milagros.

– Porque el hombre contagia una cosa rara.

Algo como triste -dijo Emilia-. Cuando quiero librarme de eso necesito tocar a Daniel.

– ¿Y cada cuánto tiempo necesitas librarte de eso?

– Cada todo el tiempo, tía -aseguró Emilia con una sonrisa alrevesada y fugaz.