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Rivadeneira sabía hasta dónde estaba metida Milagros en el lío antigobiernista. Él había empezado ayudándola y había acabado involucrándose en el asunto, sólo que por ser hacendado y tener fama de juicioso, le tocaba trabajar en la retaguardia. Sin embargo, aquella noche Milagros pensó que sería conveniente pedirle que las acompañara a la cárcel. Un hombre con su prestigio y su automóvil pesaría en el ánimo de los celadores a los que habría que comprar mientras estuviera oscuro.

Milagros había recibido el informe de que a Daniel aún no lo identificaban con el muchacho enérgico que era el brazo y el pie derecho de un prominente colaborador de Madero. Cuando lo aprehendieron repartiendo propaganda, él les habló a los guardias en inglés, dijo no entender palabra de castellano y fingió que además de gringo era tonto. En eso había quedado con Milagros y los miembros de su club antirreleccionista. Si había que buscarlo en la cárcel que lo llamaran Joe Aldredge, porque de tal nombre y tal personaje no saldría aunque le rompieran la cabeza o lo ahogaran.

La penitenciaría ocupaba un lugar enorme rodeado de muros muy altos, con un torreón altanero en cada esquina. Apareció en el centro de la noche como un monstruo que hizo temblar a Emilia.

– ¿Ahí lo tienen? -preguntó.

– Eso espero -dijo Milagros.

– Ahí debe estar -afirmó Rivadeneira con su voz apacible-. ¿Le avisaste a su papá?

– Claro que no -dijo Milagros-. Pobre doctor, ya bastantes líos tiene. Si oye que su hijo está preso viene a buscarlo y en ese instante lo encierran también a él.

– ¿Y nosotros cómo vamos a sacarlo?

. Milagros explicó que algunos celadores aceptaban dinero a cambio de hacerse tontos y dejar libre un preso de poco nombre.

– Están hambreados. Lo sé por un muchacho que trabaja como médico ahí adentro. Hay cuatro que nos ayudan. Uno es jefe en el turno que vigila hoy en la noche. Ése es el que va a entregamos al "gringo". ¿Qué horas son, Rivadeneira? -preguntó Milagros.

– Once y cinco, ya podemos ir tocando -dijo el poeta Rivadeneira. Se vestía como francés fino, con unos trajes cortados en la capital del país por un sastre muy exigente de la calle de Alcalcería. Sus camisas eran de Lévy y Martín, y todas tenían bordadas sus iniciales sobre el pecho con unas letras pequeñas y muy complicadas.

Milagros se burlaba de aquella ropa cada vez que la vida la ponía en condición de permitirle algo más que unas caricias a ese hombre que jamás tuvo en su existencia un sentimiento más intenso y desolado que el de su amor por ella. Esa noche, el poeta estrenaba un sombrero redondo recién adquirido en una tienda del Portal de Mercaderes, famosa desde 1860. Emilia pensó que lucía digno de compasión con toda esa elegancia encima y apretado entre ella y Milagros, a quien nadie se hubiera atrevido a sugerirle que le permitiera hacerse cargo del manubrio. Sin embargo, al bajarse del auto, el atuendo del poeta volvió a quedar sin arrugas y aristocrático. Milagros lo revisó con una sonrisa y no sin razón se dijo que aquella frivolidad ayudaría muchísimo en el trabajo de convencimiento que les esperaba.

Por fortuna, Emilia también estaba vestida como una muñeca de magazine, porque el huipil blanco de Milagros resultaba discutible aunque la hiciera parecer un trozo de luz enrareciendo la noche.

El portón de la cárcel tenía cortada una puertecita por la que entraron de uno en uno. Preguntaron por el guardia que según sabían era el jefe de aquel turno. Ya el médico había hablado con él, y estaba al tanto de lo que se trataba, incluso ya les había puesto precio a sus servicios, pero los hizo esperar un rato para darse la importancia que creía merecer.

Cuando apareció hizo un saludo remilgoso y recibió el sobre que Rivadeneira le entregó, con tal vergüenza y poco hábito, que se puso colorado como la cabeza de un chile. Eligió a Emilia para hacerla cruzar la reja inmensa que cortaba en dos el vestíbulo, e ir tras él hasta el galerón en donde se apretaban los encerrados de aquel día.

Aún no habían encontrado tiempo ni de tomarles los nombres. Los habían echado ahí a esperar la mañana siguiente. O la semana siguiente. Muchos pasaban meses dentro, antes de que su nombre se apuntara en la lista de llegada. Desaparecían y ya. De nada servían sus mujeres todos los días preguntándole por ellos al guardia del portón. Aún no estaban registrados. Tal vez no los registrarían nunca.

Milagros vio a Emilia perderse tras la reja y buscó una banca donde apoyar su cuerpo y sus temores. Si su hermana supiera lo que estaba permitiendo, dejaría de quererla para siempre. Pero ella tenía el alma partida en dos mitades exactas y creyó que si una podía salvar a la otra no sería su voz la que lo impidiera. Rivadeneira se acomodó cerca y la consoló dándole unas palmadas en la mano. Sólo ella podía saber lo que significaban, viniendo de aquel hombre.

Durante unos minutos, Emilia y el guardián caminaron por un pasillo iluminado a medias. Por fin dieron contra la reja que impedía el paso a un cuarto en penumbra. Emilia pegó la cara a los barrotes para hurgar en busca de Daniel.

– Ése es -dijo, señalándolo. Su cabeza castaña se distinguía de las otra veinte, de ojos y piel oscura, que se apretaban en aquel cuarto.

– ¿Dónde agarraron a éste? -preguntó el jefe a los carceleros de turno.

– Pos sabe -contestó uno de ellos-. Ya estaba cuando nosotros llegamos.

– Pobre gringo -dijo Emilia, usando las habilidades histriónicas que aprendió en las tardeadas de los domingos-. Eso le pasa por andar haciendo turismo en las cantinas. No debería yo ni venir a buscarlo, pero tiene mejores ratos. Y si usted supiera lo importante que es en su país, no dudaría en soltarlo. Para mañana, el cónsul americano va a estar quejándose.

– Jálenlo pa' acá -pidió el jefe a los celadores.

No fue necesario. Daniel había descubierto a Emilia y ya se abría paso hasta la reja del galerón. Emilia divisó a unos metros su gesto enfurecido. Se mordía los labios y tenía en los ojos la lumbre de ira que muy pocas veces lo prendía.

– I am very sorry, you should not be here -dijo al acercarse a la mirada bendita de Emilia.

– I am just fine -le contestó ella sintiendo

las lágrimas subir desde su estómago. Empezaba a costarle trabajo la farsa.

– Así que éste es su gringo -dijo el carcelero jefe de turno, un hombre feo, como deben ser los carceleros, tosco y bruto como fue imaginado. Emilia asintió con la cabeza porque había perdido las palabras. Luego levantó la cara y las recuperó para preguntar, con el tono más dulce que jamás salió de su garganta, si sería posible que lo dejaran salir.

– Ándale cabrón, sácate al gringo -le ordenó el jefe al hombre que cuidaba la reja.

Acostumbrado a escuchar instrucciones mezcladas de improperios, el guardia le dio vueltas al llavero regido por la invariable lentitud con que hacía todo. En silencio, con los ojos puestos en la penumbra de aquel chiquero, Emilia esperó sin parpadear.

– ¿Tienes frío? -le preguntó el carcelero pasándole un brazo por la cintura y jalándola hacia su barriga inflada y tiesa.

– Un poco -contestó Emilia.

Hizo un esfuerzo para no perder el aplomo. Luego se quedó muda otra vez porque el hombre le puso una mano en los pechos y se los tentó como si estuviera escogiendo fruta en el mercado.

– Llévatelo ahora, chula -le dijo-, porque mañana ya quién sabe.

– Muchas gracias -contestó Emilia sin alejarse, sin temblar, sin perder la sonrisa de gratitud que se había puesto en la cara.

Después se fue zafando de aquel abrazo sin hacer escándalo, con la suavidad de una reina. Ya libre, se prendió a la mano que Daniel le extendió al cruzar la reja.

– No vayas a pegarle porque nos matan -le dijo usando el inglés que su padre la había obligado a aprender cuando ella estaba segura de que jamás le serviría de nada. Mantuvo la sonrisa todo el camino de regreso entre las celdas. Ni siquiera cuando enfrentó la cara de Milagros, angustiada por primera vez desde que la conocía, se deshizo de aquella expresión beatífica rigiéndole la boca.