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– Hacen más ruido que una revolución -declaró Josefa que estaba regando las plantas del patio. Al pasar junto a ella, Daniel le dio un beso y le avisó que se verían a la hora de la comida. Josefa asintió y dirigiéndose a su hija le preguntó a dónde creía que iba, porque a Santiago, que era un barrio peligroso, con Daniel que no estaba para cuidar a nadie, ni soñarlo.

Emilia iba a rezongar, pero no fue necesario. Como siempre que era precisa, Milagros apareció para ayudarla. Venía engreída de recorrer las calles contemplando su trabajo de la noche y contradijo a Josefa diciendo que no había tal peligro, que ya Diego había dado permiso de que Emilia faltara a sus deberes, y que volverían en un pestañeo. Mientras hablaba empujó a los muchachos hasta la puerta. Ahí se dejó alcanzar por la voz de su hermana que no había tenido tiempo de responder a su palabrerío.

– ¡Milagros! -dijo-. Ya he pestañeado dos veces.

La ciudad, y en particular el barrio de Santiago, donde hablaría Madero dos días después, estaba sitiada por los policías de todo el estado que, aunque tenían órdenes de no llamar la atención sino hasta que Madero se hubiera ido con todo y el grupo de periodistas que lo seguía, no dejaban de trabajar ejerciendo la sospecha en torno de cuanta cosa les parecía rara. Y eran raros Daniel, Emilia y Milagros, tres bien vestidos por el barrio de Santiago, un lugar que acunaba las viviendas de adobe y tierra, la desesperanza y el lodo de familias muy pobres.

Los notaron llegar a la placita que cercaba la iglesia porque una parvada de niños corrió a encontrarlos. Milagros era asidua visitante del lugar. Tanto que los niños todos la rodearon llamándola tía, para sorpresa de Daniel y Emilia. Colgando de su enagua, un niño le preguntó qué había traído. Milagros respondió señalando a sus sobrinos. Una niña vestida a medias, sucia por entero, quiso saber qué más había.

Emilia llevaba la bolsa de pan y Daniel una muy pesada de la que fueron saliendo toda clase de cosas. Milagros se acuclilló para quedar a la altura de sus interlocutores y les fue repartiendo desde caramelos y naranjas hasta medicinas y consejos. Su ahijada la observaba con una mezcla de admiración y horror. Ella no se creía capaz de acercarse a gente tan pobre con la naturalidad con que lo hacía su tía. Quiso pegar de gritos cuando la tocó un niño con el cuerpo lleno de granos, y tuvo que hacer un esfuerzo para no alejarse de ahí, sitiada como estaba por un dolor y un miedo que no había sentido jamás. No era que no hubiese pobres por toda la ciudad, limosneando en los rincones o en los quicios de las iglesias, ni siquiera que Emilia no hubiera aprendido, como todos en su mundo, a convivir con la idea de su existencia sin resentirla, sino que por primera vez al verlos en su refugio, sin los edificios y las calles en los que se les trataba como intrusos, Emilia sintió vergüenza y culpa. Dos sentimientos que nunca había tenido la desdicha de padecer.

Quería salir corriendo de regreso a su casa en el centro luminoso de la ciudad, quería cerrar los ojos y que se le tapara la nariz, quería librarse de aquel paisaje empolvado y chaparro, de las voces, los ruegos y el olor hiriente de aquellos niños, pero Daniel y la tía ni siquiera notaron su desconcierto: se habían puesto a repartir cosas y a conversar como si estuvieran en la sala de su casa, junto a la chimenea.

Sin saber cómo, Emilia había quedado encargada de un costal de pan en cuyo fondo parecía agitarse un montón de volantes iguales a los que Milagros había pegado en la noche por las calles del centro.

– A repartir, a repartir -les decía Daniel a los niños que salían corriendo con pequeños bultos de pan entre los brazos.

Hasta ahí, los policías que vigilaban desde la puerta de la pulquería El Gato Negro, se habían limitado a observar. Pero cuando se acabó el pan y sólo quedó el costal del que salían como palomas los papeles que invitaban al mitin del lunes, los policías se olvidaron de la condescendencia con que habían contemplado lo que al principio les pareció tan sólo un jugueteo caritativo, y salieron de su escondite para ir sobre ellos.

– Deja todo y corre -le dijo Daniel a Emilia que por fin había soltado el cuerpo y estaba platicando con un niño que acariciaba el lujo perfumado de su cabello.

Tendría unos diez años. Al oír a Daniel saltó con la rapidez de una ardilla y le ordenó a la muchacha que lo siguiera. Tras él corrieron hasta una de las tantas casas que Emilia veía idénticas entre sí. Pensaba que de perderse, no encontraría nunca la salida de aquel laberinto. Y eso lo pensaba antes de empezar a recorrer el camino que iba de una casa a otra por entre las ventanas o tras fingidas paredes de petate, sin salir nunca al aire.

Corrían por una serie de madrigueras con pequeños fogones y muy pocos muebles. Los pisos eran siempre de tierra y de los techos a veces colgaban cunas o reatas. Tropezaban lo mismo con niños que con guajolotes, con viejos impávidos que con mujeres trajinando, pero no detuvieron la carrera guiada por el niño hasta que Emilia vio desaparecer a Milagros tras un bulto de leña y sintió que Daniel jalaba la punta de su manga para llevarla hacia la boca de un temazcal.

Entraron arrastrándose por el estrecho agujero que servía de acceso y el niño lo tapó con un petate para cerrar el cuarto redondo en el que no cabían de pie. Emilia no había estado nunca en ese tipo de cuartos de baño, aunque su padre le había explicado que antes de la conquista, los poderosos se encerraban en esa oscuridad tibia para ensimismarse y descansar al mismo tiempo. Justo enfrente del agujero de la entrada había un fogón. Ahí encima ardían las piedras sobre las que se arroja agua con yerbas olorosas para crear un vapor que invade el cuartito de paredes redondas.

– Quítate la ropa -le dijo Daniel, desabotonándose la camisa mientras murmuraba que si abrían y los encontraban vestidos, lo diera por muerto.

Emilia perdió la duda bajo el pánico que le produjeron esas explicaciones. Se quitó todas las faldas y los fondos que podía usar una mujer en ese tiempo. Cuando aún le quedaban sobre el cuerpo el corpiño y los calzones de encaje, Daniel le pidió que se apurara y levantó un balde de agua para mojar las piedras rojas de tan calientes. Un vapor tibio nubló el aire. Emilia iba a decir algo, pero Daniel se puso el dedo en la boca para recomendarle silencio. Afuera se oían los pasos de los policías, sus voces preguntando, el niño respondiéndoles vaguedades.

Emilia se desató la trenza que llevaba enredada en la cabeza y su melena de rizos oscuros le cubrió toda la espalda.

– Busca ahí -le ordenó un hombre al otro.

– Se está bañando mi hermana -dijo el niño. Pero un policía se empeñó en ordenar al otro que buscara dentro.

Con una seña, Emilia le pidió a Daniel que se pegara a la pared. Luego se revolvió el pelo sobre la cara y se arrastró hasta el petate que cubría el hoyo de la entrada. Lo empujó con una mano y asomó la cabeza y medio cuerpo.

Los policías vieron media Emilia desnuda en el centro de la niebla que brotaba del hoyo: los cabellos húmedos y revueltos como una red sobre sus pechos.

Varios perros sarnosos con los dientes de fuera, empezaron a ladrar en las piernas de los policías, haciéndolos huir. El niño cubrió el agujero de luz con el petate y Emilia se arrastró de nuevo hacia el cobijo redondo en que Daniel la esperaba deslumbrado. Cien palabras como agua dejó caer sobre su oído mientras se acostaba sobre su espalda. Emilia sintió su cuerpo contra el del ella, húmedo y firme. Lo recorrió urgida de aprendérselo, temblando, pero libre de temores, segura de que la más omnipotente de las diosas no merecía su envidia.

Afuera, Milagros había salido de su escondite convertida en una menesterosa con anteojos de ciega. Mientras la luz se iba y sus sobrinos volvían en sí, ella buscó acomodo en el suelo y se quedó dormida. Dos horas después interrumpió el silencio tibio del temazcal.