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Durante unos minutos, Rivadeneira caminó en silencio de un lado a otro de la sala, mirando a Josefa hacer el inútil esfuerzo de abandonar el llanto, a Diego hundir los dedos entre su despeinada cabeza para jalarse los pelos, a Emilia morder la uña de su pulgar izquierdo, moviendo los labios en un silencioso repetir algo que él descifró como un insulto impronunciable. Después empezó a hablar en desorden, como se habla en los sueños, como si oyéndose pudiera encontrar una respuesta. Los Sauri no entendían su soliloquio, lo escuchaban como a un loco peinando sus locuras, pero lo escucharon un buen rato con esa paciencia que sólo procura la angustia.

Ninguno de los tres se atrevió a interrumpir aquel discurso tan incoherente y, sin embargo, no menos coherente que cualquiera de los que cada uno de ellos dejaba pasar por su cabeza. Así estuvieron durante un tiempo que pareció brevísimo y eterno. Un tiempo regido por el anhelo común de ver a Milagros entrar en la estancia para solucionarlo todo con su presencia como un conjuro. Luego pasó el silencio entre ellos, largo como una legión de ángeles ociosos.

Sólo entonces Rivadeneira detuvo su desorden, se puso el saco, caminó hacia el espejo que le ofrecía un paragüero alto, se acomodó el pelo y descolgó su sombrero.

– Lo que tengo que hacer es sacarla de donde esté y llevármela de una vez por todas a un mundo que la ensordezca menos que éste -dijo poniéndose el sombrero-. No se lo voy a preguntar. Estoy harto de condescender, harto de que me trate como si no existiera, de que me tome y me deje como si yo fuera la esposa de un general en campaña -sentenció mientras volvía a ir y venir por la sala de los Sauri, enmudeciéndolos con aquella beligerancia que le desconocían.

Josefa lo escudriñaba como si por primera vez pudiese atisbar la índole de aquella relación casi secreta entre su hermana y el único hombre que le había dado la medida a su ambición de libertad.

– Eso haz. Me parece una idea prodigiosa -dijo levantándose de un brinco y pasándose las manos por la cara como si así pudiera cambiar el paisaje de sus sentimientos-. ¿Cómo vas a sacarla?

– Pidiéndosela al infame que la tiene -contestó el poeta, dueño por completo de una firmeza que sin duda poseía desde siempre, aunque no acostumbrara mostrarla-. Espero no tardar demasiado. Gracias por aclararme las cosas.

– ¿Qué te aclaramos? -preguntó Emilia.

– Todo -le contestó Rivadeneira yendo hacia la puerta seguido por Diego Sauri, que se propuso escoltarlo a donde quiera que se le ocurriese ir.

Eran las diez de la noche cuando se presentaron en la casa del gobernador, acompañados por un notario tembloroso, amigo de Rivadeneira. Dos guardias les impidieron la entrada y uno de ellos tocó un silbato. A su llamado acudieron, en menos de un minuto, treinta hombres armados como para repeler un asalto. Rivadeneira se ajustó el saco, esgrimió su tono elegante y pidió ver al gobernador.

Los guardias lo miraron de la frente a los zapatos como si fuera un loco. Dijeron que el gobernador no estaba y que ésas no eran horas para buscarlo. Como si no los hubiera escuchado, Rivadeneira sacó una tarjeta con su nombre y se la dio al que parecía más importante. Al mismo tiempo, con el tono más afable que Diego le conocía a su noble trato, dijo que el asunto era urgente y que esperarían el tiempo que fuera necesario.

Cinco minutos después, un hombre de traje oscuro con chaleco debajo, se presentó como el secretario privado del señor gobernador, y tras consultar ceremonioso la hora exacta en su reloj de leontina, preguntó si se les había tratado bien y le participó a Rivadeneira que para su jefe sería un honor recibirlo. Escoltado por Diego Sauri y el notario, un hombre bajito que parpadeaba nervioso como si en los ojos tuviera un par de colibrís, Rivadeneira subió las escaleras del palacio en que vivía el repartidor de bienes y desgracias en el estado de Puebla.

Caminaron primero por largos corredores iluminados y desiertos. Luego entraron a un gran salón, de ahí a una estancia y de ahí a un cuarto más pequeño y a otro más pequeño. En ese último el secretario les pidió que esperaran unos minutos, y desapareció tras una puerta de cristales.

– ¿Qué vamos a decirle a este demonio? -preguntó Diego Sauri.

– Yo sé lo que hay que decirle -contestó Rivadeneira como si desde siempre hubiera previsto semejante encuentro.

El secretario volvió con la engominada sonrisa que parecía puesta en su boca desde el día de su nacimiento, y con un ademán les pidió que cruzaran la puerta. Una gran sala presidida por el retrato de Benito Juárez se abrió frente a sus ojos. Al fondo, tras un escritorio alrededor del cual podrían comer doce personas, estaba sentado el gobernador.

– Mi estimado señor Rivadeneira -dijo levantándose en cuanto los vio entrar-. Estoy para servirle.

– Deje libre a mi cuñada -dijo Diego Sauri sin más trámite.

– Yo no encarcelo a nadie, ¿señor…? -dijo el gobernador deteniendo sus ojos en Diego Sauri como quien trata de indagar con qué piedra ha tropezado.

– Diego Sauri -dijo el boticario sin dar más explicaciones y sin extender la mano para buscar la de su poderoso interlocutor.

– Mi amigo Diego Sauri -dijo Rivadeneira, está casado con la hermana de Milagros Veytia. Y Milagros Veytia debería estar casada conmigo.

– Para contarme eso viene usted a buscarme.

– Para pedirle que la deje libre, y garantizarle que me haré cargo de ella a partir del momento en que usted me la entregue. Estoy dispuesto a firmárselo ante notario -dijo Rivadeneira con la solemnidad de un emperador.

– Tendría yo que ir contra la ley. Milagros Veytia está presa porque es un peligro viviente.

– No me lo tiene usted que decir a mí. Lo sé de siempre. Pero es también un lujo y los lujos, usted y yo lo sabemos, cuestan caros -dijo Rivadeneira.

– ¿Qué tan caros?

– Todas las tierras amparadas bajo el nombre de la Hacienda de San Miguel. Tres mil hectáreas cruzadas por un río.

– ¿Tanto vale esa leguleya? -preguntó el gobernador, altanero y burlón.

– No le tolero un agravio -dijo Rivadeneira-. Éstos son los títulos de propiedad. Se los firmo en cuanto me entregue a la señora Veytia.

Sin decir una palabra, el gobernador revisó los papeles hoja por hoja, con el gesto glotón de quien imagina, una por una, tres mil hectáreas siempre verdes. Luego rió escandaloso al tiempo en que tocaba un timbre. El secretario apareció en ese instante haciendo una caravana.

– ¿Ya trajeron a la señora Veytia? -preguntó el gobernador-. Nuestro amigo Rivadeneira me ha ofrecido muy buenas y juiciosas razones a favor de su inocencia absoluta.

– Ya está aquí. ¿La hago pasar? -preguntó el secretario.

– Espere -pidió Rivadeneira-. Firmo antes -dijo amarrando el ansia de verla a su voluntad de ocultarle las razones de su libertad. Diego Sauri lo miró firmar, preguntándose a qué Dios debía agradecerle la fortuna de tenerlo como amigo. Nadie firmó jamás con tan clara certeza de que su nombre abría las puertas de un paraíso.

– Debe usted estar loco -dijo el gobernador tomando los papeles y ordenándole con los ojos al secretario que trajera a Milagros Veytia.

– Créame que ha sido un placer -dijo Rivadeneira.

– Será mejor que la encontremos afuera -aconsejó Diego Sauri acercándose a Rivadeneira. Pero para entonces Milagros había cruzado la puerta, y estaba frente a ellos inmutable y altiva; como si no saliera del fondo de una cárcel secreta.

– ¿Qué te pidió este pillo? -le preguntó a Rivadeneira.

– Una descripción de tus cualidades -dijo Rivadeneira tomándola del brazo y caminando hacia la puerta, temiendo que el hombre aquel pudiera arrepentirse de su trato. ¿Ceder a Milagros? ¿Él? Ni aunque le escrituraran el país con todo y sus mares.