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Gibreel Farishta, sin causa aparente, había empezado a tener hemorragias internas, es decir que, sencillamente, se desangraba dentro de su piel. En el peor momento, la sangre empezó a salir por el recto y el pene, y parecía que, de un momento a otro, iba a manar, torrencial, por nariz, ojos y orejas. Siete días estuvo sangrando y recibiendo transfusiones y todos los coagulantes conocidos por la ciencia médica, incluido un raticida concentrado, y, aunque el tratamiento determinó una mejoría marginal, los médicos abandonaron toda esperanza.

Toda la India estaba junto al lecho de Gibreel. Su estado era la noticia más importante en todos los boletines de la radio, tema de avances informativos emitidos cada hora por la red nacional de televisión, y la muchedumbre congregada en Warden Road era tan grande que la policía tuvo que dispersarla con cargas al lathi y gases lacrimógenos que fueron lanzados a pesar de que todos y cada uno del medio millón de afligidos circunstantes ya lloraban y gemían. La Primera Ministra aplazó todos sus compromisos y voló a hacerle una visita. Su hijo, el piloto de aviación, estaba en la habitación de Farishta, sosteniéndole la mano. Un sentimiento de aprensión cundió por toda la nación, porque, si Dios castigaba de este modo a su más célebre encarnación, ¿que reservaría al resto del país? Si Gibreel moría, ¿podría tardar en seguirle el resto de la India? Las mezquitas y los templos de la nación se llenaron de fieles que rezaban no sólo por el actor moribundo, sino por el futuro, por sí mismos.

¿Quién no fue a visitar a Gibreel al hospital? ¿Quién no escribió ni llamó por teléfono, ni mandó flores o exquisitos tiffins caseros? En tanto que muchas amantes, sin el menor recato, le enviaban tarjetas y pasandas de cordero, ¿quién, queriéndole más que ninguna, se mantenía impasible, sin que su marido, el de los cojinetes de bolas, llegara a sospechar? Rekha Merchant recubrió de hierro su corazón y siguió con su vida diaria, jugando con sus hijos, charlando con su marido y recibiendo a sus invitados cuando era necesario, sin revelar en ningún momento la lúgubre desolación de su alma.

Él sanó.

La curación fue tan misteriosa como la enfermedad, y tan repentina. También fue considerada (por el hospital, los periodistas y las amistades) acto divino. Se declaró fiesta nacional en todo el país y se dispararon fuegos artificiales. Pero, cuando Gibreel recobró las fuerzas, se puso de manifiesto que había cambiado, y cambiado de un modo sorprendente, porque había perdido la fe.

El día en que le dieron de alta en el hospital, escoltado por la policía, cruzó por entre la inmensa muchedumbre que se había reunido para celebrar su propia salvación al mismo tiempo que la de él, subió a su Mercedes y dijo al conductor que despistara a todos los vehículos que le seguían, maniobra que llevó siete horas y cincuenta minutos, al final de la cual él ya se había trazado un plan de acción. Gibreel se apeó del coche en el hotel Taj y, sin mirar a derecha ni izquierda, fue directamente al gran comedor, en el que había un bufete que crujía bajo el peso de alimentos prohibidos, de los que él se llenó el plato: salchichas de cerdo de Wiltshire, jamón de York, lonchas de bacon de Sabediosdónde; jamones del descreimiento y manos de cerdo de secularismo; y entonces, de pie en el centro del vestíbulo, delante de unos fotógrafos aparecidos como por arte de magia, Gibreel empezó a comer lo más aprisa posible, metiéndose en la boca con tanto afán los cerdos muertos, que las lonchas de tocino le colgaban de las comisuras de los labios.

Durante la enfermedad, había pasado todos sus minutos de lucidez invocando a Dios, hasta el último segundo de cada minuto. Oh Alá, tu siervo está sangrando, no me abandones ahora, después de haber velado por mí durante tanto tiempo. Oh Alá, hazme una señal, dame una pequeña muestra de tu favor, para que pueda encontrar en mí la fuerza necesaria para curar mis males. Oh Dios bondadoso y misericordioso, acompáñame en ésta mi hora de necesidad, de extrema necesidad. Entonces se le ocurrió que aquello debía de ser un castigo y, durante algún tiempo, este pensamiento le permitió sobrellevar el sufrimiento; pero al fin se sublevó. Basta, Dios, y su muda indignación exigía respuesta. ¿Por qué he de morir, si yo no he matado? ¿Tú eres venganza o eres amor? El furor le ayudó a pasar otro día, pero luego se disipó y en su lugar quedó un terrible vacío, una infinita soledad, al darse cuenta de que hablaba al aire, que allí no había absolutamente nadie, y entonces se sintió más ridículo que nunca en la vida, y empezó a suplicar al vacío, oh Alá, sólo te pido que existas, maldición, sólo que existas. Pero no sentía nada, nada, nada, y un día descubrió que ya no necesitaba sentir algo. Aquel día de metamorfosis, la enfermedad hizo crisis y la curación empezó. Y, para demostrarse a sí mismo la no existencia de Dios, ahora estaba en el comedor del más famoso hotel de la ciudad, dejando que los cerdos le resbalaran por la cara.

Al levantar la mirada del plato, vio a una mujer que le miraba. Su cabello, de tan rubio, era casi blanco y su cutis tenía la tonalidad y el resplandor del hielo de la montaña. Ella se rió de él y le volvió la espalda.

«¿No me entiendes? -gritó él, lanzando fragmentos de salchicha por la boca-. No me ha caído un rayo del cielo. Ésta es la cuestión.»

Ella volvió atrás y se paró delante de él. «Vives -le dijo-. Vuelves a tener la vida ante ti. Ésta es la cuestión.»

Se lo dijo a Rekha: en el mismo instante en que ella dio media vuelta y retrocedió, yo me enamoré. Alleluia Cone, escaladora de montañas, conquistadora del Everest, yahudan rubia, reina del hielo. No pude resistirme a su desafío: cambia tu vida, ¿o crees que te ha sido devuelta para nada?

«Ya estás otra vez con tus bobadas de la reencarnación -bromeó Rekha-. Cabeza de chorlito. Vuelves del hospital desde el mismo umbral de la muerte, y la alegría se te sube a la cabeza, loco, en seguida tienes que hacer una escapada, y allí está ella, a punto, la dama rubia. No creas que no te conozco, Gibbo; ¿qué quieres ahora, que te perdone o qué?»

No es necesario, dijo él. Salió del apartamento de Rekha (su dueña lloraba, de bruces en el suelo) para no volver.

Tres días después de que él, con la boca llena de comida impura, la conociera, Allie subió a un avión y se fue. Tres días fuera del tiempo, detrás de un letrero de «no molesten», pero al fin ambos convinieron en que el mundo era real, que lo que es posible es posible y lo que no, imposible; encuentro fugaz, barcos que se cruzan, amor en una sala de espera de pasajeros en tránsito. Cuando ella se fue, Gibreel descansó, trató de cerrar los oídos a su desafío y decidió volver a su vida normal. La sola circunstancia de haber perdido la fe no significaba que no hubiera de poder hacer su trabajo y, a pesar del escándalo de las fotos de la comida del jamón, el primer escándalo que se asoció a su nombre, firmó contratos de películas y volvió al trabajo.

Hasta que, una mañana, una silla de ruedas se quedó vacía y él ya no estaba. Un pasajero con barba, un tal Ismail Najmuddin, embarcó en el vuelo AI-420 con destino a Londres. El 747 había sido bautizado con el nombre de uno de los jardines del Paraíso, no Gulistan, sino Bostan. «Para volver a nacer -diría mucho después Gibreel Farishta a Saladin Chamcha- antes hay que morir. Yo expiré sólo a medias, pero en dos ocasiones, en el hospital y en el avión; por lo tanto, suma, cuenta. Y ahora, compa, amigo mío, aquí me tienes en el mismo Londres, Vilayet, regenerado, un hombre nuevo con una vida nueva. Cándido, ¿no es de puta fábula?

¿Por qué se marchó Gibreel?

Por ella, por su desafío, por la novedad, por la fiereza de su conjunción, por el inexorable de un imposible que reivindica su derecho a ser.