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Para Gibreel no hubo ni manguera ni amonestación. Rosa profirió unos reproches simbólicos, se tapó la nariz mientras examinaba al caído y sulfuroso Saladin (que todavía no se había quitado el sombrero hongo) y luego, con un acceso de timidez que recibió con nostálgico asombro, tartamudeó una invitación, vvale mmás que traiga a su ammmigo a la cccasa, que hace ffrío, y echó a andar sobre los guijarros, para poner agua a calentar, agradeciendo al cortante aire invernal que le enrojecía las mejillas, que le disimulara el sonrojo.

* * *

De joven, Saladin Chamcha tenía una cara de excepcional inocencia, una cara que no parecía haber encontrado el desengaño ni la maldad, con una piel tan suave y delicada como la palma de la mano de una princesa. Le había sido útil en sus tratos con las mujeres y, en realidad, fue una de las primeras razones que Pamela Lovelace, su futura esposa, adujo por haberse enamorado de él. «Tan redonda y angelical -se admiraba tomándola entre las manos-. Como una pelota de goma.»

Él se ofendió. «Tengo huesos -protestó-. Estructura ósea.»

«Sí, por ahí dentro estará -concedió ella-. Todos la tenemos.»

Después de aquello, durante un tiempo, él no podía librarse de la idea de que tenía aspecto de medusa amorfa, y fue en buena medida para contrarrestar esta sensación por lo que decidió desarrollar aquella actitud estirada y altiva que ahora era como una segunda naturaleza. Por lo tanto, fue cuestión de cierta importancia cuando, al levantarse de un largo letargo, agitado por una serie de sueños intolerables entre los que destacaba la figura de Zeeny Vakil transformada en sirena que le cantaba desde un iceberg en tono de angustiosa dulzura, lamentando no poder reunirse con él en tierra firme, llamándole, llamándole; pero cuando él se acercó, ella lo encerró rápidamente en las entrañas de su montaña de hielo y su dulce canto se trocó en himno de triunfo y venganza… fue, como digo, algo serio cuando Saladin Chamcha, al despertar y mirarse a un espejo con marco de laca «Japonaiserie» azul y oro, vio reflejada en él la antigua cara angelical con un par de bultos en las sienes, alarmantes y descoloridos, señal de que, durante sus recientes aventuras, debía de haber recibido dos fuertes golpes. Mientras miraba en el espejo su cara alterada, Chamcha trataba de recordarse de sí mismo. Yo soy un hombre de verdad, dijo al espejo, con una historia de verdad y un futuro bien trazado. Soy un hombre para el que ciertas cosas tienen importancia: el rigor, la autodisciplina, la razón, la búsqueda de lo noble sin recurso a la vieja muleta de Dios. El ideal de la belleza, la posibilidad de la exaltación del pensamiento. Yo soy: un hombre casado. Pero, a pesar de su letanía, perversos pensamientos le visitaban con insistencia. Por ejemplo, el de que el mundo no existía más allá de aquella playa de allá fuera y, ahora, de esta casa. De que, si no tenía cuidado, si se precipitaba, caería por el borde, a las nubes. Todas las cosas tenían que hacerse. O que: si llamaba a su casa, ahora mismo, como era su obligación, si informaba a su amante esposa de que no estaba muerto, de que no había sido desmenuzado en el aire sino que estaba aquí, en tierra firme, si hacía este acto eminentemente sensato, la persona que contestara al teléfono no reconocería su nombre. O, en tercer lugar: que el ruido de pasos que sonaba en sus oídos, unos pasos lejanos pero que se acercaban, no era una resonancia temporal causada por la caída sino el sonido de una catástrofe inminente que se acercaba letra a letra, eleoene deerreeese, Londres. Aquí estoy, en la casa de la abuela. La de ojos, manos, dientes grandes.

Había un teléfono supletorio en su mesita de noche. Venga ya, se exhortó él. Descuelga, marca y tu equilibrio será restablecido. Estas letanías de pusilánime no son propias ni dignas de ti. Piensa en su dolor; llámala ya.

Era de noche. Él no sabía la hora. En la habitación no había reloj y el suyo de pulsera había desaparecido durante los últimos acontecimientos. ¿Debía, no debía? Marcó las nueve cifras. A la cuarta llamada, le contestó una voz de hombre. «¿Qué puñeta?» Soñolienta, inidentificable, familiar. «Perdón -dijo Saladin Chamcha-. Disculpe, me equivoqué de número.»

Se quedó mirando fijamente el teléfono mientras recordaba una comedia que había visto en Bombay, basada en un original inglés, una obra de, de, no daba con el nombre. ¿Tennyson? No, no. ¿Somerset Maugham? «A hacer puñetas.» En el original, ahora de autor anónimo, un hombre al que se creía muerto, regresa, al cabo de muchos años de ausencia, como un fantasma viviente, a su mundo anterior. Visita la que fuera su casa, por la noche, subrepticiamente, y mira por una ventana abierta. Descubre que su esposa, que se creía viuda, ha vuelto a casarse. En el alféizar ve el juguete de un niño. Se queda un rato allí de pie, en la oscuridad, luchando con sus sentimientos; luego coge el juguete del alféizar; y se marcha para siempre, sin hacer notar su presencia. En la versión india, el argumento había sido modificado un poco. La esposa se había casado con el mejor amigo de su marido. El marido regresa y entra en la casa, sin esperar nada. Al encontrar a su esposa y a su viejo amigo sentados juntos, no sospecha que se hayan casado. Da las gracias a su amigo por consolar a su esposa; pero él ya ha vuelto a casa y todo está bien. El matrimonio no sabe cómo decirle la verdad; al fin, es una criada la que lo descubre. El marido, cuya larga ausencia se debió a un ataque de amnesia, al oír la noticia, les anuncia que, seguramente, él también debe de haber vuelto a casarse durante su larga ausencia del hogar; desgraciadamente, sin embargo, ahora que ha recobrado el recuerdo de su vida anterior, ha olvidado lo ocurrido durante los años de su desaparición. Va a la policía, a pedir que busque a su nueva esposa, a pesar de que no puede recordar nada de ella, ni sus ojos ni el mero hecho de su existencia. Caía el telón.

Saladin Chamcha, solo, en un dormitorio desconocido, con un pijama extraño a rayas rojas y blancas, lloraba boca abajo en una cama estrecha. «Malditos sean todos los indios», gritaba ahogando la voz con la ropa de la cama golpeando con los puños unas fundas de almohada de puntillas compradas en Harrods de Buenos Aires, con tanto furor que la tela de cincuenta años quedó hecha trizas. «Qué puñeta. Pero qué ordinariez, qué puta, puta falta de delicadeza. Qué puñeta. Ese cochino, esos cochinos, qué falta de cochino gusto.»

Fue en aquel momento cuando llegó la policía que venía a arrestarle.

* * *

La noche después de recogerlos a los dos en la playa, Rosa Diamond estaba otra vez en la ventana nocturna de su insomnio de anciana, contemplando el mar de novecientos años. El que olía había estado durmiendo desde que lo acostaron rodeado de botellas de agua caliente, lo mejor que se podía hacer por él, a ver si recobraba la fuerza. Los había puesto a los dos en el piso de arriba, a Chamcha, en la habitación de los invitados, y a Gibreel, en el estudio de su difunto marido, y mientras contemplaba la inmensa y reluciente llanura del mar, podía oírle moverse allá arriba, entre los grabados ornitológicos y los silbatos de reclamo del difunto Henry Diamond, las bolas y el látigo y las fotografías aéreas de la estancia de Los Álamos, allá lejos, hacía ya tanto tiempo, pisadas de hombre en aquella habitación, qué tranquilidad. Farishta paseaba arriba y abajo, rehuyendo el sueño por sus propios motivos. Y, debajo de sus pisadas, Rosa miraba al techo y le llamaba en susurros con un nombre no pronunciado en mucho tiempo. Martín, decía. Y, de apellido, el nombre de la serpiente más venenosa de su país. La víbora de la Cruz.