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Gibreel Farishta estaba sentado al otro lado del pasillo, mirando por la ventanilla. Empezaba la película y se bajaban las luces. La mujer del niño seguía de pie, arriba y abajo, quizá para que el chiquitín no llorase. «¿Y cómo le fue?», preguntó Chamcha, comprendiendo que tenía que decir algo.

Su vecino titubeó. «Me parece que el sistema de sonido se averió -dijo al fin-. Es lo que yo pienso, o ¿por qué habían de ponerse esas buenas gentes a hablar entre sí, de no creer que yo había terminado?»

Chamcha se sintió un poco avergonzado. Él pensaba que, en un país de fervorosos creyentes, la idea de que la ciencia era la enemiga de Dios tenía que ejercer una fácil atracción; pero el aburrimiento de los rotarios de Cochin le demostraba que estaba equivocado. A la luz parpadeante de la película, Dumsday, con su voz de buey inocente, siguió poniéndose en evidencia, completamente ajeno a lo que hacía. Al término de un paseo por el magnífico puerto natural de Cochin, al que Vasco da Gama llegó en busca de especias, con lo que puso en marcha toda esa ambigua historia del Este y el Oeste, Mr. Dumsday fue abordado por un mocoso con pssts y hey-mister-okays. «¡Eh, usted, yes! ¿Quiere hachís, sahib? Eh, misteramérica, Yes, unclesam, ¿quiere opio, calidad insuperable, del más caro? Okay, ¿quiere cocaína?

Saladin empezó a reír por lo bajo, sin poder contenerse. Aquello debía de ser la venganza de Darwin: si Dumsday consideraba al pobre Charles, tan pacato y Victoriano él, responsable de la cultura americana de la droga, qué ironía que él fuera visto en todo el globo como representante de la misma ética contra la que tan denodadamente batallaba. Dumsday le miró con dolorido reproche. Duro sino el del americano en el extranjero que no sospecha por qué suscita tanta hostilidad.

Después de que aquella risita involuntaria escapara de labios de Saladin, Dumsday se sumió en un sopor, taciturno y ofendido, dejando a Chamcha con sus propios pensamientos. ¿Debía considerarse la película de a bordo como una mutación de la forma especialmente vil y casual, que al fin sería extinguida por la selección natural, o representaba el futuro del cine? Un futuro de películas de estrambóticas peripecias eternamente protagonizadas por Shelley Long y Chevy Chase era insoportable, una visión del infierno… Chamcha empezaba a cerrar los ojos otra vez cuando se encendieron las luces, la película se detuvo y la ilusión del cine fue sustituida por la de estar contemplando el telediario cuando cuatro figuras armadas empezaron a correr por los pasillos.

* * *

Los pasajeros fueron retenidos en el avión secuestrado durante ciento once días, encallados en una pista inundada de una luz trémula y rutilante, en torno a la cual se estrellaban las grandes olas de arena del desierto, porque uno de los cuatro secuestradores, tres hombres y una mujer, había obligado al piloto a aterrizar y nadie podía decidir qué había que hacer con ellos. No habían aterrizado en un aeropuerto internacional, sino en una pista para jumbos, capricho extravagante del jeque local, construida en su oasis favorito, al que ahora conducía también una autopista de seis carriles muy popular entre hombres y mujeres solteros, que paseaban por su ancha vastedad en coches lentos, mirándose por las ventanillas con ojos hambrientos…, pero una vez hubo aterrizado el 420, la autopista se llenó de vehículos acorazados, camiones y grandes coches negros con banderas. Y mientras los diplomáticos discutían lo que debía hacerse con el avión, si asaltar o no asaltar, mientras trataban de decidir entre transigir o mantenerse firmes a expensas de vidas ajenas, una gran quietud envolvió el avión y no tardaron en empezar los espejismos. Al principio había acción a un ritmo constante, mientras el cuarteto secuestrador se mostraba electrizado, frenético, ansioso de apretar el gatillo. Son los peores momentos, pensó Chamcha, mientras los niños gritaban y el miedo se extendía como una mancha; ahora es cuando todos podríamos saltar por los aires. Luego, la situación quedó controlada: eran tres hombres y una mujer, todos altos, ninguno enmascarado, todos guapos; ellos también eran actores, ahora eran estrellas, estrellas fugaces, y tenían nombres artísticos. Dara Singh Buta Singh Man Singh. La mujer era Tavleen. La mujer del sueño era anónima, como si la imaginación del sueño de Chamcha no tuviera tiempo para seudónimos; pero, al igual que ella, Tavleen hablaba con acento canadiense, meloso, con esas oes delatoras redondas. Cuando el avión hubo aterrizado en el oasis de Al-Zamzam los pasajeros, que observaban a sus captores con la atención obsesiva con que una mangosta pasmada mira a una cobra, comprendieron que en la belleza de los tres hombres había un algo narcisista, un romántico amor al peligro y a la muerte que les hacía aparecer con frecuencia en las puertas del avión, mostrando el cuerpo a los francotiradores profesionales que debían de estar apostados entre las palmeras del oasis. La mujer se abstenía de esta frivolidad y parecía hacer un esfuerzo para no reprender a sus colegas. Ella parecía ajena a su propia belleza, lo que la hacía la más peligrosa de los cuatro. Saladin tenía la impresión de que los chicos eran muy delicados, muy pagados de sí mismos, para estar dispuestos a mancharse las manos de sangre. Les costaría trabajo matar; ellos hacían esto para salir por televisión. Pero Tavleen estaba allí trabajando. Él no apartaba la mirada de ella. Los chicos no saben, pensó. Ellos quieren comportarse como los secuestradores del cine y de la televisión; en realidad, están imitando una imagen tosca de sí mismos, son gusanos que devoran su propia cola. Pero ella, la mujer, sabe… Mientras Dara, Buta y Man Singh se pavoneaban y hacían cabriolas, ella se quedó quieta, volvió la mirada hacia el interior, e hizo que los pasajeros se quedaran tiesos de miedo.

¿Qué querían? Nada nuevo. Una patria independiente, libertad religiosa, libertad de presos políticos, justicia, rescate y salvoconducto al país que ellos eligieran. Muchos de los pasajeros llegaron a simpatizar con ellos, a pesar de que se encontraban bajo constante amenaza de ejecución. Si vives en el siglo veinte, no te cuesta trabajo verte retratado en quienes, más desesperados que tú, tratan de modelarlo a su voluntad.

Después de aterrizar, los secuestradores liberaron a todos los pasajeros menos a cincuenta, que consideraban era el número máximo que podían vigilar cómodamente. Las mujeres, los niños y los sikhs pudieron marchar. Resultó que Saladin era el único miembro de la compañía Prospero Players que no recuperó la libertad; pero sucumbió a la lógica perversa de la situación y, en lugar de sentirse afligido por verse prisionero, se alegraba de perder de vista a sus mal educados colegas; a paseo la chusma, pensó.

Eugene Dumsday, el científico creacionista, se sintió incapaz de aceptar la idea de que los secuestradores no fueran a liberarlo a él. Se puso en pie, oscilando a su gran altura como un rascacielos en un huracán, y empezó a gritar incoherencias histéricamente. Un hilo de saliva le caía por las comisuras de los labios y él la lamía con lengua febril. Bueno, un momento, canallas, ya está bien, ya está bien, peroqué, peroaquién se le ocurre, etcétera; preso en su pesadilla de vigilia, siguió babeando y babeando hasta que uno de los cuatro, evidentemente la mujer, se le acercó y le partió la mandíbula con la culata del rifle. Y, lo que es peor, el baboso Dumsday en aquel momento se lamía los labios cuando se le cerraron violentamente los maxilares, cercenándole la lengua, que fue a parar al pantalón de Saladin Chamcha, seguida rápidamente de su antiguo propietario. Eugene Dumsday cayó deslenguado e inconsciente en brazos del actor.

Eugene Dumsday consiguió la libertad a trueque de perder la lengua; el persuasor consiguió persuadir a sus captores entregando su instrumento de persuasión. Ellos no estaban para cuidar a un herido, con riesgo de gangrena, etcétera, por lo que él siguió al éxodo del avión. En aquellas primeras horas de revuelo, Saladin Chamcha no hacía más que pensar en cuestiones de detalle, si son rifles automáticos o metralletas, cómo subieron todo ese material a bordo, en qué partes del cuerpo se puede recibir una bala sin morirse, qué asustados deben de estar esos cuatro, qué conscientes de su propia muerte… Una vez se marchó Dumsday, esperaba quedarse solo, pero en la butaca que había dejado el creacionista se sentó un hombre diciendo: con permiso, yaar, pero en estas circunstancias uno necesita compañía. Era la estrella de cine, Gibreel.