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En el taxi, Gibreel pinchaba a Chamcha, que no le había informado de su destino. «Algún rincón francés, ¿eh? O japonés, seguro, con peces crudos o pulpos. Ay, Dios, ¿por qué me fío de tus gustos?»

Llegaron al Shaandaar Café.

* * *

Jumpy no estaba.

Por lo visto, Mishal Sufyan no se había reconciliado con su madre; Mishal y Hanif estaban ausentes, y ni Anahita ni su madre dedicaron a Chamcha un saludo que pudiera considerarse cálido. Sólo Haji Sufyan se mostró afable: «Pase, pase, siéntese, tiene muy buen aspecto.» El café estaba extrañamente vacío, y ni la presencia de Gibreel causó gran revuelo. Chamcha tardó unos segundos en darse cuenta de lo que ocurría; lo advirtió al reparar en el cuarteto de jóvenes blancos que ocupaban una mesa del rincón y que buscaban camorra.

El camarero bengalí (al que Hind había tenido que contratar después de la marcha de su hija mayor) que se acercó a tomar nota -berenjenas, sikh kababs, arroz- lanzaba torvas miradas al problemático cuarteto que, al parecer, estaban muy bebidos. Amin, el camarero, estaba tan furioso con Sufyan como con los borrachos. «No debió dejarles entrar -murmuró dirigiéndose a Chamcha y Gibreel-. Ahora yo tengo que servirles. Claro, como que él no está en primera línea.»

Los borrachos fueron servidos al mismo tiempo que Chamcha y Gibreel. Cuando empezaron a quejarse de la comida, el ambiente se cargó más aún. Finalmente, se levantaron. «Nosotros no comemos esta mierda, guarras -gritó el cabecilla, un tipo escuchimizado de pelo pajizo y cara blanca, chupada y con granos-. Esto es mierda. Os jodéis, guarras.» Sus tres compañeros salieron del café riendo y soltando palabrotas. El jefe no se decidía a marchar. «¿Disfrutáis de la comida? -gritó a Chamcha y Gibreel-. Es una puta mierda. ¿Eso es lo que coméis en vuestra tierra? Guarras.» Gibreel tenía una expresión que decía, alto y claro: de manera que en esto se han convertido los ingleses, esa gran nación de conquistadores. No contestó. El enano cara de rata se acercó: «Os he hecho una pregunta. O sea: ¿disfrutáis de vuestra puta mierda de cena?» Y Saladin Chamcha, quizá porque le molestaba que Gibreel no hubiera tenido que verse cara a cara con el hombre al que por muy poco no había matado -y, además, por la espalda, a lo cobarde-, respondió, casi maquinalmente: «Disfrutaríamos de no ser por usted.» Cara de rata, tambaleándose, asimiló la información, y entonces hizo algo sorprendente. Aspiró profundamente e irguió su metro sesenta de estatura; después se inclinó y escupió, violenta y copiosamente, sobre la comida.

«Baba, si eso está entre tus diez mejores -dijo Gibreel en el taxi de regreso-, no me lleves a los sitios que te gustan menos.»

«Minnamin, Gut mag alkan, Pern dirstan -respondió Chamcha-. Quiere decir: "Mi vida, Dios te da el hambre y el diablo la sed", Nabokov.»

«Ya está otra vez -se lamentó Gibreel-. ¿Y qué condenada lengua es ésa?»

«Una lengua inventada por el autor. Eso se lo dice al pequeño Kinbote su niñera, que es de Zembla. En Fuego pálido.'»

«Perndirstan -repitió Farishta-. Suena a nombre de país, o, quizá, de infierno. En fin, me rindo. ¿Cómo se puede leer a un hombre que escribe en una lengua inventada por él?»

Estaban llegando al piso de Allie en Brickhall Fields. «El comediógrafo Strindberg -dijo Chamcha abstraído, como sumido en profundos pensamientos-, después de dos matrimonios desgraciados, se casó con una famosa y encantadora actriz de veinte años llamada Harriet Bosse. Estaba deliciosa en el papel de "Puck" en El sueño. Además, él le escribió una obra: el papel de "Eleanora" en Pascua. Un "ángel de paz". Los jóvenes se volvían locos por ella, y Strindberg, bueno, se puso tan celoso que estuvo a punto de perder la razón. Quería tenerla encerrada en casa, donde los hombres no pudieran verla. Ella quería viajar y él le llevaba libros de viajes. Era como la vieja canción de Cliff Richard: Gonna lock her up in a trunk / so no big hunk / can steal her away from me (La encerraré en un baúl / para que no me la robe un pedazo de bruto).»

Farishta movió afirmativamente su espesa cabeza. Había caído en una especie de ensueño. «¿Y qué pasó?», preguntó cuando llegaban a su destino. «Ella lo dejó -respondió Chamcha inocentemente-. Dijo que no podía identificarlo con la raza humana.»

* * *

Alleluia Cone, al salir del Metro, camino de su casa, iba leyendo la carta que su madre le había enviado desde Stanford, Calif., y que rezumaba una felicidad delirante. «Si alguien te dice que la felicidad es inalcanzable -escribía Alicja con una caligrafía grande, retorcida, inclinada hacia atrás y zurda-, envíamelo y yo le explicaré. Yo la encontré dos veces, una con tu padre, como tú sabes, y otra con este hombre bueno y ancho que tiene la cara del color de las naranjas que aquí crecen por todas partes. Paz y sosiego, Allie. Es mucho mejor que la pasión. Pruébalo, te gustará.» Al levantar la mirada, Allie vio el fantasma de Maurice Wilson sentado en la copa de una gran haya con su habitual indumentaria de lana -boina escocesa, jersey de rombos y pantalón de golf-, demasiado abrigado para aquel calor. «Ahora no tengo tiempo para ti», le dijo ella, y él se encogió de hombros. Puedo esperar. Volvían a dolerle los pies. Ella apretó los dientes y siguió andando.

Saladin Chamcha, escondido bajo la misma haya desde la que el fantasma de Maurice Wilson seguía el doloroso caminar de Allie, vio a Gibreel Farishta salir violentamente del edificio de pisos en el que esperaba con impaciencia el regreso de Allie; vio que tenía los ojos enrojecidos y estaba furioso. Los demonios de los celos estaban posados en sus hombros y él gritaba la vieja canción, dóndediablos sepuedesaber nocreasquemeladas quétehascreído perraperraperra. Al parecer, a falta de Jumpy, Strindberg había surtido efecto.

El observador de la copa del árbol se esfumó; el otro, moviendo la cabeza con satisfacción, se alejó por una avenida sombreada por frondosos árboles.

* * *

Las llamadas telefónicas que entonces empezaron a recibir, tanto Allie como Gibreel, primeramente en el piso de Londres y, después, en una remota dirección de Dumfries and Galloway, no eran muy frecuentes; pero tampoco puede decirse que fueran infrecuentes. No eran tantas voces como para no resultar plausibles; pero sí las suficientes. No eran llamadas breves, como las que hacen los del jadeo y otros parásitos de la red telefónica, pero, por otra parte, nunca duraban lo suficiente para que la policía, que estaba a la escucha, pudiera localizar la llamada. Tampoco duró mucho todo el desagradable episodio: un total de tres semanas y media, al cabo de las cuales los comunciantes abandonaron definitivamente; pero hay que señalar que duró exactamente el tiempo necesario, es decir, hasta que Gibreel Farishta hizo a Allie Cone lo mismo que anteriormente hiciera a Saladin; a saber: Lo Imperdonable. Hay que señalar que nadie, ni Allie, ni Gibreel, ni siquiera los escuchas profesionales que ellos introdujeron, sospecharon ni un momento que las llamadas fueran obra de un solo hombre; pero para Saladin Chamcha, en tiempos conocido (aunque sólo en los medios especializados) como el Hombre de las Mil Voces, esta simulación fue cosa fácil, sin esfuerzo y sin riesgo. En total, tuvo que seleccionar (de sus mil y una voces) no más de treinta y nueve.

Cuando contestaba Allie, oía voces de hombre que le murmuraban al oído secretos íntimos, voces de desconocidos que parecían conocer los más recónditos detalles de su cuerpo, seres sin rostro que demostraban conocer por experiencia sus preferencias entre la miríada de formas del amor; y, una vez empezaron los intentos de localizar las llamadas, se agravó la humillación, porque ahora Allie ya no podía colgar simplemente, sino que tenía que seguir escuchando, con la cara ardiendo y la espalda helada, procurando (sin conseguirlo) prolongar las llamadas.