El día siguiente y el otro fueron calcados del anterior, con escasos movimientos de los once únicos clientes que aquel local parecía tener, y de los cuáles enervaba más a Ígur su pasividad que la fatal certidumbre, de la que comenzaba a dudar, de que uno de ellos se manifestaría como su enemigo mortal. Entre tanta hora vacía había tenido tiempo de entablar una cierta amistad con el encargado del bar, y de escuchar sus historias de cuitas de un pasado reciente en el que la costa de la Oybiria era próspera y activa, y las aventuras de los héroes locales.
El quinto día en el bar de Horapolus, y ancorado desde primera hora de la mañana en su mesa habitual, la concurrencia falló a primera hora, pero a lo largo de la jornada aumentó poco a poco hasta quedar al completo a media tarde.
– Si continúa sin aparecer -le dijo a Ígur el camarero-, por lo menos esta tarde podréis hablar con el dueño -miró el reloj-; acostumbra a llegar hacia las ocho. Quizá él os pueda dar más razón de Vendramín.
Ígur repasó una vez más al payaso, al viejo y al borracho, que se habían hecho íntimos, a los tres individuos de mediana edad y a los tres salvajes, ese día escandalosos como nunca; a las nueve de la tarde aún no había aparecido el dueño, e Ígur ya no podía más.
Por fin, a las nueve y media, entró un hombre de unos treinta años y se fue directamente detrás de la barra; el camarero le hizo una seña a Ígur, que se acercó al instante.
– ¿El señor Horapolus? -preguntó.
– Yo mismo -dijo, mirando con respeto receloso las insignias de Caballero de Capilla.
– Estoy aquí para ver al transportista Vendramín, y me han dicho que tiene este local como terminal.
– Así es. Caballero. Acabo de verle y viene hacia aquí -hizo un gesto de desdén-, pero dudo que os resulte de mucha utilidad hablar con él tal como va -justo al acabar de decirlo, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y corpulento como un oso, andando a trompicones y exhibiendo un equilibrio más que precario; Horapolus se volvió de espaldas-. Ahí lo tenéis -dijo indiferente.
En aquel instante, los tres jóvenes bárbaros y los tres supuestos pequeños funcionarios se pusieron en pie de un salto, y los más cercanos avanzaron rápidamente hacia el recién llegado. Ígur sacó la pistola láser en una décima de segundo y le apuntó.
– ¡Quietos! ¡Al que se mueva lo dejo seco! -Todos se quedaron clavados; Ígur dio un repaso a la concurrencia con la mirada y con el arma-. ¡Eso va por todos! -Horapolus se había quedado petrificado con una cara de pánico definitiva, y Vendramín se desplomó sobre el mobiliario-. ¡Tú, ayúdame! -ordenó Ígur al camarero, y entre los dos recogieron al transportista-. Lo llevaremos arriba -dijo Ígur en voz baja, y mientras iban hacia la escalera con la pesada carga se dirigió a los demás sin dejar de apuntarles-. ¡Vosotros, seguid así hasta que os pierda de vista! -Echaron a Vendramín en la cama de la primera habitación libre-; de acuerdo -le dijo al encargado-, ya te puedes ir.
– Si me permitís, señor, creo que este hombre no está en condiciones de nada, y lo mejor que podéis hacer es meterlo en la cama hasta mañana. -Ígur miró a aquel animal de boca abierta y ojos en blanco, todo él grasa y sudor apestando a alcohol-. Si queréis, ya me ocupo yo -se ofreció el camarero, e Ígur dio su visto bueno, y bajó al bar.
– Muy bien -dijo a la concurrencia-, podéis continuar con lo que hacíais. -Miró con dureza a los que se habían levantado; como ninguno de ellos hizo ningún gesto especial, Ígur creyó que tampoco existía un motivo concluyente para creer que uno u otro fuera Meneci o formara parte de una conjura; se dirigió a Horapolus, que no se había movido del sitio-: ¿Tenéis un despacho donde hablar con tranquilidad?
– Claro, Caballero -dijo el propietario con un hilo de voz, y lo condujo por detrás de la barra hasta una habitación posterior; allí se puso a su disposición-: vos diréis.
– Necesito saber todo lo que me podáis decir de los clientes que ahora mismo hay en el bar; vuestro hombre de confianza ya me ha contado algunas cosas, pero no puedo pasar por alto ningún detalle.
Horapolus esbozó un gesto de escepticismo.
– No creo que Nonus os haya podido decir gran cosa, es tan sólo un suplente temporal.
Ígur tuvo un sobresalto.
– ¿Un suplente? ¿Desde hace cuánto?
– No sé, el socio encargado se puso enfermo de repente hace cosa de quince días, y nada más poner el anuncio vino éste…
– ¡Meneci! -exclamó Ígur, y salió de la habitación como un poseso.
Saltó la barra del bar y subió las escaleras de cuatro en cuatro, abrió la puerta de la habitación de una patada y se encontró con que el falso encargado tenía a Vendramín contra la pared, con una mano retorciéndole el brazo y con la otra estrujándole la congestionada cara como la garra de un halcón; el transportista farfullaba tembloroso, y al aparecer Ígur, el otro lo dejó caer como un saco de patatas y sacó de no se sabe dónde una espada de Caballero.
– Ni un paso más -dijo en un tono que no guardaba la menor similitud con el servilismo del camarero, apuntando a Vendramín.
Ígur sacó su espada.
– Fidai Meneci, imagino -dijo.
– Fidai Neblí, os felicito por vuestra diligencia. No os esperaba tan pronto. Ahora excusadme, pero este trozo de carne o será mío o no será de nadie.
Puso la punta de la espada en la sien de Vendramín, que respiraba con dificultad.
– Caballero Meneci -dijo Ígur lentamente-, si desollar ahorcados, hacer camas y servir infusiones no os ha hecho olvidar las leyes de la Capilla, podríamos arreglar este asunto como lo que se supone que somos.
– ¿Y perder una ventaja? De ninguna manera, Caballero, ¿me tomáis por imbécil?
Ígur dio un paso adelante y puso la punta de la espada entre los ojos de Vendramín.
– ¿A qué ventaja os referís, Caballero? -Se miraron con ferocidad-. ¿Queréis que juguemos a contar hasta diez?
Meneci se rió y apartó el arma.
– Vos ganáis, Caballero. -Lo miró con ironía-. Como supongo que no querréis ofrecer otro vodevil a la clientela, si os parece subiremos al terrado, allí hay bastante espacio para que os haga pedazos.
– ¿Y dejar solo aquí a este hombre? De ninguna manera, Caballero, ¡yo qué sé los cómplices que tenéis abajo! -El otro no hizo ningún gesto-. A Vendramín nos lo llevaremos y lo dejaremos donde no se pueda despeñar -sonrió-; ya tenemos práctica en esa clase de colaboraciones.
Meneci envainó y se inclinó con condescendencia burlona, volvieron a agarrar a Vendramín medio inconsciente por el pescuezo y se lo llevaron escaleras arriba hasta el terrado; allí lo sentaron contra unos depósitos, en un ángulo para que no rodara.
– Cuando queráis. Caballero -dijo Meneci, y se saludaron.
La noche estaba recién cerrada, y la luna, acabada su plenitud, emergía de la Isla de Lauriayan camino del menguante, poniendo un color de aliento putrefacto en las miradas de los adversarios. Los cinco días pasados en el bar de Horapolus habían cargado a Ígur de un ansia irreprimible, pero Meneci había esperado tres veces más tiempo, así es que ninguno de los dos creía en la posibilidad de perder, y se lanzaron el uno contra el otro perfilados en primera tan sólo después de dos o tres fintas de estudio preliminar, especialmente rabiosos, además, uno porque el otro le había tomado el pelo, otro porque tenía que redimir que le pudieran reprochar el haber hecho de criado de otro Caballero. La primera estocada de punta de Ígur la redujo Meneci en tercera, y respondió con un revés potentísimo que Ígur atajó con un doble retroceso. De retorno a la postura inicial, en cuerpo bajado se miraron un instante a los ojos en quietud; Meneci ofrecía el arma recta, e Ígur ocupando la línea del diámetro, puso encima la suya, sujetándola con seis grados sobre tres en atajo real, y saliendo así de dentro y sin desunirse pasó al medio proporcional y, consintiéndoselo Meneci por no esperarlo sin otra transición y ofreciéndole punto suficiente para introducir el arma, lo sometió con el movimiento mixto de natural y accidental, corriendo el arma por la contraria hasta clavarse en la colateral derecha; la espada atravesó el cuerpo de parte a parte, y el mismo impulso que le permitió retirarla como un latigazo impulsó al malherido Meneci dos pasos hacia atrás, hasta tropezar con el borde del canalón de cubierta, y desplomarse de espaldas hacia abajo, a la fachada del bar.