– Ya estoy aquí, querido -dijo en voz alta, y después bajito al oído-: Caballero Neblí, seguidme el juego, nos vigilan.
Lo besó en la boca a tornillo, lo arrastró hasta un trozo de césped y lo hizo tumbarse encima de ella.
– ¿Quién sois? ¿Dónde está el hombre de ayer?
Ella se desabrochó el vestido por completo; no llevaba nada debajo.
– Está muerto -dijo-; por suerte las medidas de precaución funcionan, y tuvo tiempo de pasarme el contacto -desabrochó frenéticamente todas las cremalleras que encontró en la ropa de Ígur-. Adelante, folladme.
En frío, Ígur tenía dificultades de erección.
– ¿Traéis lo que pedí? -dijo, bregando contra la naturaleza; ella bajó la mirada.
– Creía que un Caballero de Capilla hacía lo que quería con su cuerpo -sonrió-. Lo siento, pero tenemos que ser convincentes, procuraré colaborar -y se prodigó-; los papeles que habéis pedido están cosidos en el interior del vestido; los hemos reducido para que quepan todos, y aún así hemos tenido que hacer una selección.
– ¿No se podía hacer una copia magnética? -dijo Ígur.
– ¿En qué Cuantificador, Caballero? -Lo miró dando la cuestión por respuesta-. En la hombrera izquierda están las operaciones últimas, y en la derecha las del mes pasado -dijo ella sincopadamente, porque Ígur había comenzado el coito-, y en la parte de abajo están los vencimientos de plazos y las retenciones de Hacienda.
A Ígur se le nubló la vista entre un listado de nombres y números en letra minúscula.
– ¿No me podríais indicar algún dato significativo? -dijo copulando con la preocupación de no acabar antes de tener el asunto resuelto.
– Hay dos constantes a las que no hemos sabido encontrar explicación -dijo ella entre gemidos, e Ígur se sorprendió a sí mismo intrigado por si serían auténticos o formarían parte de la farsa-. Una es anónima, localizada en Sirinaraya.
– Vaya -gruñó él, que ya se veía en el otro extremo del Imperio.
– La otra es una mujer de Luiri; se llama Kirka.
– ¿Luiri? ¿Dónde está eso? -dijo sin dejar de moverse ni perder de vista las miniaturas listadas.
– Está al lado de Polcarm, a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí, hacia el Sur.
– ¿Nada con La Muta? ¿Nada con los Príncipes?
Negó con la cabeza. Ígur la encontraba cada vez más atractiva, y el procedimiento ya no le resultaba tan desagradable.
– Esperad un poco más -dijo ella con mirada lánguida.
– Ya que estoy aquí, empezaré por la tal Kirka de Luiri.
– Buena idea -dijo ella con los ojos en blanco, ya tocada por la inequívoca sonrisa fúnebre del placer, y después, enronquecida la voz-: más, más, no paréis.
Ígur había conseguido desconectar de las ideas la tan imprescindible excitación sexual, y mantenía la mente tan clara que se sentía capaz de todo.
– Yo estoy como pez en el agua, pero si tanto nos vigilan no sé si hacemos bien en concederles una ocasión tan larga. Claro está que entiendo que no os queráis quedar a medias.
Ella abrió los ojos de par en par.
– Caballero, sois un bárbaro. No sé qué os habéis creído, pero en esta historia yo me juego la vida. Hacedme el favor de correros ahora mismo.
Pero después se volvió a relajar, e Ígur aprovechó una subida del ritmo respiratorio y de los movimientos de ella que le parecía preorgásmica para rematarlo, y se quedó encima. Cuando recuperaron la respiración, ella abrió los ojos e hizo un movimiento para quitárselo de encima.
– No es que me quiera aprovechar -dijo él-, pero si tenemos que ser convincentes no sé si queda muy bien que ahora salgamos corriendo.
– Como queráis, Caballero.
Se quedaron aún unos minutos, y después ella se vistió, lo besó como al principio y se fue. Ígur la detuvo.
– ¿Cómo os llamáis? -preguntó.
– Cómo me llamo no tiene importancia. -Y quiso soltarse.
– Al último que me dijo lo mismo ya tanto le da la importancia que pueda tener.
– Me llamo Albaria Darimi. -Y, con una carcajada, se fue ligera.
Realmente, pensó Ígur, como no hay manera de saber si se llama así de verdad, es cierto que no tiene ninguna importancia.
Ígur no encontró transporte para ir a Polcarm hasta el día siguiente por la mañana, y llegó allí en helicóptero en pleno mediodía. Aún hacía más calor que en Ankmar, aunque, por el hecho de ser interior, el ambiente seco lo hacía más soportable; la contrapartida era el polvo que, no se sabía salido de dónde, porque todo era asfalto y cemento, infestaba en vendaval toda la ciudad, de una extensión como la cuarta parte de Ankmar, con casas bajas y casi sin aberturas, y donde todo parecía ser del mismo color blanquecino, calcinado y deslumbrante.
Como para ir a Luiri no había más que un viaje a la semana, y faltaban aún cuatro días, recomendaron a Ígur que si tenía prisa alquilase un transporte privado personal, lo que hizo una vez el sol más fuerte había disminuido. Luiri era una localidad de cien habitantes, en dirección al interior, con el aspecto inequívoco de un inexorable y prolongado descenso de población; por toda la franja de horizonte de poniente era visible la amenaza del peral espinoso, y toda la desidia y el abandono que parecía soportar cada cosa daba al conjunto un aire terminal que, en sus circunstancias, a Ígur se le antojó impregnado de un cierto vértigo sensual.
Fue a la Mayoría a pedir información y topó con un funcionario de Guardia mal afeitado que cuando oyó el nombre de Kirka esbozó una media sonrisa irónica.
– Caballero -dijo con desdén-, no me parecéis tan desesperado. O es que trabajáis para Información.
– No es asunto vuestro -cortó con severidad-, ni necesito comentarios.
– Como queráis. -Y le anotó una dirección.
En las afueras, en una colina suave entre juncos, se encontraba la casa de la señora Kirka; constaba de un ala principal, una de servicio ocupada por los criados, los almacenes y las cuadras de los caballos. Ígur fue recibido por un sirviente de su misma edad, casi un palmo más alto y de una complexión tortísima.
– ¿A quién tengo que anunciar? -preguntó.
– Fidai Neblí, Caballero de la Capilla del Emperador -dijo Ígur con toda gravedad.
El otro se retiró con una levísima sonrisita que molestó a Ígur en la misma pequeña, pero suficiente, medida en que el gesto se había manifestado; dos minutos más tarde reapareció exhibiendo una risa franca y encantadora, y lo introdujo en una sala de amplios ventanales rodeados a capricho por dentro y por fuera de vegetación de todo tipo donde, en el entrepaño de pared central, en una chaise longue, yacía medio apoyada entre almohadones una mujer de edad indefinida bordeando los treinta y cinco, cargada de joyas extremadas, rubia y con los ojos espectacularmente maquillados.
– ¿Fidai Neblí? -dijo la dama, y viendo el gesto de Ígur levantó una mano-. No os inquietéis, no habéis caído en una guarida de comadrejas, conozco bien los usos y las licencias del Imperio. Sea cual sea la ventura que os trae a mi casa, sed bienvenido. Sentaos aquí, a mi lado. -Le dejó sitio y le dio un repaso de arriba abajo con una mirada que, al parecer de Ígur, por insolente se debía pretender experta-. Vos diréis en qué puedo serviros.
– Señora -dijo él-, el asunto que me trae hasta aquí es importante y confidencial.
Ella miró riendo al sirviente.
– Él, como los demás, forma parte de mí; no es un criado, sino un socio. Pero si eso va a tranquilizar a nuestro visitante, Oxuneumus, ¿verdad que no te importa?
El tal Oxuneumus, que no había perdido la sonrisa y que tampoco dejó de conservarla después del requerimiento, se inclinó y desapareció de un par de saltos dignos de una estrella de ballet. Ígur contempló a la interlocutora: las facciones, bastante grandes, sobre todo nariz, ojos y boca, acusaban los honores de una vida intensa, pero en el cuerpo, también grande (parecía bastante más alta que él), se apreciaban los beneficios de una vida al aire libre y nada sedentaria. Llevaba el pelo caprichosamente teñido de diferentes colores y rapado en ciertas regiones de la cabeza, en unas corto y de punta, en otras muy largo, trenzado con exuberancia y lleno de joyas y cintas chillonas.