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– ¿Qué opinas? -le preguntó.

– Lo tienes en el bote. Atácale de revés, es por donde tiene peor defensa. Por poco que arriesgues, no necesitarás llegar al tercer determinio.

– ¿Lo dices en serio?

– Claro que sí. Sólo tienes que soltarte, y el Combate es tuyo. Ese individuo está completamente desconcertado, no entiendo cómo ha llegado a Caballero si no es combatiendo con inútiles -dijo Ígur pensando que lo mismo se podría decir de su pusilánime interlocutor.

– Retomad posiciones -indicó el Juez-. Segundo determinio de la vida, ofensiva para el Caballero rojo. Que continúe siendo lo que tiene que ser.

Prosiguieron el Combate, y entonces Ígur se dedicó a contemplar a la concurrencia. Maraís Vega estaba en primera fila, vestido de negro de pies a cabeza como siempre, y a su lado Per Allenair, con quien intercambió una mirada entre indiferente y amenazadora. Retirando la vista tuvo que reconocer que su derrotado adversario en la Eponimia tenía una figura francamente atractiva y, por lo que había podido saber, una habilidad y un talento en absoluto despreciables, y sintió haber sido el instrumento de su fracaso. En otras circunstancias habría sido instructivo y agradable tenerlo por amigo.

– Detened el Combate -indicó el Juez; los rivales se habían entrelazado, y les obligó a separarse-. Retomad el segundo determinio.

Ígur se dio cuenta con una cierta inquietud de que algunos asistentes lo miraban más a él que al Combate. ¿Se habría filtrado algo sobre la Eponimia de Bruijma? ¿O era el recuerdo de Lamborga? ¿Y si fuera cualquier cosa referente a la orden que esquivaba? Resolvió estar más atento al enfrentamiento, pero aun así cualquier asociación de ideas lo llevaba o por un camino o por otro a la cuestión que ya no podía posponer más: Debrel y Guipria. Empezó a impacientarse; el rival de Mongrius había cometido dos errores de principiante que el otro no había sabido aprovechar, y a cada momento veía ocasiones que él habría resuelto en un segundo. Pensó en Omolpus, en la posibilidad de presentarse en Cruiaña para saber qué había pasado, aunque dejar Gorhgró en la presente contingencia podía resultar suicida.

– Fin del segundo determinio -anunció el Juez-. El Caballero rojo conserva la iniciativa. Dos minutos de descanso.

Mongrius fue junto a Ígur y se mantuvo silencioso. Él, en cambio, no pudo aguantarse y lo recriminó.

– No sé por qué lo alargas. Ese individuo es un regalo de la fortuna.

Ya me explicarás la razón que tienes para no despacharlo en un momento.

– Tiene un contraataque muy bueno -se excusó Mongrius-, y lo quiero estudiar.

Ígur resopló.

– No me hagas reír.

Mongrius lo miró fijamente.

– Ya sé que para ti sería muy fácil -dijo, e Ígur se preguntó si no estaría humillando a su amigo-, pero no todos tenemos tus facultades.

– Retomad posiciones -reclamó el Juez-. Ultimo determinio, ofensiva para el Caballero rojo. Me permito recordar a los Caballeros Aspirantes que ninguno de los dos accederá a la Capilla si no se produce un resultado que rebase la mera realización de ofensivas. Que acabe de ser lo que tiene que ser.

Mongrius se lanzó con más fuerza contra el antagonista, pero Ígur ya había decidido que allí no aprendería nada, y que si Mongrius perdía se lo tendría merecido por indeciso. De repente se le ocurrió que, cualquiera que fuera el sector que había dictado la orden de matar a Debrel, a esas alturas, viendo que no la cumplía, ya debía de haber tomado otra decisión, y quizá Debrel y Guipria habían sido asaltados ya por otro Caballero, o por los Fonóctonos, o estaban a punto de ser asaltados. Se angustió terriblemente imaginando las funestas consecuencias que haber desobedecido podía tener para él, justamente ahora que parecía tan bien encaminada la empresa del Laberinto, y pensó que quizá aún estaba a tiempo.

– El Combate de Juicio se ha acabado -dijo el Juez-, la vida ha resuelto su determinio.

Ígur se sobresaltó, y se levantó como toda la concurrencia. El Caballero verde yacía herido en el suelo, y Mongrius se alzaba ante él con la espada en la mano. En ese caso la prerrogativa de honor contemplaba no rematar al vencido incapaz de levantarse, y, aunque la herida no parecía grave, se lo llevaron dos empleados. Mongrius bajó para abrazarse a Ígur, que lo notó emocionado en exceso, y, encabezados por Vega, los Caballeros de Capilla se acercaron a felicitarlo.

– ¿Lo ves? -dijo Ígur, sin haber visto la estocada de la victoria-; si lo hubieras hecho antes, antes habrías dejado de sufrir.

Después del habitual despliegue de cortesías, Ígur se marchó a comer algo antes de la cita en la Apotropía de Órdenes Militares. Estrechó la mano del nuevo Caballero de Capilla en el vestíbulo.

– El ritual de Acceso será mañana por la mañana -dijo Mongrius-, pero no hace falta que vayas, ya sé que estás muy ocupado -rieron-. Quiero que sepas lo mucho que aprecio y agradezco tus consejos y tu compañía. ¿Nos veremos esta noche en casa de Madame Conti? Ya sabes cuáles son las tradiciones.

Aquella noche a Ígur le esperaban emociones más severas.

– Procuraré no faltar -mintió.

Emocionalmente desinteresado por completo de la ceremonia, y con la cabeza en otro sitio, Ígur se presentó en la Apotropía de Órdenes Militares dispuesto a cumplir el trámite de la forma en que dispusieran mientras fuera rápido. Tal y como, buen conocedor de la burocracia, Mongrius había predicho, un funcionario de mediana edad que se presentó como Supervisor de Relaciones Administrativas lo recibió en una antesala, y empezó por hacerle saber que todos los convocados habían llegado ya y que el acto tendría lugar al cabo de media hora.

– Aquí tenéis el texto que os aprenderéis de memoria para declamar a una indicación mía.

Le presentó una hoja con unas quince líneas impresas, que Ígur devoró en un momento. Era una humillación en toda regla, sólo faltaba que el declamador se declarase idiota de nacimiento.

– No pienso decir ni media palabra de todo esto. -Y se la devolvió; el otro esbozó un gesto de no resultarle imprevista la reacción.

– Naturalmente vos haced lo que queráis, pero debéis haceros cargo de que el Excelentísimo Agon no se dará por satisfecho con cualquier cosa. -Ígur escuchaba impertérrito, y al Supervisor le pareció que había posibilidades de negociar-. Veamos, ¿qué es lo que os parece que no podéis decir de ninguna manera?

Compartieron de medio lado la contemplación del papel que el funcionario sostenía como si se tratase de un objeto precioso.

– ¿Este documento es de oficio? Porque no veo por ningún lado nada de lo que dije. ¿Cómo sabrán a quién me refiero?

– Lo único que importa es la frase relativa al Agon -explicó pacientemente el Supervisor; Ígur empezó a señalar párrafos.

– De entrada no puedo cuestionar el hecho de haber dicho lo que he dicho, porque estaré no tan sólo mintiendo, sino afirmando que los presentes son irreales, porque oyeron algo que no he dicho; y si no lo he dicho, ¿qué hacemos aquí? -siguió el texto con un dedo-; tampoco puedo decir que hablé sin querer decir lo que dije, porque a fe mía que no tan sólo quería, sino que aun me quedé muy corto.

El Supervisor movió la cabeza con consternación.

– Así no llegaremos a ningún sitio.

– No puedo decir que me consta la alta nobleza y competencia del Agon, porque no me consta nada de eso -prosiguió Ígur impasible.

– ¿Os consta acaso lo contrario? -esbozó una sonrisa irónica-, porque, naturalmente, a no ser que pretendáis instituir el maleficio de la duda, si tenéis pruebas de una afirmación tan peregrina como la que hicisteis, no necesitáis ningún desagravio.

Ígur prosiguió impertérrito.

– Tampoco puedo decir que hablo por propia iniciativa, porque hablo obligado hasta por la última rata de Gorhgró.

– ¡No pretenderéis cumplir un desagravio afirmando que habláis obligado! -se impacientó el funcionario-. Oídme, Caballero, sé perfectamente que no os entusiasma la situación, pero quiero que sepáis que ni a mí ni a ninguno de los que esperan en la sala de al lado nos hace ninguna gracia, así es que permitidme sugeriros que lo saldemos de la forma más rápida y sencilla posible.