– Caballero Neblí -dijo el Duque-, permitidme que os felicite por vuestro brillante acceso a la Capilla, del que hemos sido ampliamente informados. ¿Y ahora qué, el Laberinto?
La orquesta atacó el primer Coro de los Jenízaros; la primera voz eran flautines, oboes y teñeras, los bajos violones y un salterio, y había abundante percusión: carracas de diversos tipos y registros, triángulos y campanillas, cineinos, tamburo turco y timbales, y al fondo un pórtico con gongs, de más de dos metros el mayor.
– El Laberinto es para mí la máxima esperanza de demostrar mi amor al Imperio -dijo Ígur mirando al Barón Uranisor, en cuya juventud le pareció percibir buena predisposición y simpatía.
– Muy inteligente, teniendo en cuenta que el Imperio somos todos -respondió el noble con una sonrisa.
– Barón, la caridad bien entendida empieza por uno mismo.
– Llamadme Boris, amigo mío; tengo la impresión de que nos veremos a menudo.
Los olíbanos y las luces de un rosa dorado y frescores acuáticos invadieron el espacio. Un personaje vestido muy chillón en blanco y negro, verde, rojo y amarillo, azul y oro, con la cara completamente cubierta de maquillaje y un peinado alto complicadísimo, subió al estrado con una agilidad sorprendente para su envergadura, y con una reverencia le tendió la mano a Madame Conti; ella se la tomó, a la vez que la orquesta atacaba una versión furiosa de la Marcha Racoczy, con las trompetas naturales y los timbales en áspero delirio perfectamente calculado, y subió con él al estrado; después de tres toques de timbal, se hizo el silencio.
– ¡Amigos míos -dijo Madame Conti con voz bien timbrada-, bienvenidos y que la felicidad culmine en todos y para todos! -aplausos-; ahora dejo paso a la representación, que como siempre guiará nuestro Trujamán. -Más aplausos, y la orquesta interpretó con percusión unos pasajes propios de marcha ceremonial, hasta que Madame Conti abandonó el estrado. Cuando bajó la luz general para intensificar la de escena, la orquesta se redujo a un cuarteto de cromemos y un clavicémbalo, en favor del cual el teclista había abandonado el salterio, que tocó una melodía lenta y suave; el Trujamán fraseó una escala ritual con una espléndida y helada voz de contratenor, y en modo dórico de recitativo comenzó:
– A ti, diosa obedecida por los perros y los pájaros terribles de los cielos, ánima y eco de todo bien y todo mal que, hijos de la necesidad cuyo aliento eres tú misma, vive en toda construcción de los hombres, invoco fuerzas, equilibrio y espíritu diestro para iluminar esta verdadera historia que aquí, para bondad, atención y beneficio de vuestras noblezas, se representa al pie de la letra, savia y sangre como son de la flor cenital de la montaña que sostiene el amor de nuestro divino Emperador y el valor y la constancia de tantos de los presentes y tantos otros de los ausentes que perduran en nuestro recuerdo y en el uso de sus obras, no menos inmortales que las aguas por donde respira la tierra y los azules por donde chillan los aires, y no menos estremecedores, cuando se pierden en la memoria, que aquel aroma irrepetible o el llanto de un niño. Veréis a continuación, paradigma de las divisas y los colores de los elementos, la trágica historia de los Reyes de Sirtes, para quienes el precio de la vanidad superó con creces el latido de los días felices y de la contemplación, en otra edad de nuestros sueños, en otro lugar del tiempo. Aquí tenéis a los personajes: en primer lugar -redoble de timbal, unísono piano sostenido de los cromornos y un foco azulado en la puerta-, ¡el criado Kiretres! -entró corriendo a grandes zancadas un joven con semimáscara neutra clavada con agujas en el cráneo parcialmente afeitado, en quien con un inexplicable latigazo de resquemor Ígur reconoció al partenaire sexual de Fei cuando tocaba el piano la primera vez que la vio, subió al entarimado y de un salto (porque el cabo estaba a más de dos metros de la superficie) se agarró a la cuerda y, sin tocarla con los pies y moviendo el cuerpo al son de la música, trepó en cuatro brazadas a la primera banquina-, el hombre justo que estaba en su sitio y de donde nunca nada lo hubiera hecho salir de no ser por el rebuscar insidioso que el tedio extrae de los más sombríos rincones del alma que ya no sabe qué quiere -el teclista abandonó el clavicémbalo y, para acentuar la expectativa, pulsó en trémolo los registros álgidos del órgano-; ¡a continuación, el Rey Gandiulunas! -trompas y timbales en fanfarria burlesca, en armonía jonia, órgano en disonancia, y entró, al mismo ritmo quizá un poco solemnizado, un personaje vestido de negro con adornos rojos-; ¡salud, oh padre Kronos hoy en tu día, salud! ¡Salud y miseria, relojes y temblor de los recordadores! -y, sólo con el órgano y el timbal in crescendo, el segundo actor trepó por el mismo procedimiento a la banquina correspondiente, enfrentada a la otra-; ¿qué se le puede pedir a la amistad? ¿Qué digo? ¿Qué más se le puede pedir a la amistad que su sola presencia? Vean a dos hombres que lo tenían todo, reyes tanto el uno en su entera existencia como el otro en su dignidad y aceptada condición, y cómo la fortuna de los humores del cuerpo los condujo al enfrentamiento más feroz; ¿por causa de quién? Por quién, sino por ella -de nuevo timbales militares de fondo, pero ahora el salterio, el oboe d'amore y el cromorno soprano por delante en arabesco-, ¡la Reina Aretra! -Y apareció una figura femenina, con atuendo de acróbata como los demás, pero ella en plata, brillantísima; tras el ceñidor negro, las pulseras negras y la semimáscara negra de halcón, Ígur reconoció a Fei a primera vista, pero antes de haberla podido ver bien o hacerle una señal, ella ya se había encaramado a lo más alto, con mayor agilidad y rapidez que los otros dos aunque pareciera imposible, y compartía la banquina del Rey Gandiulunas.
– ¿Aretra o Arietra? -inquirió el Duque Constanz con voz lo bastante fuerte como para que el Trujamán vacilase al oírlo.
– Si llega a decir Araitra o Arictra lo quemamos por Astreo renegado -dijo el Barón Boris riendo.
– ¡Vean, señores, a la luz bondadosa de los dioses la vida de los reinos! -continuó el Trujamán, subiendo la tesitura media octava, y en un momento los actores asieron las barras, y primero Kiretres y después Gandiulunas marcaron un piqué-tourné; la música se convirtió en un continuo del órgano recorriendo los tonos entre toques ocasionales de un instrumento, el oboe da caceta o la flauta dulce, en momentos culminantes-. ¡Vean cómo pasa la confianza de un corazón a otro, cómo la vida se mueve entre el sol y la tierra, cómo Aretra vive entre la luz del Rey Gandiulunas y el respeto del sirviente Kiretres! ¡Canta, hija, salta, baila! -y después de que Kiretres se lanzara en corvas en la barra, Fei agarró la suya, con un fuet, recuperó suspensión atrás y ejecutó un doble superior hasta alcanzar las manos del portor, ante la contención del público, grito final y fanfarria; recuperación en pirueta dextrógira en la barra, y allí, de otra mecida, mise-en-ventre, y después de recibir en bandera los aplausos del público, arco triunfal, otra bandera, y a la banquina junto a Gandiulunas, aplausos y fanfarria de reanudación; el Trujamán, en el tono más grave del registro del contratenor-: Pero el Rey no tiene bastante con ser admirado en el respeto, y ansia ser admirado en el absoluto, lo que prende un fuego que nadie sabe cómo apagar -retumbar del órgano, paso al modo mixolidio, cromorno bajo, tuba, contrafagot y contrabajo, toques secos de trompetas naturales y timbales-, ¡atención, vean, señores, la danza de los astros!
Gandiulunas coge fuegos artificiales, los prende y se los coloca en los pies, en los hombros, y en la cabeza a Fei, que se lanza y hace un passage de jarrettes, el Rey recupera la barra, y en segundo portor se lanza mientras Fei, sujeta de los pies por Kiretres, cruza el gran salón de punta a punta lanzando estallidos de fuego, que dejan una estela de oro, un rastro de chispas, una y otra vez columpiándose, y Gandiulunas le pasa un pequeño incensiario que ella hace oscilar llenando el espacio de un olor renovado.