– Basta -decía un anciano peligrosamente enrojecido- con aplicar la vieja preceptiva literaria: busca a quién saca partido del crimen: a las organizaciones de seguridad, a los de presupuestos militares.
– Eso es una simplificación trivial -dijo uno a su lado-; de esa forma nunca se encontrará ninguna explicación, y supone además reducir la humanidad ya no a la miseria discernidora, que eso aún supondría una capacidad de aprendizaje, y por lo tanto, de elección, sino al más salvaje analfabetismo moral.
– Hablar de moral cuando se habla de asesinos es un antídoto para el pleonasmo -dijo un tercero.
– Sí y no; ciertamente, si la hemos aceptado en las instituciones, no veo por qué no podemos hacerlo en las contra-instituciones. El problema es que no tenemos contra-instituciones creíbles. -Se hizo el silencio para escuchar al pretencioso personaje que hablaba-. No, señores, yo no creo que La Muta sea una organización honesta en el sentido de que sea lo que aparenta ser. Si quieren agitar con coherencia a favor de una causa, ¿qué ganan con matar a ciudadanos anónimos? ¿Por qué no atenían contra los Apótropos? ¿Por qué no apuntan al Príncipe Nemglour?
– ¡Cierto! -dijo otro-. ¿Por qué no asesinan al Hegémono?
Se hizo un silencio. Ígur se abandonó a la lógica.
– ¿Por qué no al Emperador? -dijo, de repente convertido en centro de gravísimas miradas.
– Caballero -dijo el iniciador del discurso sobreponiéndose a un coro de toses y frases divagadoras-, yo no quería llegar tan lejos. La Muta pretende el contenido del frutero, y tan lleno como sea posible; ¿qué iba a ganar con dinamitarlo?
– Sólo asesinan Emperadores los locos o los que creen que después los nombrarán a ellos -dijo alguien, y todos rieron.
– Quizá sea lo mismo -dijo Ígur, distendido el ambiente.
– Y, sin embargo -decía el hombre enrojecido, respirando con dificultad-, ¿por qué nos está permitido decir este tipo de cosas en público? ¿Por debilidad del poder? ¿Por ambigüedad? No nos engañemos: el gobernante tiránico es el inseguro; es el que se siente fuerte el que sabe que hay que permitir a ciertos personajes decir ciertas cosas en determinados momentos, que incluso le conviene que las digan, porque no sólo no cuestiona el ejercicio del poder, sino que, por contraste dadas las escasas consecuencias, demuestra la debilidad del adversario y aún los refuerza.
La conversación derivó hacia la moralidad de la Ley Imperial que penaba duramente el pago de los rescates de secuestros de nobles, práctica habitual de La Muta; un dignatario minúsculo ponían en cuestión el célebre emblema moral del Hegémono de que una vida humana es lo más valioso, porque incluso una ley establecía que su valor está por debajo del de un principio político.
– Una vida humana no puede estar por encima de toda consideración desde el momento en que, impidiendo el pago del rescate, se confirma, ¡y se ejecuta!, el precio establecido por los secuestradores por ley y refrendación hegemónica oficial.
Ígur no veía la forma de salir de las viejas historias de facciones: La Muta y los Astreos convienen al gobierno, que mantiene la adversidad hecha a medida; como siempre, pública intransigencia, acuerdos privados.
– ¿Y cómo podría ser, si no? -dijo un anciano con pinta de militar retirado-. Nunca ha salido nada bueno de los discursos amenazadores y retrógrados. ¿Queréis una sociedad estable? Dad motivos a la mayoría para que se vuelva conservadora.
– ¿Se necesitan motivos para volverse conservador? -dijo Ígur-. De pequeño me advirtieron que es ley de vida.
– Joven Caballero -dijo el hombre rojo-, hay distancias que aproximan.
Entonces Ígur miró hacia donde estaba Galatrai, al que había visto hacía unos segundos, y ya no estaba; seguramente acababa de salir, y, dejando a los interlocutores con la palabra en la boca, se fue a toda prisa; alcanzó al Infante en el pasillo, cuando se alejaba a paso ligero.
– Infante Galatrai -le dijo, una vez a su lado-, quedáis detenido en nombre del Imperio; os ruego que no ofrezcáis resistencia. Tengo orden de conduciros al puesto de información más próximo.
El noble lo miró con una amargura inconmensurable, e Ígur se sintió disminuido por su ignorancia sobre aquel hombre de mediana edad y aspecto que revelaba distinción, por no saber, y por tanto ser inferior, las esperanzas y los afanosos pasados que como simple instrumento él truncaba. De repente se le ocurrió cómo le hubiera aliviado que aquel hombre se hubiera rebelado, o que hubiese intentado huir, pero no sucedió nada de eso. Con una tristeza que llevó al límite la incomodidad del Caballero, se dejó llevar.
– Como podéis ver -dijo con una sonrisa crispada-, estoy a vuestra disposición.
En silencio salieron a la calle nevada, y se dirigieron hasta el puesto de información; allí Ígur introdujo el sello en la terminal del cuantificador, y en pocos segundos salió una tarjeta con la respuesta cifrada. Galatrai, presa de gran tensión, se volvió de espaldas, y rutinariamente Ígur leyó:
«Este hombre no debe llegar a ningún otro edificio oficial. Orden de terminarlo inmediatamente.»
El texto pilló a Ígur desprevenido, y tuvo que hacer un esfuerzo de autocontrol esperando el momento en que la víctima se diera la vuelta; de todas formas, el Infante parecía estar pendiente incluso de su respiración. Seguramente, desde el principio ya sabía qué le esperaba.
– Salgamos -dijo Ígur, y se adentraron en unos jardines solitarios.
Debía de estar todo calculado, pensó; sabían que me pondría en contacto desde aquí, y tenían previsto este sitio como escenario ideal. Fue enfureciéndose poco a poco, estrellándose mentalmente en la estrechez de no poder exteriorizar ningún sentimiento. ¿Qué querían, comprometerle? ¿No se les había ocurrido nada más macabro que la sangre para tenerlo bien atado? Ígur había matado en combate, pero era diferente. ¿Por quién le habían tomado, por un Fonóctono? Poco a poco se fue calmando. El asunto tenía toda la pinta de un examen. La Equemitía probaba su fidelidad. ¿O a lo mejor su imbecilidad? ¿Cuál sería el precio de la desobediencia?
– No soy tan ingenuo como para imaginarme que estamos aquí para disfrutar del clima -le interrumpió Galatrai, su voz con una modulación perfectamente controlada, tan sólo delatora de sentimientos extremos por su debilidad-. Os ruego que acabemos cuanto antes.
Ígur le miró a los ojos, lo que no había hecho desde que se había enterado de la orden. De repente le pareció odioso, indigno, una rata de alcantarilla. De rebote, también se lo pareció a sí mismo. ¿No existía dignificación posible?
– Pues yo no soy un asesino de hombres indefensos, así es que os ruego que os defendáis. -Y le ofreció un arma.
– Sé perfectamente quién sois, Caballero Neblí, y las posibilidades que tengo de sobrevivir en un Combate contra vos. -Rió con la mirada enturbiada por la desesperación-. ¿Qué queréis, descargaros de culpa? ¿Una justificación os permitirá dormir más a gusto esta noche? ¿Queréis que os diga que es inútil que me dejéis escapar, porque mañana enviarán a otro? ¿Queréis que intente huir, o, mejor aún, que intente mataros? No, Caballero Neblí, os habéis puesto a la cola del poder y tenéis que tragar la mierda y la sangre que os corresponde. Aún tenéis suerte, ¡os podían haber endosado trabajos peores! Pero no esperéis que yo os ayude a pagar la cuota; yo pongo el pellejo, y vuestra parte es a vos a quien le corresponde ponerla.
Galatrai sudaba, a pesar del frío de aquel maldito mediodía. Ígur se impacientó ante aquellos ojos orgullosos que no le dejaban respirar, que le dañaban más que la indignidad de todos los encargos insultantes del Imperio juntos. ¿Qué se había creído aquel desgraciado? ¿No se había enterado de que a él le daba igual cargar con una culpa, que el único problema era la pura transferencia estética, la traición al propio sueño? De repente se volvió a indignar, se dio cuenta de que era débil, y que todo eran excusas y dilaciones, que si Galatrai se lo hubiese llegado a proponer, él incluso le habría ayudado a huir. Daba lo mismo si Ifact le había elegido la víctima adecuada para ponerlo entre la espada y la pared o si, realmente, toda la especulación pertenecía tan sólo a su delirio y ese hombre desafiante que se agitaba delante suyo era únicamente un criminal a quien sus superiores, que confiaban en él, le habían encargado que enviase donde le correspondía. Sí, debía de ser eso; era extraño que no se hubiera dado cuenta a simple vista de que no era más que un degenerado y un criminal.