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– Me han contado que tu adversario tenía unos garfios terribles, que hubieran destruido a cualquiera que no hubiera sido tú -le dijo ella, y tenía una voz de contralto tan aterciopelada y opalina que Ígur resolvió cualquier duda posible-; ¿ya te han curado las heridas? -Y se rió.

– Esperaba que me las curases tú; ¿no hay un sitio un poco más confortable que éste?

La rotundidad de los pechos y las caderas se componen tanto de su propia esencia como de la ligereza de la cintura, y Fei era un prodigio tanto de una cosa como de la otra.

– Naturalmente -dijo, y se levantó.

Ígur la siguió, y se impregnó de la esbelta elegancia de sus movimientos, de las piernas tan largas que a los hombres, hasta a los más altos que ella, los hacía parecer a todos bajos, excepto a aquellos inequívocamente gigantescos. Ígur temía que le llevara a la habitación del piano, pero Fei le condujo por pasillos y más pasillos, de donde hubiera resultado muy complicado salir sin guía, pensó él, con algún paso exterior desde donde se apreciaba, como hecho a propósito, que la línea del cielo, alta y accidentada por enclavarse el Palacio entre montañas tanto más altas, descendía abruptamente en cuatro puntos estratégicos para ofrecer el horizonte más bajo, como si se tratara de la línea del mar, hasta llegar a una habitación de techo bajo y decoración cálida y sensual, en ninguna manera groseramente explícita, con un ventanal cercano al suelo que, sorprendentemente, ofrecía la visión de un minúsculo jardín exterior con plantas tropicales (¿dónde estaba el río?, pensó Ígur; ¿y los puentes?, ¿y las islas rocosas?). Allí Fei prendió incienso y velas, se quitó las botas y los guantes y el cinturón de anillas de oro, y volteando el pelo invitó a Ígur a tumbarse entre los cojines del suelo, que todo el suelo era de punta a punta un gran cojín, y descalzó a Ígur y le quitó la ropa para pasar sus dedos incomparables por las benignas heridas de la espalda, en un ritual más de complacencia y de comprobación de un trofeo que de curación, que, cerrados los desgarros en firmes costras de sangre, no tenía más sentido que la mutua proyección humorística. Fei se movía como una felina, y todo en ella era felino, hasta la cara, que desde sus grandes ojos amarronados tenía mucho de promesa de abrazo de pantera, e Ígur supo que por primera vez desde que estaba en Gorhgró le había llegado una ocasión para abandonarse, para reír y llorar si llegaba el momento, tanto como quisiera, para no pensar en nada ni mirar atrás.

– Me gustaría quedarme a vivir aquí -dijo con absoluta, con conmovida sinceridad.

Ella irguió la cabeza sacudiéndola suavemente a uno y otro lado para quitarse el pelo de la cara sin apartar las manos de la espalda de Ígur, y rió.

– Pues quédate, en ningún otro sitio serás mejor recibido.

No enciendas fuegos que no estés dispuesto a apagar, pensó él, y una vez más se maldijo por no poder, por no saber respirar la totalidad de los momentos de placer, ya fueran de triunfo o de anhelo, y dejó que pasara el rato para que las palabras se evaporasen. Ella, con la discreta sabiduría que tanto se agradece en estos casos, liberó la presión de los falsos compromisos, de la mentira emocional que somete el porvenir inmediato a lo agridulce, y el fuego que se había encendido fue más fácil de apagar. Ígur dio media vuelta, y no precisó hablar para comprobar el acuerdo sobre todo aquello que se daba por supuesto. La prisa ya no pertenecía a la voluntad, y se acabaron de quitar las prendas de ropa que más les estorbaban. Fei se dejó sólo los brazaletes -llevaba en los brazos, las muñecas y los tobillos-, el tercero, y último, el finísimo cinturón de oro, los collares y los pendientes -pendientes llevaba en las orejas, los pezones y los labios del sexo-, por aquello del sonido que se mezcla con la luz y el movimiento, y de repente todo se transformó en reconocimiento, y la incertidumbre retrocedió en el placer; ella quiso empezar besando a Ígur en los labios, después escondió la cara en su cuello y le tomó el sexo entre los pechos y se lo sorbió con detenimiento, después se le puso encima, y al final, ella debajo, la cabeza hacia los lados y hacia atrás, los brazos extendidos a ratos cruzados bajo la cabeza, él apoyándose en los puños, de repente levantándose del cuerpo, aplastándolo después y abrazándola por la nuca, la mano derecha de él tirando del antebrazo derecho, la izquierda del antebrazo izquierdo, abrazándola con los codos hasta casi incorporarse, sin obstáculos ni prisas, directo hasta el fondo de la exaltación del desconocimiento feliz; algo más tarde, la mirada de Ígur se despertó en un interrogante, y ella respondió con el silencio abandonado. Pero el espíritu furtivo estaba todavía en el deseo de Ígur, desgraciadamente afectado por el recuerdo del día anterior, y, aún en el aliento como un eco de las sacudidas finales, no pudo contenerse de preguntar.

– El Caballero ha cruzado demasiados desiertos descalzo para llegar hasta ti.

Ella abrió los ojos y lo miró dispuesta a la complicidad.

– La vida puede tener muchos determinios esta noche.

Ígur se dejó caer a un lado, y se echaron a reír. Las posibilidades de desenlace de los muchos determinios de la vida no debían ser, aquella noche, demasiado diferentes unos de otros.

IV

La residencia del geómetra Kim Debrel, ex consultor del Anamnesor Imperial, era una torre redonda que se alzaba en la cima de una colina rodeada de edificaciones similares, en la parte más oriental del anillo exterior de la ciudad, junto a una profunda escarpadura que acababa en el Sarca, y con una formidable vista del roquedal de la Falera, que, a treinta kilómetros justo hacia el Oeste, se recortaba a la derecha del poniente en invierno, a la izquierda en verano, y lo ocultaba en las estaciones intermedias. Se entraba a través de un jardín que debía haber costado grandes esfuerzos salvar de la malignidad atmosférica de Gorhgró. Un estudiante, posiblemente más joven incluso que Ígur, salió a recibirlo, y se presentó a sí mismo como Silamo Aumdi, discípulo y ayudante de Debrel, y ambos subieron en un estrecho ascensor exterior las cuatro plantas hasta el último piso de la torre, y allí, a través de una pequeña recámara orientada al Noreste y rodeada por un balcón exterior, entraron al salón casi perfectamente circular que ocupaba toda la planta, a excepción de la aludida peculiaridad del acceso. El sol desmayado de febrero la iluminaba a ras, y tres personas más, un hombre y dos mujeres, esperaban de pie la entrada de Ígur y su acompañante.

Kim Debrel se adelantó el primero. Tendría unos setenta años que no aparentaba (aun así era mayor de lo que Ígur se había imaginado), el pelo cano y la mirada franca.

– Sé bienvenido, Caballero Neblí, y aunque imagino que ya no debe producirte efecto alguno después de las muchas veces que lo habrás tenido que oír, permíteme que en nombre de todos y en el mío propio te felicite por tu brillante acceso a la Capilla -se volvió hacia la mayor de las mujeres, una rubia de pelo corto y de unos cuarenta años, alta y delgada y de miembros y facciones grandes y agradables-: mi esposa, Guipria y su hermana Sadó. -Y le presentó a una joven de apenas diecisiete años, límpida y bellísima, que no debía de ser hermana de la otra, porque apenas se parecían, sino hermanastra, supuso Ígur acertadamente.

Se sentaron en círculo cerca de los ventanales de poniente, y Sadó sirvió infusiones de varias clases, licores y aguardientes de Eyrenod, y ofreció pastas, frutos secos de Breia y chocolate negro de Sunabani.

– Es un honor y una satisfacción estar entre vosotros. Lamborga me ha hablado largamente de vuestra hospitalidad, y no exageraba.

Debrel sonrió.

– Cuando Lamborga me anunció desde el hospital tu visita, ya imaginé que un Caballero de Capilla que ha logrado tan brillante ascenso no podía albergar más objetivo que el Laberinto.