Ígur se sintió traicionado por todos los frentes, y ninguna posibilidad le parecía incompatible con la de estar inmerso en una Fonotontina Cubierta. Seguramente aquella mujer, con una embarcación que tan fácilmente había burlado a media Armada Imperial, lo llevaba directamente a la boca del lobo, y bien, era hora de pensar, ¿por qué huía? ¿De qué huía? ¿Adonde podía ir, y hasta cuándo? En Airobani podía esperarlo un pelotón de ejecución, le daba igual.
– Tu camarote me gusta más que el mío -dijo, quitándose un zapato con la punta del otro; ella tuvo un gesto de aceptación apática que Ígur encontró encarnizada con la sensualidad de todas las bajezas, y, sintiéndose vacío hasta al extremo, la abrazó furiosamente.
Ella no estuvo ausente en el banquete de los animales, y era bien entrado el día cuando llegaron a puerto.
Airobani era un llano desértico con un palmeral central donde se compactaba la pequeña población de casas bajas. La playa era inmensa, y dos escolleras delimitaban un puertecillo de dimensiones familiares. Ígur salió a cubierta, y lo primero que vio fue un exiguo destacamento militar. Buscó la pistola, pero no la llevaba, y se volvió hacia la mujer; ella le apuntaba. Ígur se echó a reír, tan tranquilo que se sorprendió a sí mismo.
– Conque al final era cierto, tú eres la mejor manera que han encontrado para cogerme. ¿Cómo te llamas?
– Albaria Darimi.
Ígur miró a lo lejos. Todo le daba igual, no quería huir más, se sentía liberado. No había ni una nube, y caía un sol calcinante.
– Una última pregunta: ¿Qué hay de cierto en todo lo que me has contado de Milana?
Ella se rió, y señaló a los hombres que les esperaban en la escollera.
– ¿Por qué no se lo preguntas a él?
Un vértigo comprometedor asaltó a Ígur con más fuerza que nunca. Milana mandaba el destacamento, su figura destacaba al fondo del grupo. El barco se acercó lentamente, y atracaron. Hicieron bajar a Ígur apuntado por la mujer y por media docena de Guardias. Desarmado, lo llevaron ante Milana. El aire tenía una transparencia dolorosa para la vista, y el calor era tan fuerte que estar bajo el sol exigía un esfuerzo.
– Se ha acabado el Juego, Ígur. Te has dejado vencer por una mujer.
– No todo es un Juego. Me he dejado ganar por mí mismo.
– Siempre has sido un mentiroso y un payaso -dijo Milana-. Pero ahora no tienes excusa; por una mujer o por ti mismo, tanto da, estás aquí por tu debilidad y tu desidia.
– Tú, en cambio, lo estás gracias a que te rodea una corte de hombres armados.
– ¿Crees que cambiaría algo, si no? -Milana estaba más indignado que Ígur, que de repente lo vio todo claro y sonrió con crueldad.
– ¿Te resulta fácil ir por todo el Imperio diciendo que en Cruiaña te dejaste ganar, verdad?
– Vamos -dijo Milana, crispado, y salieron del puerto a pie hacia una explanada entre muros donde los esperaban dos transportes.
– Había llegado a dudar, pero ahora lo sé -dijo Ígur con una apariencia completamente tranquila; de repente se le ocurrió cómo plantearían la situación los de la Apotropía de Juegos, y enseguida pensó qué solución tendría si fueran los de la Apotropía quienes la hubiesen planteado-. Eres la vergüenza de la Capilla, Sari.
Milana estalló.
– ¡Se acabó! -sacó la espada, le pidió otra al primer Oficial de la Guardia y se la ofreció a Ígur-. Ahora te lo demostraré. ¡En guardia!
– ¿Por qué? ¿Qué gano yo? -dijo Ígur, inmóvil.
– ¡Bestia mezquina! -dijo Milana, y se dirigió al primer Oficial-: Teniente, dadme vuestra palabra de que si el resultado del Combate me es desfavorable, le concederéis al Caballero Neblí media hora para que se aleje libremente. -Ígur espiaba cualquier señal de inteligencia entre ambos, pero no pudo distinguir ninguna.
– A vuestras órdenes -dijo el Teniente.
– ¡En guardia! -repitió Milana.
Hicieron los saludos de ritual. El viento agitaba cabellos y vestimentas. El sol estaba en el cenit, nadie sufría contraluz. Había llegado la hora tan deseada, nunca los conocimientos de Ígur y su destreza habían encontrado una confluencia tan fuerte, tan veloz y precisa, tan bien acabada; Omolpus, Lamborga y Fei desaparecieron de su pensamiento tan nítidamente como en él hasta entonces habían señoreado, y en dos minutos, Milana yacía desarmado contra un talud con la espada de su adversario contra el cuello.
– Muy bien -dijo Ígur, momentáneamente debilitado por una posibilidad-. El compromiso es el compromiso, pero no me fío. Que se retiren, o eres hombre muerto.
– Haced lo que dice, Teniente -dijo Milana, pero el Oficial hizo una señal y cuatro Guardias apuntaron a Ígur.
– Lo siento, Caballero, vuestras responsabilidades privadas no son asunto mío, yo tengo otras órdenes -dijo el Teniente-. Tirad el arma, Neblí.
Ígur y Milana se miraron con una extraña complicidad final: los dos habían perdido, los dos lo sabían todo. Milana palideció, Ígur sonrió.
– Disparad, rápido -urgió el vencido, con un hilo de voz.
– Claro que lo harán, pero tú sabes lo que es la respiración del Fidai. ¿Verdad que lo sabes? -se complació Ígur.
Sabía que los fusiles láser lo abatirían sin dejarle ni un respiro, y lo gastó todo, toda la energía de su vida, toda la furia de aquel sol vertical, todos los odios y amores atesorados, en una inmensa carcajada, en un formidable tajo que hizo volar la cabeza de Milana por los aires, por el azul del cielo.
XVIII
QUIEN MANTIENE LA IRA, MANTIENE LA ESPERANZA
Tal era la inscripción que presidía la puerta principal de la Prisión Mayor del Imperio, frente a la cual, tal y como corresponde a las instituciones mayores, figuraba un Agon autónomo, y que tan sólo los autores de delitos de prestigio, con un valor social de cambio reconocido, o bien los que por su rango disfrutan de ciertos honores protocolarios, tienen el privilegio de cruzar por su propio pie; así Ígur Neblí, enturbiado aún por los paralizantes y sedativos administrados primero con los fusiles de la Guardia en Airobani, que piadosamente había querido cargados de munición ordinaria de combate y, al despertarse, se había hundido en el desconsuelo y la rabia del suicida frustrado, después en el helicóptero que, broma suprema del destino, lo había conducido hasta Gorhgró esposado a pocos metros del féretro de su peor enemigo que, muerto a sus manos, podía ahora rememorar en el espléndido compañero de juegos adolescentes, como el estímulo de sus inicios como Acólitos, después como Aspirantes y finalmente como Crisálidas, hasta que aquel Combate sin fortuna los había separado para siempre, cada cual contra sus ambiciones y sus iras, resentimiento de uno, recelo en el otro, que ahora, cruzada la puerta con la inscripción, enfrentaban a Ígur a una resolución que, por autodefensa (su interior luchaba por creer que no era por miedo), se resistía a creer definitiva.
– Caballero Neblí -dijo el Canónico Mayor de la Prisión-, Su Excelencia el Agon me encarga que os dé la más benévola bienvenida a esta estancia que libremente habéis escogido -Ígur rió con desgana-, con el deseo de que os sea leve, y que vuestra colaboración permita hacerla fácil y corta.
Vigilado, no protegido, por más Guardias armados que si fuera el Emperador en persona, Ígur cumplió con las formalidades de identificación por las huellas digitales, por el fondo de ojo y por la voz y, obligado a depositar el sello de Caballero, tuvo que asistir al proceso de recodificación.
– Cámara de descompresión previa -indicó el técnico, Ígur pasó por las ecografías y los tacs-. Todo en orden, señor.
– Muy bien -dijo el Canónico-. Ahora, Caballero, si tenéis la bondad de venir conmigo, os enseñaré las dependencias de la casa. -Y como Ígur mostrara en su cara extrañeza, se rió-. Es privilegio de los que han pasado por la Puerta Grande… además, vos sois experto en cruzar puertas, quién sabe, quizá ésta no sea la última… ya lo sabéis, no se teme más que lo que se desconoce, por tanto si sabéis qué os espera, siempre podréis sopesar pros y contras y posibilidades con más armas morales. -Entraron por un pasillo, uno junto al otro, y detrás, armados como para una misión de guerra, un par de Guardias de complexión gigantesca-. Aquí tenemos, en primer lugar -pasaron a una sala con biblioteca ocupada por lo que parecían sillas de barbería o de dentista, con diversos aparatos de sujeción y demás usos más o menos fáciles de identificar-, la sala de los recursos clásicos; hace años que están en desuso, en realidad se conservan por pura curiosidad cultural. No tiene, en realidad, valor ni tan siquiera persuasivo, porque las técnicas de resistencia a la presión convencional han evolucionado hasta extremos que, en fin -se detuvo ante Ígur-, veamos, Caballero, ¿qué pensáis de la máxima pena, exceptuando la muerte, que no es en realidad la máxima pena como ya tendréis ocasión de comprobar, que se puede aplicar al máximo delito? ¿Os parece que es física, o moral?