– ¿Nemglour?
– Demasiado alto, y, además, tiene las horas contadas. Déjame pensar. El personaje clave ahora es el Príncipe Togryoldus, que por otra parte es inaccesible; hay que buscar a alguien próximo a él, quizá fuera posible acercarse al Príncipe Bruijma -Lamborga cambió el tono de voz-; bueno, eso es lo de menos, ya pensaremos más adelante cuál es el Epónimo más indicado; de todas formas, tanto para entrar en el Laberinto como para sobrevivir, hay que ser un cabrón, ¿tú lo eres? -Ígur se encogió de hombros, y Lamborga prosiguió-; si no lo eres, aún te convendrá más tener a tu servicio al cabrón más feroz.
– ¿Te refieres a un Fonóctono?
Lamborga se rió. La liturgia de silencios y olores perversos del hospital se imponía en el contrapeso de las intenciones.
– Los Fonóctonos sólo se ponen al servicio de los Príncipes, del Hegémono y de los Apótropos; aun así, es como tener una bomba bajo la cama. Más bien pienso en algún Caballero de capa caída. El resentimiento da muy buenos resultados en ciertas disciplinas.
Ígur temió que se estuviera refiriendo a sí mismo, pero no se atrevió a decirlo por temor a equivocarse y ofenderlo.
– ¿Y en el aspecto técnico? -preguntó.
– En el aspecto técnico, las principales dificultades serán de orden burocrático; en ese sentido matarías dos pájaros de un tiro si encontraras al protector adecuado -de repente tuvo una ocurrencia-: el Príncipe Togryoldus podría ser el Epónimo de la expedición -lo pensó mejor y no insistió en la idea, dejando a Ígur inquieto sin saber qué le rondaba por la cabeza-; otro problema será conseguir el concurso de Arktofilax.
– Las dos expediciones anteriores se emprendieron sin Arktofilax -recordó Ígur.
– Precisamente, y hoy en día la opinión más aceptada es que fracasaron por eso. Además, después de que la segunda Entrada no volviera, el Hegémono dictó un decreto prohibiendo el intento sin el concurso del Entrador del Laberinto anterior, siempre y cuando aún estuviera vivo.
– Que yo sepa no ha muerto.
– Hace más de cinco años que no se sabe dónde está. Creo recordar que el último que ha hablado con él ha sido Maraís Vega, que, como sabes, es su discípulo predilecto. Pero no creo que Vega esté dispuesto a proporcionar información.
– Lo intentaré -dijo Ígur, y Lamborga esbozó un gesto de incertidumbre-; necesitaré asesoramiento técnico.
– En eso no tendrás problemas; el único problema con que te encontrarás será con el de decidirte por una tendencia teórica o por otra -sonrió-, y no sólo se contraponen, sino que ya puedes imaginar la opinión que tienen los unos de los otros.
– ¿A quién me recomiendas?
– El Agon de la Biblioteca debe saber muchas cosas, pero no sé si en la práctica puede dar buenos consejos… Malduin te recomendaría al Secretario del Príncipe Nemglour, y tu Equemitor te dirá que vayas a ver a la Cabeza Profética.
– ¿Y tú que dices?
– Yo digo que hables con todos, pero que te confíes a uno solo, el que mejor puede guiarte a excepción del propio Arktofilax: el exconsultor del Anamnesor, el geómetra Kim Debrel.
Al salir de la entrevista, Mongrius hizo discretos intentos de indagación, pero Ígur le respondió con evasivas.
– No te fíes demasiado de Lamborga -dijo al ver que no sacaba nada en claro.
– ¿Y ahora adonde vamos? -dijo Ígur; después de un día tan agitado y productivo, no le desagradaba nada la perspectiva de divertirse.
– Directamente al Palacio de Madame Conti. Ya está avisada, y tiene muchas ganas de conocerte. -Y le sonrió, permitiendo que Ígur se imaginase mil y un vericuetos y reticencias de una conversación contractual en torno a él.
El Palacio Conti, magníficamente iluminado toda la noche, destacaba por su inconfundible forma cuadrada provista de torres en los ángulos y una cúpula en el centro, situado sobre una de las islas rocosas que forma el Sarca al dividir su curso en muchos brazos en el tramo que hacia el Sur se aleja de la Falera; la isla en cuestión, bautizada en honor de la señora del Palacio Isla de Ixtar, era la más baja de todas las del entorno, más escarpadas y de alturas similares entre ellas, pero, curiosamente, eso y la piedra y el mármol claros de su construcción en medio de oscuros berrocales le confería un contraste especial, parecido al de una joya resplandeciente insertada en medio de la naturaleza salvaje, que acentuaba la radialidad de sus siete puentes arcados que confluían en ella, notable incluso el más insignificante, por donde se accedía en sentido descendente desde los desfiladeros, por encima de los rápidos más turbulentos del río.
Nevaba y soplaba un viento helado cuando Ígur y Mongrius cruzaron el llamado Puente de los Cocineros, que escarpadamente se encaraba al Palacio en ataque posterior por la fachada Nordeste (en contraposición al Puente de los Príncipes, que mostraba en terreno llano la perspectiva de la fachada noble, la Sudoeste), sin duda, pensó Ígur, en un intento por parte de su amigo de exhibir la familiaridad que le unía a la casa, aunque él, amante de las primeras emociones perdurables, hubiera preferido una entrada más solemne. A pesar de todo, la vitalidad y el lujo del lugar le impresionaron; el acceso tenía una suma de provisionalidad apresurada y brillantez mundana y sensual que congració a Ígur con los días pasados hasta entonces en Gorhgró, más bien áridos y tensos. Una camarera jovencísima, mestiza y casi un palmo más alta que Mongrius, los recibió con una amabilidad exquisita y sutilmente insinuante, y los acompañó a través de un pasillo de luces rosas y espejos hasta un salón grandioso de planta octogonal, sin ninguna abertura al exterior, en cuyo centro se identificaba sin dificultad la cúpula apreciable desde fuera; a Ígur le sorprendió la facilidad con que habían llegado al centro de la edificación. En el salón, donde a pesar de la elevada temperatura no había ni humo ni bochorno, habría unas veinte personas de los dos sexos, algunas de pie y otras sentadas, repartidas en amplios divanes dispuestos en filas enfrentadas o concéntricas. La parte superior estaba rodeada por una galería elevada con arcos y barandilla en maderas preciosas mientras que el centro, bajo la cúpula, tres peldaños más bajo, se veía lleno de grandes cojines de colores con bordados, distribuidos a capricho. Cuando entraron se hizo el silencio, y una mujer de algo más de cuarenta años, alta y espectacularmente peinada y vestida de rojo, se adelantó.
– Madame Isabel Conti -dijo Mongrius con una solemnidad que más que traicionar sugería complicidades pasadas y expectativas juguetonas-, me distingue la satisfacción de presentaros al Caballero de Capilla Ígur Neblí, de Cruiaña, que hoy ha ganado su honor.
Ígur besó la mano de aquella mujer imponente (aunque no tan alta como parecía desde lejos) que le sonreía entre soñadora y socarrona. Todo, en ella, los grandes ojos verdes, la boca grande y perfecta, el escote generoso, las joyas y los aires de reina, era tan brillante, que costaba mirarla a los ojos y mantener la compostura y la cabeza en su lugar.
– Caballero Neblí -dijo con voz potente y gran autoridad-, hemos tenido noticia de la alta proeza de esta tarde, y vuestra presencia significa un honor para esta casa, que podéis considerar vuestra -pronunció lentamente el posesivo- desde ahora mismo.
Ígur echó una rápida ojeada a la estancia. El conjunto de hombres y mujeres parecía un modelo calculado para ilustrar la antigua relación de causa y efecto entre desnudez y atractivo, agitadora de intereses estéticos, desde la sutil transparencia de una parte de la ropa hasta la desnudez completa, enjoyada o maquillada, o el vestido zoomórfico que oculta la cara y el cuerpo a excepción de un miembro significativamente elegido; y los hombres que no formaban parte del activo del Palacio, y que Ígur dudaba entre considerar clientes o invitados, exhibían la insolencia del que ejerce el placer desde la dominación. La iluminación era contrastada entre puntos fríos y fondos cálidos, discontinua y, salvo en el centro, la decoración era una mezcla inhabitual de enredaderas con flores tropicales y damascos, pinturas y esculturas que representaban, algunas con gran realismo y detalle, las más desmesuradas fantasías obscenas, dotadas de una calidad formal que las hacía definitivamente eficaces.