– El Supremo Gobierno debería condecorar con la Orden del Sol al señor Pantaleón Pantoja-estalla, rutila entre Lux el Jabón que Perfuma, Coca-cola la Pausa que Refresca y Sonrisas Kolynosistas, dramatiza y exige La Voz del Sinchi-. Por la encomiástica labor que realiza en procura de la satisfacción de las necesidades íntimas de los centinelas del Perú.

– Lo oyó mi esposa y mis hijas tuvieron que darle sales-apaga la grabadora, recorre la habitación con las manos a la espalda el general Scavino-. Nos está convirtiendo en el hazmerreír de todo Iquitos con sus peroratas. ¿No le ordené tomar medidas para que La Voz del Sinchi no se ocupara más del Servicio de Visitadoras?

– La única manera de taparle la boca a ese sujeto es dándole un balazo o plata-escucha la radio, ve a las visitadoras preparando los maletines para embarcar, a Chuchupe montando a Dalila Pantaleón Pantoja-.

Cargármelo me traería muchos líos, no queda más remedio que calentarle la mano con unos cuantos soles.

Anda díselo, Chupito. Que se presente aquí en el término de la distancia.

– ¿Quiere decir que destina parte del presupuesto del Servicio de Visitadoras a sobornar periodistas?-lo examina de pies a cabeza, ancha las aletas de la nariz, arruga la frente, muestra los incisivos el general Scavino-.

Muy interesante, capitán.

– Ya tengo aquí, en salmuera, a los que crucificaron al suboficial Miranda-atomiza las patrullas, duplica las horas de guardia, suprime permisos y licencias, extenúa, encoleriza a sus hombres el coronel Augusto Valdés-. El ha identificado a la mayoría, sí. Sólo que tanto movilizar a mi gente detrás de los Hermanos del Arca, tengo desguarnecida la frontera. Ya sé que no hay peligro, pero si algún enemigo quisiera entrar, se nos metería hasta Iquitos de un pasco, mi general.

– Del presupuesto no, eso es sagrado-distingue un ratoncito cruzando veloz el alféizar de la ventana a pocos centímetros de la cabeza del general Scavino el capitán Pantoja-. Usted tiene copia de la contabilidad y puede comprobarlo. De mi propio sueldo. He tenido que sacrificar el 5% mensual de mis haberes para callar a ese chantajista. No entiendo por qué ha hecho esto.

– Por escrúpulos profesionales, por indignación moral, por solidaridad humana, amigo Pantoja-entra al centro logístico dando un portazo, sube la escalerilla del puesto de mando como un ventarrón, intenta abrazar al señor Pantoja, se quita el saco, se sienta en el escritorio, ríe, truena, arenga el Sinchi-. Porque no puedo soportar que haya gente aquí, en esta ciudad donde mi santa madre me botó al mundo, que menosprecie su labor y que todo el día eche sapos y culebras contra usted.

– Nuestro compromiso era clarísimo y usted lo ha violado-estrella una regla contra un panel, tiene los labios llenos de saliva y los ojos incendiados, rechina los dientes Pantaleón Pantoja-. ¿Para qué carajo los quinientos soles mensuales? Para que se olvide de que existo, de que el Servicio de Visitadoras existe.

– Es que yo también soy humano, señor Pantoja, y sé asumir mis responsabilidades-asiente, lo calma, gesticula, oye roncar la hélice, ve a Dalila correr por el río levantando dos paredes de agua, la ve elevarse, perderse en el cielo el Sinchi-. Tengo sentimientos, impulsos, emociones. Donde voy, oigo pestes contra usted y me caliento. No puedo permitir que calumnien a alguien tan caballero. Sobre todo, siendo amigos.

– Voy a hacerle una advertencia muy seria, so grandísimo pendejo-lo coge de la camisa, lo hamaquea de atrás adelante, de adelante atrás, lo ve asustarse, enrojecer, temblar, lo suelta Pantaleón Pantoja-. Ya sabe lo que ocurrió la vez pasada, cuando sus ataques al Servicio. Tuve que contener a las visitadoras, querían sacarle los ojos y clavarlo en la Plaza de Armas.

– Lo sé de sobra, amigo Pantoja-se arregla la camisa, trata de sonreír, recupera el aplomo, se aprieta el cuello el Sinchi-. ¿Cree que no me enteré que habían pegado mi foto en la puerta de Pantilandia y que la escupían al entrar y salir?

– La verdad, es un serio problema, Tigre-imagina motines, cargas de fusilería, muertos y heridos, titulares sangrientos, destituciones, juicios, sentencias y lágrimas el general Scavino-. En tres semanas, hemos echado mano a cerca de quinientos fanáticos que andaban escondidos en la selva. Pero ahora no sé qué hacer con ellos. Mandarlos a Iquitos sería un escándalo, habría manifestaciones, miles de hermanos andan sueltos. ¿Qué piensa el Estado Mayor?

– Pero ahora ellas están felices con los piropos que les echo en mi emisión, señor Pantoja-se pone el saco, va hasta la baranda, hace adiós al Chino Porfirio, vuelve al escritorio, soba el hombro del señor Pantoja, cruza los dedos y jura el Sinchi-. Cuando me ven en la calle, me mandan besitos volados. Vamos, amigo Pan Pan, no lo tome a lo trágico, yo quería servirlo. Pero, si prefiere, La Voz del Sinchi no lo mentará nunca más.

– Porque la primera vez que me nombre, o hable del Servicio, le echaré encima a las cincuenta visitadoras y le advierto que todas tienen uñas largas-abre un cajón del escritorio, saca un revolver, lo carga y descarga, hace girar el tambor, encañona el pizarrón, el teléfono, las vigas Pantaleón Pantoja-. Y si ellas no acaban con usted, lo remato yo, de un tiro en la cabeza. ¿Comprendido?

– A la perfección, amigo Pantoja, ni una palabra más -multiplica las venias, las sonrisas, los adioses, baja la escalerilla de espaldas, echa a correr, desaparece en la trocha a Iquitos el Sinchi-. Clarísimo como el sol.

¿Quién es el señor Pan Pan? No se le conoce, no existe, no se oyó nunca. ¿Y el Servicio de Visitadoras? Qué es eso, cómo se come eso. ¿Correcto? Vaya, nos entendemos. Los quinientos solifacios de este mes ¿como siempre, con Chupito?

– No, no, eso sí que no-secretea con Alicia, corre donde los agustinos, escucha confidencias del director, regresa sofocada a casa, recibe a Panta protestando la señora Leonor-. ¡Te presentaste con una de esas bandidas en la Iglesia! ¡Y en el San Agustín, nada menos! El padre José María me ha contado.

– Primero óyeme y trata de entender, mamá-arroja la gorrita al ropero, va a la cocina, bebe un jugo de papaya con hielo, se limpia la boca Panta-. No lo hago nunca, jamás me luzco por la ciudad con ninguna de ellas. Fue una circunstancia muy especial.

– El padre José María los vio entrar a los dos del brazo, con el mayor desparpajo-llena la bañera de agua fría, arranca la envoltura de un jabón, dispone toallas limpias la señora Leonor-. A las once de la mañana, justo cuando van a misa todas las señoras de Iquitos.

– Porque a esa hora son los bautizos, no es mi culpa, déjame explicarte-se quita la guayabera, el pantalón, la camiseta, el calzoncillo, se pone una bata, zapatillas, entra al baño, se desnuda, se sumerge en la bañera, entrecierra los ojos y murmura qué fresca está Pantita-.

La Pechuga es una de mis colaboradoras más antiguas y eficientes, estaba obligado a hacerlo.

– No podemos fabricar mártires, basta con los que ellos hacen-revisa cartapacios de recortes de periódicos marcados con lápiz rojo, celebra conciliábulos con oficiales del Servicio de Inteligencia, de la Policía de Investigaciones, propone un plan al Estado Mayor y lo ejecuta el Tigre Collazos-. Tenlos ahí en los cuarteles un par de semanas, a pan y agua. Luego los asustas y los largas, Scavino. Salvo a unos diez o doce cabecillas, a esos nos los mandas a Lima.

– La Pechuga -revolotea por el dormitorio, la salita, se asoma al cuarto de baño, ve a Panta moviendo los pies y salpicando el piso la señora Leonor-. Mira con quiénes trabajas, con quiénes te juntas. ¡ La Pechuga, la Pechuga! Como va a ser posible que te presentes en la Iglesia con una pérdida que encima tiene ese nombre.

Ya no sé a qué santo rogarle, hasta al niño mártir he ido a pedirle de rodillas que te saque de ese antro.

– Me pidió que fuera padrino de su hijito y no podía negarme, mamá-se jabona la cabeza, la cara, el cuerpo, se enjuaga en la ducha, se envuelve en toallas, salta de la bañera, se seca, se pone desodorante, se peina Pantita-. La Pechuga y Milcaras tuvieron el gesto simpático de ponerle mi nombre a la criatura. Se llama Pantaleón y yo mismo lo hice cristianizar.