– ¡Te has portado bien, Yuri!
Probablemente a Yuri le hubiesen bastado el beso y la felicitación de Irina para renunciar al estado de tensión profesional y sustituirlo por el de tensión sentimental, con la esperanza de una satisfacción completa a medio plazo, o acaso a plazo breve, si las cosas se precipitaban. Yo hice lo que Yuri hubiera hecho, aunque con otras intenciones.
– ¿Te parece que vayamos a cenar a cualquier rincón bonito?
– Mi casa -respondió Irina- es un rincón incomparable, y tiene la ventaja sobre cualquier figón de la Orilla Izquierda de que los cristales de las ventanas son a prueba de balas.
– ¿Algún temor? ¿Quizás alguna sospecha?
– ¡Una simple precaución, amor mío! Los agentes de la NATO, a estas horas, andan excitados como las moscas en verano. Y algunos me conocen.
– Pero tú no has tenido nada que ver en este asunto.
– No, pero estaba al corriente.
Había arrancado el coche. Los limpiaparabrisas recorrían agitados su camino de cristal. Di a Irina un cigarrillo encendido y yo puse otro entre mis labios.
– ¿Cómo sabes -le pregunté-, el contenido del Plan? Porque yo soy el único que lo ha tenido en sus manos, e ignoro totalmente en qué consiste.
– Tengo mis confidencias.
– ¿El comandante Levillier?
– No tan arriba, pero tampoco demasiado abajo.
– ¡Ah!
Pensé inmediatamente en Crosby, pero me resistí a aceptar, ni aun como hipótesis de trabajo, que Irina se hubiera acostado con él para obtener aquellas confidencias. Subíamos por la calle de Rennes, hacia la estación de Montparnasse. La casa de Irina estaba por aquel barrio, a la derecha de la estación, en una placita de castaños bastante recogida. Pero no fuimos a ella directamente. Irina dejó su coche en un garaje, tomamos un taxi, dio su dirección, me entregó una llave.
– Sal tú y abre la puerta de la calle mientras yo pago.
Lo hice. Apenas Irina había cruzado el espacio entre el taxi y la puerta, una ráfaga de muerte silbó en aquel silencio. Me miró y me empujó hacia el ascensor. Nos detuvimos un piso más arriba, bajé delante, abrí también y la esperé. Irina no manifestaba miedo: se limitaba a tomar precauciones inteligentes, aunque elementales. Yo, mientras tanto, intentaba averiguar, por mera deducción, a quién se le habría ocurrido vigilarla y autorizar que la matasen. Pensé en D39, sigla que enmascara a un oficial holandés alto, tozudo y no demasiado imaginativo, aunque buen trabajador y bastante fanático; un hombre que entiende que las mujeres pertenezcan al Servicio, pero que se sentiría verdaderamente realizado si llegara a contemplarlas muertas a sus pies.
Después de cerrar y echar varios cerrojos de seguridad («¡No me gustaría que nos estropeasen la noche con un doble asesinato!») Irina se metió en la cocina, y, desde el sillón en que me había sentado, la oía trajinar. Por los olores que me fueron llegando, averigüé un programa culinario de lo más ruso, que resultó además de gran poder restaurador. ¿Me consideraba fatigado o precavía posibles fatigas ulteriores? ¡Irina, cada vez más adorable, digna de quien pudiera adorarla, y no de mí! El vino, sin embargo, no fue ruso, ni siquiera el aguardiente: un burdeos de buen año y un calvados. Pero, mientras llegaba con las bandejas, examiné la habitación más atentamente de lo que lo había hecho aquella tarde, y el análisis de los objetos y de sus combinaciones me fue descubriendo a una mujer de espíritu bastante atractivo, no sólo su cuerpo, al que no cabía poner tacha. Los libros de poesía, en los plúteos, encima de la mesa, o el que, abierto aún, había abandonado aquella misma tarde -acaso en el sofá-, no eran ni más ni menos que los que yo esperaba, e incluso los que yo hubiera leído de presentarme como De Blacas y no como Etvuchenko. La persona del capitán de navío me fue siempre simpática por su afición a las Matemáticas, a la poesía y a las mujeres bonitas, y me hubiera gustado tratar a Irina desde el pellejo de De Blacas, pero aquella etapa de la aventura no había sido prevista. Continué mi inspección. Algunas contradicciones, como la vecindad de Lenin con una Madona de Kazan alumbrada de velitas color miel, no me sorprendieron demasiado, ya que respondían a la idea más tópica que tenemos de los rusos, sobre todo de los soviéticos, pero no dejaba de ser interesante que aquella muchacha encendiese velas a la Madona de Kazan. Aunque también podía ser mero detalle decorativo, y, ¿por qué no ingrediente de un disfraz? Visto así, en virtud de esta sospecha, todo lo que me rodeaba, incluidos los libros, podía significar varias cosas a la vez. Todo signo es ambiguo, y dice lo que queremos que nos diga, salvo cuando creemos que dice lo que quien los emite se propone que diga. Y no hago aquí este inciso teórico por mero capricho o por afán de mostrar mi sabiduría, sino porque, en el fondo de este relato, como llegará a verse, luchan unos signos contra otros, signos que dicen una cosa y que son otra. ¿Habéis retenido el nombre de Eva Gradner, a quien llamaré también Gadner o quizá Grundig? ¡Procurad no olvidarlo! Sin embargo, no llegué a creer, en aquel momento, durante aquella espera, que la dilucidación de tal problema pudiese entretenerme, menos aún interferir mis planes inmediatos: que consistían ni más ni menos que en devolver rápidamente al verdadero Etvuchenko su personalidad y su papel, y reintegrarme al del capitán de navío De Blacas, en cuyo puesto pensaba esperar la llegada de la citada Eva. De este acontecimiento ignoraba algunos detalles, pero la fecha era el más importante. Siempre confié en que uno de mis agentes en Nueva York me tuviese prevenido. Llegada Eva, lo que podía suceder entre nosotros era totalmente imprevisible. Y esa incertidumbre me hacía feliz, aunque también implicase mi posible muerte.
– ¿Tú conocías mis relaciones con el Servicio? -le pregunté a Irina después de beber algún vino.
– Por supuesto.
– ¿Ibas en el taxi que me siguió esta tarde, al salir de tu casa?
– Sí.
– ¿Por qué me seguiste?
– Mera precaución. Podían matarte, a lo mejor te raptaban… No estaba muy tranquila.
– ¿Acaso desconfías de mi pericia?
– No, a la vista de lo que has hecho; pero me da un poco de miedo tu despreocupación. No debes ignorar que pueden reconocerte. Tu fotografía está archivada.
La respuesta no podía ser más convincente. Cambié de conversación: el coronel Etvuchenko debía salir al día siguiente para Moscú en un avión nocturno. No podían pasar juntos las horas restantes porque él tenía algo que hacer en la Embajada, pero confiaba en que le quedase tiempo para reunirse a almorzar… El café de Irina estaba bueno. Y, sin la menor duda, sus pechos fueron mucho mejores que el vino. No sé a qué hora de la noche surgió, en la conversación, el tema del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. Irina confesó la desconfianza que le causaba aquel nombre, o aquel sustituto de nombre.
– No conozco a nadie, ni de nuestro servicio ni del de enfrente, con la imaginación necesaria para inventarlo, porque es una imaginación poética, como lo es su conducta, imprevisible como las etapas de un juego o los versos de un buen poema. He llegado a pensar si el método para descubrirlo ha de partir precisamente de la teoría literaria; si, en vez de un agente secreto, es menester un crítico.
Fumábamos en la penumbra. Yo, después de una chupada, dije:
– Sí. Alguien que entienda ante todo de metáforas.
Y, en aquel mismo instante, rápidamente, Irina cogió un puñal escondido en alguna parte, y si mis reflejos no hubieran actuado tan rápidos como mi deducción, allí mismo me habría traspasado.
Me di cuenta del error cometido en el momento mismo en que mi mano detenía el puñal. Le apreté la muñeca hasta que lo soltó, y, no sé por qué, sentí compasión por su derrota, y quizá con intención de mostrárselo, le acaricié la mano que acababa de obligarle a abrir. Se dejó caer, entonces, en la almohada, y escondió el rostro, vencida. Creo que en algún momento sollozó. Y yo esperaba a que se recobrase. Lo hizo pasado un rato: levantó la cabeza y miró. Encendió la luz para hacerlo mejor. Y lo hizo durante un minuto largo.