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– Eres tú, ¿verdad?

– Sí.

– Pues no lo entiendo, no entiendo cómo pudiste engañarme durante tanto tiempo.

– Sólo llevo engañándote desde el momento en que nos encontramos delante de aquella negrita, en el café.

– ¿Y antes?

– Antes, era el coronel Etvuchenko, no yo.

Señaló, casi acarició la cicatriz de mi brazo izquierdo, la huella larga de un balazo superficial.

– Eso lo has tenido siempre.

– Sí. Etvuchenko lo tuvo siempre.

– ¿Quién eres entonces?

– Lo sabes ya, lo has descubierto en el momento mismo en que pronuncié una palabra que Etvuchenko no hubiera usado nunca.

Ella sonrió.

– Yuri, el pobre, jamás logró entender lo que es una metáfora, menos aún explicarse la razón de su existencia.

– Yo no entiendo de otra cosa, o más exactamente, casi no soy otra cosa. La sustitución llevada a cabo con el coronel, aunque difícil de explicar en sus trámites físicos, y no digamos en los metafísicos, puede sin embargo entenderse como metáfora.

Irina recitó, en francés, en inglés y en ruso, mi nombre entero: «El Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Y añadió:

– Antes de que me mates, quisiera saber de verdad quién eres.

– No tengo intención de matarte.

– Si no me matas, te mataré yo.

Me eché a reír, aunque no demasiado fuerte.

– ¿Qué haría Irina Tchernova, poeta rusa de la emigración, con el cuerpo muerto del coronel Etvuchenko en su estudio, y hasta es posible que en su cama? ¿Cómo iba a explicarlo? Al camarada Iussupov le costaría mucho trabajo creer que se trataba realmente del cuerpo de ese mero nombre cuyas huellas se pierden en la niebla, y a la Policía francesa le daría igual. Y tú, en el caso, meramente imaginable, de que salieras airosa, que lo dudo (lo más probable es que te condenasen, unos y otros, como autora de un crimen pasional, lo que no haría ningún favor a tu reputación literaria); en ese caso, digo, pasarías el resto de tu vida acongojada por la evidencia de un misterio que no llegaste a entender. Ahora bien, yo te prometo ayudarte a desvelarlo, previo pacto de paz.

– Eres un enemigo.

– Eva Gradner, de la CÍA, directamente al servicio del Pentágono, piensa de mí otro tanto y, un día de éstos, llegará a Europa dispuesta a asesinarme, aunque esta palabra sólo sea apropiada desde mi punto de vista, pues para ella y para los que la tienen a su servicio, sólo sería una ejecución legal. El Pentágono tiene escasa sensibilidad para lo poético, menos aún para lo misterioso, y en cuanto a ella, tampoco le preocupa lo incomprensible, que siempre logra entender aunque sea equivocándose. Pero un error tranquilizante siempre es más eficaz que la duda.

– Pero, ¿tú no estás al servicio del Pentágono?

– ¿Cómo te explicas, en ese caso, que haya entregado al Embajador de la URSS el texto entero del Plan Estratégico?

– Porque es una trampa.

– Podría demostrarte que no.

– En cualquier caso, estás pagado por los otros.

– El último dinero que recibí, justamente esta tarde, son dólares americanos de fabricación rusa.

– ¡Mis patrones son muy inteligentes! -me interrumpió ella con algo triunfal en la voz.

– No he abierto aún los paquetes, pero, ya sé lo que contienen. Así, sin abrirlos, los expediré a algún lugar del Caribe.

– ¿Tengo que pensar que eres un traidor?

– Si has analizado, y creo que lo habrás hecho, esa docena de trabajos a los que debo mi reputación, habrás observado que son, por lo menos, ambiguos.

Irina calló un momento.

– Sí, eso es cierto.

– Eva Gradner no lo cree así, porque para ella no hay más que el sí y el no. Vive en un mundo sin matices y, por supuesto, sin metáforas.

– ¿Quién es Eva Gradner?

– Una muñeca.

CAPÍTULO PRIMERO

1

Irina, de repente, apagó la lámpara y quedamos envueltos en el resplandor suave, casi cómplice, que venía del salón, las velas encendidas de los iconos, de las que también llegaba un remoto olor a miel. No me cuesta trabajo reconocer que me hallaba, más que tranquilo, sosegado, y que el silencio en cuyo centro reposábamos, tenía límites lejanos, ese tráfago amortiguado de la noche tan difícil de reconocer: si un automóvil que corre por el asfalto, si un incendio que fulgura y cruje, o el alarido de una mujer asesinada no se sabe hacia dónde. También, el llanto súbito de un niño, pero eso no se escucha nunca lejos, sino en la casa de al lado, casi pared por medio. Fue lo que distrajo a Irina, el llanto:

– Siempre se despierta a esta hora, pero le dura poco. Su madre sabe callarlo.

E inmediatamente volvió a lo nuestro:

– ¿Una muñeca? ¿Qué quieres decir?

No sé si involuntariamente o con intención de bruja, se había acurrucado junto a mí y había apoyado la cabeza en mi brazo.

– Nos falta aún el pacto de la paz -le respondí.

– Hecho.

– ¿Te devuelvo el puñal, entonces?

Apareció en mi mano un rebrillo alargado y débil. Ella tendió la suya y lo recibió, sin arrebato, sin crispación: su cuerpo no se movió. Sobrevino un silencio, breve, pero de hondura incalculable, que lo hizo casi eterno. Yo, aunque apercibido para estorbar en el aire mi muerte, no sé por qué confiaba en la palabra de Irina. Ella, entonces, arrojó el arma contra la pared, la arrojó diestramente, sin esfuerzo, y allí quedó clavado, cerca del techo. Se apretó un poco más, escondió la cabeza entre mi brazo y mi cuerpo, y le oí decir, con voz menuda:

– Tú ganas.

Aquella confesión tan elegante y valerosa la situaba tan por encima de mi poder, que creí necesario ofrecerle mi reconocimiento, y lo hice del modo al que había descubierto que era sensible Irina. Esto demoró mi cuento durante un rato, silencioso, pero entrecortado por algunas palabras rusas. ¡Es asombrosa la perfección en la entrega de algunas mujeres inteligentes, porque ellas solas saben anular la inteligencia y meterla en la carne en el momento preciso! Aunque quizás en aquella sabiduría erótica de Irina interviniese la intuición musical que le decía el lugar donde poner a los verbos el acento. Yo no me envanecí, porque la amaba con el cuerpo de Etvuchenko, pero, a partir de aquel momento, la admiré bastante más.

– Quiero que me hagas una promesa -me dijo, casi transida aún.

– ¿Antes de saber quién es Eva Gradner?

– Sí. Quiero que me permitas ayudarte contra ella.

– ¿Ayudarme?

– A impedir que te mate.

La acaricié en silencio.

– Correrás el mismo riesgo que yo.

– Con eso cuento.

– ¿Crees que vale la pena?

– No olvides que eres mi presa -y riéndose, señaló el rincón donde había ido a clavarse el puñal-. Tengo ciertos derechos sobre tu vida, entre ellos el de defenderla.

– Antes de cualquier otra palabra, debo decirte que mañana devolveré su cuerpo al coronel Etvuchenko, y que, cuando recobre el que me cobija desde hace algunos meses, a lo mejor no te encuentras tan cómoda junto a él.

Me besó, de repente.

– Te confieso que me gusta Yuri, pero no estoy enamorada. Espero que la sustitución no me defraude.

– Insisto, sin embargo, en prevenirte de que la personalidad en que me encontrarás mañana no es imposible que te desagrade.

– ¿Tu voz será la tuya, por lo menos?

– Sólo será mío lo que la otra voz te diga.

– Espero no ofenderte si te confieso que no sé si me encuentro a punto de verme envuelta en una burla o de pisar las sombras de un misterio.

– Si ambos sobrevivimos, ¿no crees apasionante que lo indaguemos juntos?

– Acabamos de pactar una explicación inmediata. No olvides que mi curiosidad te salvaguarda.

– Hasta donde es posible, hasta donde yo mismo tenga que detenerme, hasta allí llegará mi explicación. Después no sé si lo que realmente empieza es el vacío. Pero eso se refiere sólo a mí. En lo que respecta a Eva Gradner, no hay misterio, sino sólo un secreto de Estado en el que tuve cierta participación, aunque clandestina, pues por aquellos días andaba por los laberintos del Pentágono en la persona del general Gray. (Sentí que el cuerpo de Irina se estremecía.)