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Yo no había visto nunca a Irina Tchernova. Había, sin embargo, leído sus poemas, cuyas afirmaciones rítmicas de libertad individual a ultranza habían sido muy celebradas por algunas revistas de ideología incierta: constituían una parte no muy extensa de su obra publicada; el resto se dedicaba enteramente a mí, bajo un sistema de claves que algunos críticos trataban inútilmente de interpretar, y que lo mismo les conducían por las tenebrosidades de un proceso místico en que se buscaba a Dios, que de un proceso de odio en que se buscaba a un enemigo. Si otros insistían en asegurar que la meta de aquella poesía y de aquella búsqueda era, con toda certeza, un dios que quizá coincidiera con alguna metamorfosis o figuración del pueblo, yo sabía perfectamente dónde estaba la meta. Probablemente mi falta de atención a la persona de Irina obedeciera a estar en el secreto de su duplicidad, pero hoy me encuentro en situación de asegurar que estaba equivocado, por aplicar una interpretación lógica, de marcado carácter racionalista, a la conducta de una muchacha eslava, que además, hacía versos de significación no sólo secreta sino además múltiple. ¡Y cuidado que yo hubiera podido comprender e interpretar rectamente su doble juego, que obedecía, sin duda, pensé después alguna vez, a su complejidad espiritual, no de las claramente discernibles, sino de las confusamente vividas! Iba a entrevistarme con Irina sin otra provisión que las imágenes guardadas en la memoria de Etvuchenko, que ya empezaba a llamarse precisamente Yuri, sólo Yuri, y que daba todas las señales de olvidar su condición de agente. Y estas imágenes venían cargadas de erotismo, eran las de un enamorado a quien el Destino y las necesidades políticas y estratégicas de una patria en peligro mantenían separado de aquella muchacha ¿Muchacha todavía? Me lo pregunté: no pude responderme.

Los amores de Yuri e Irina no figuraban en los datos de mi fichero ni en los de mi memoria, bastante más completos. Todo lo que en mí pertenecía a Etvuchenko se ordenaba ahora alrededor de aquellas imágenes, que eran mezcla de recuerdos, deseos y esperanzas. Mientras tanto, yo permanecí apartado, sin grandes ilusiones, pero sabiendo que tras aquel trámite quizá sólo erótico, pero quién sabe si, a lo mejor, también sentimental, durante el cual mi verdadera personalidad se mantendría al margen, no sabía aún si contemplando o divirtiéndome, me recibiría el Embajador Soviético para encargarme, a lo mejor, de mi propia persecución. ¡Yo mismo tras de mí mismo! ¿Llegaría por fin, esa ocasión? Era la meta de mi carrera, el looping the loop de mi propio magisterio, pero, como más tarde explicaré, sólo después de haber salvado ciertos obstáculos y de haber dirimido aquella cuestión pendiente con Eva Gradner, que yo mismo había provocado. Entonces, cuando todo hubo pasado, la tan apetecida persecución de mí mismo dejó de interesarme, y para explicarlo, quizá para explicármelo, es para lo que cuento esta historia, apéndice de unas Memorias que no se conocerán jamás.

La sonrisa de Irina me esperaba en el fondo del café, cerca y casi debajo de una negrita reluciente que sostenía una profusa lámpara con su mano derecha, lo cual le permitía poner de manifiesto, con toda su osadía, unos pechos desnudos: las tulipas de la lámpara eran como lágrimas rojas, verdes, azules, alguna blanca, lágrimas encendidas. No sólo me esperaba aquella sonrisa temblorosa, sino también los labios y un lugar a su lado. Le advertí inmediatamente del poco tiempo de que disponíamos y, de paso, aludí o me referí, no lo recuerdo bien, a lo lejos que quedaba su casa (al otro lado del río, donde viven los poetas). Pero me suplicó que le hablase de Leningrado, dejó caer sus palabras de nostalgia y de recuerdos, y pedía respuestas a sus preguntas sobre lugares y paisajes: inmensas avenidas bajo la niebla o barquitos de vapor que se abren paso entre los carámbanos del río: bajo la niebla también, aunque, a veces, bajo la nieve indiferente (1). Mientras le respondía, recordaba que, según mis informes, ella había estado en Rusia poco más hacía que un mes. Representaba, pues, una parte de un papel (algo más adelante, alcancé a comprender que, cuando Irina iba a la URSS por razones de servicio, una parte importante de su persona se quedaba en París, desterrada, y moría de nostalgia. ¡Qué cosas pasan! Pero no soy yo precisamente el llamado a sorprenderme, cuando esas cosas pertenecen por su propia naturaleza al mundo por el que transito cada día).

Imaginé, y no me equivoqué, que así como Etvuchenko ignoraba que ella perteneciera al Servicio, Irina, no sólo lo sabía todo de Etvuchenko, sino que estaba bien informada de las razones por las que había venido a París. En la conversación que siguió a la satisfacción de las nostalgias, camino ya de la casa de Irina, ninguna de las preguntas que ella hizo, ninguna de sus palabras, podía hacerme sospechar que tratase de sonsacarme, de averiguar, lo cual fue precisamente lo que me puso sobre aviso, lo que me hizo hablar, aparentemente, más de la cuenta, pero con tales conceptos que Irina tuvo que atribuirme la más perfecta carencia de información fidedigna, casi hasta el punto de excitar su compasión y aumentar su ternura. Lo que aconteció aquella tarde entre nosotros (en el caso de que me decida a hablar en nombre de Etvuchenko) no fue más que lo acostumbrado entre unos amantes, no del todo fieles, que no se ven muchas veces al año, y que si él es especialmente sensual, dentro de su apasionamiento demorado, ella tiende más bien a la ternura, si bien modificado ese esquema abstracto en el sentido de que Etvuchenko amaba a Irina, y ésta sólo sentía por él una simpatía contaminada ciertamente de afición carnal, pues Etvuchenko era un buen mozo. En la velada predominó el color local… eslavo: en la habitación había incluso iconos, además de un samovar y de unas tazas para té de soporte metálico. Irina cantó canciones y yo, en algún momento, lloré. Había señalado previamente un límite de tiempo. Irina me acompañó hasta encontrar un taxi. Quedé en telefonearla. Di la dirección al chófer y permití que Etvuchenko se sumiera en el recuerdo de cuanto acababa de acontecer, con insistencia en lo de las caricias: demasiado inmediato para que pudiera interesarme.

(1) Pido perdón por la falacia patética, pero fue así como me lo dijo Irina.

Me entretuve alertando mis facultades mientras Etvuchenko revivía su amor. Me di cuenta de que nos seguían, y me pregunté que quién y por qué: no era de los míos, o, al menos, no era nadie a quien yo hubiera ordenado aquel servicio. Me pregunté si desconfiarían de Etvuchenko o si aquella persecución no pasaba de una vigilancia prudente, de la protección ejercida sobre un agente de importancia. Pero, ¡les había sido tan fácil a los míos secuestrarme y esconderme! A lo mejor, aquel taxi insistente, calle tras calle, obedecía a Irina. En cualquier caso, aquel detalle no alteró la situación ni mis previsiones: fue una especie de redundancia.

El Embajador me recibió en seguida, me invitó a café y a vodka, me mandó que esperase. Llegó muy pronto un personaje que me fue presentado como «El secretario», que se sirvió él mismo el vodka, se sentó algo alejado de mí y no dijo palabra. El Embajador entró dos o tres veces, y apareció finalmente acompañado de otros dos personajes: a uno lo conocía bien, un alto cargo de las fuerzas armadas; el otro era mi colega Iussupov, si es que se le puede llamar colega al Águila Caudal, a los Ojos que Todo lo Ven, al Previsor Futuro, al Zahorí por antonomasia. Si a Etvuchenko no le llamó la atención, pues le conocía y contaba con él, yo no dejé de preguntarme, después de haberle examinado, cómo pueden coexistir en la misma persona una inteligencia que casi se aproxima al olfato de los perros, con una estupidez que le aproxima a las grandes personalidades. Iussupov se había apuntado éxitos indiscutibles en varias cuestiones en las que yo no había intervenido. Le habían servido para crearse un pedestal del que no solía apearse, de modo que entró en la sala del Embajador con pedestal y todo. Me saludó con desprecio, y yo tuve que levantarme y hacerle una reverencia, «¡Camarada Iussupov!», de la que prescindió. Una mirada como la de este colega mío debe de ser la de Von Karajan cuando contempla la orquesta apabullada, la orquesta que se estremece al movimiento de una vara que ordena con la inexorabilidad de Yahvé y por las mismas razones «¡Ya no falta más que el doctor Klein!», dijo el Embajador; «pero no tardará en llegar». Me sonreí mientras Etvuchenko temblaba. El doctor Klein dirigía el Servicio en la Alemania Democrática, y su mente de matemático prusiano había sido reforzada con la energía del método dialéctico. Llegó en seguida, impecable. Supongo que el día anterior había recibido en su despacho una nota, redactada por mí, en que se contenían informes opuestos a los recibidos por el Embajador, que eran los que Moscú manejaba. Pero en la nota recibida por el doctor Klein, una apostilla de mi mano decía: «En el Cuartel General de la NATO se sospecha la participación en este asunto del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, lo cual es natural que se piense, porque ese Maestro es el nombre inventado por el enemigo para designar lo que no entiende.»