Esperó a que el prelado se sirviese y empezase a comerlo. Lo hizo también, con calma, recreándose en los bocados.

– Está bueno, ¿verdad?

– Sí, Excelencia. Está realmente bueno. Compadezco a los judíos, que lo tienen prohibido.

– Pero, si son conversos…

– Incluso a los conversos, Excelencia, les da cierto repeluz.

A él, evidentemente, no se lo daba. El vino era del mismo clarete frío al que el Gran Inquisidor era tan aficionado: lo bebía en su copa etrusca, pero la del padre Almeida no le bajaba en méritos, aunque fuese moderna. Y al vino no le hacía ascos el jesuita.

Pusieron de postre un plato de naranjas recientes y algunas frutas más de temporada. El padre Almeida prefirió melón. Y cuando terminaron, el Gran Inquisidor señaló un asiento en la mesa camilla, en la que había apercibidas copas de licor y dos o tres botellas: aguardiente de Chinchón, un orujo andaluz y una botella de Oporto dulce. Fue de ella de la que bebió el Gran Inquisidor. El jesuita se sirvió del orujo, y, mientras bebían, hablaban de naderías, y el jesuita esperaba que todas aquellas frivolidades acabasen de una vez, y que surgiera la conversación seria. Y ésta fue inevitable cuando el prelado, despachado ya el Oporto, sacó del pecho un papel doblado.

– Eche un vistazo a eso, padre.

Desplegado, el padre Almeida pudo leer un largo requilorio en el que varios frailes, encabezados por el padre Villaescusa, pedían la detención del padre Almeida y su sumisión a un largo interrogatorio encomendado a peritos, en el que fuese examinado de doctrina. Leído el papel, lo plegó y se lo devolvió al prelado.

– ¿Qué le parece, padre?

– Después de lo de ayer, no me sorprende.

– No sé si habrá leído usted que también piden la celebración urgente de un gran auto de fe, en que se quemen sin dilación todos los judaizantes, moriscos, herejes y brujos que puedan hallarse a mano.

– Sí, es la segunda parte del escrito.

– ¿Y usted qué opina?

– Yo soy contrario a esas luminarias.

– Yo, también; pero a la gente de este país, o, al menos de este pueblo, le gusta el olor a chamusquina. No sé si incluso lo prefieren a la lidia de toros bravos.

– Yo no conozco a este pueblo… Soy un súbdito del rey de Portugal que ha vivido muchos años en Brasil. Allí no quemábamos a nadie, ni a nadie se le ocurría que se pudiera quemar a un semejante.

– Son tierras nuevas aquéllas, padre; allí está naciendo otro mundo, que, a lo mejor, llega a valer más que éste. Pero el caso es que esa docena y media de distinguidos teólogos me piden su detención y una fiesta de fuego. Tengo que detenerle a usted. Para lo de la quema hay que contar con el brazo secular, porque, como usted debe saber, nosotros no quemamos.

– Sí, ya lo sé. Los teólogos han inventado un subterfugio irreprochable. Ellos no queman, queman los verdugos del Estado.

– ¿Y a usted le parece mal?

– A mí no se me oculta, como a Vuestra Excelencia, quiénes son los responsables. ¿Qué más da quién enciende la pira?

– ¿Lo encuentra injusto?

– Lo encuentro criminal.

– A usted no se le oculta que la justicia y el crimen obedecen a criterios humanos.

El jesuita no respondió. El Gran Inquisidor medió la copa de Oporto, bebió un sorbo y lo paladeó. Creyó oír que el jesuita, en voz baja, recitaba: «Buscad el Reino de Dios y Su Justicia, y lo demás se os dará de añadidura.» Dejó la copa en la mesa y miró fijamente a su invitado.

– Debe usted saber, padre, porque le conviene, que lo que aquí se busca es precisamente la añadidura.

– Ya lo voy comprendiendo.

Hubo una pausa. El jesuita temió que después de ella, el prelado lo despidiese, acaso con el pretexto de una siesta, excelente representación de la añadidura en aquel preciso momento. Por eso se apresuró a decir:

– Antes de retirarme, y por si Vuestra Excelencia no tiene ocasión de volverme a oír, quisiera hacerle una confesión.

– Me parece bien, padre, pero tenga en cuenta que, hasta las tres de la tarde, no escribiré la orden de detención. Como las cosas van tan despacio, no creo que mis esbirros lleguen al convento de la Compañía antes de las cuatro. La calle de Toledo queda lejos.

– Aunque así sea, y le agradezco la advertencia, necesito que usted sepa que, a estas horas, el Rey y la Reina, Nuestros Señores, se encuentran juntos y sin vigilancia en un lugar de la corte. Espero que por fin se hayan visto desnudos.

– ¿Y cuál es el lugar de esas tan deseadas nupcias?

– Una celda del monasterio de San Plácido.

El Gran Inquisidor meneó la cabeza.

– Esta prima mía siempre metiéndose en líos. Un día cualquiera no voy a tener más remedio que enviarle una visita.

– El Rey y la Reina han podido encontrarse a causa de una trama llevada personalmente por el conde de la Peña Andrada y por mí, con la ayuda de una mujer llamada Marfisa, de quien Vuestra Excelencia también tiene noticias.

– ¡Ya lo creo! ¡Como que hay firmada también una orden de detención contra ella, la muy tuna! Pero no creo que las cosas pasen de ahí.

– De esa detención fue advertida a tiempo, gracias a Dios y a la caridad de las almas cristianas.

– ¿Y cómo fue, padre, el meterse en ese asunto? Quiero decir en sus términos reales, no en los meramente académicos de la tarde de ayer.

– He llegado a pensar, Excelencia, que Dios me trajo aquí solamente para eso.

– ¿Y usted cree que a Dios le interesa si el Rey y la Reina fornican desnudos o en camisón?

El jesuita le miró perplejo; luego le preguntó, osadamente:

– Excelencia, ¿cree usted en Dios?

Y el Gran Inquisidor sonrió tiernamente, pero su sonrisa se transformó en una mueca triste.

– Hay muchos libros escritos sobre Dios, pero todos caben en una palabra: o sí, o no.

10. El padre Villaescusa, revestido, se adelantó por el pasillo central de la iglesia. Le precedían tres monagos con la cruz alzada y los ciriales. El padre Villaescusa rodeó la pareja penitente arrodillada ante el presbiterio, subió sus gradas y quedó quieto, de espaldas al pueblo cristiano, que no estaba. Entonces, el Valido tocó en el hombro a su esposa, se levantaron y, precedidos sólo de los ciriales, marcharon hacia la escalera que conducía al coro. Los monagos quedaron fuera, y ellos empezaron a subir por un estrecho caracol de piedra hecho de vueltas y vueltas sobre sí mismo. En una de ellas, la esposa del Valido dijo:

– Me estoy mareando. Creo que voy a caer.

– Aguanta unos peldaños más. Estamos llegando.

La señora hizo un esfuerzo y empujó hacia arriba su cuerpo estremecido; el Valido se situó detrás, por si caía, para recogerla en sus brazos.

En el coro, las monjas del monasterio se habían ordenado en un óvalo grande: la mirada hacia fuera. Presidía la abadesa en su sitial. El Valido le hizo una reverencia, también la saludó la señora. Las monjas del ángulo más próximo se apartaron un poquito, y por aquella puerta penetró doña Bárbara. El corro volvió a cerrarse, y las monjas cantaron la misa: respondían unánimes y bien disciplinadas a los latines cantados, con voz deshilachada y agria, por el padre Villaescusa, allá en el altar. El Valido se arrimó a la barandilla del coro, y esperó. No había nadie en la iglesia, más que el oficiante y el monago que le ayudaba. Cuando terminaron el Sanctus, volvió a romperse el corro, y el Valido penetró en el ámbito secreto, que se cerró de nuevo, y las monjas, como respuesta a la campanilla que anunciaba el canon, comenzaron a rezar el salmo 50: «Ten piedad de mí, Señor, según tu gran misericordia…o Lo hacían bajo, y con voces abstractas. El Valido vio a su esposa, tendida en una colchoneta, que le miraba angustiada.

– Ánimo -susurró el Valido, y se acostó junto a ella.

La dama dijo:

– ¿Y no será pecado todo esto?

– En todo caso, no recaerá sobre nosotros.

Púdicamente, la dama comenzó a remangarse las faldas. Venía con medias hasta medio muslo y sin bragas. El Valido apartó la mirada.