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– No salimos de aquí, ¿verdad? Todo el tiempo estuvimos aquí, ¿no es cierto?

Todas pescaron scorro, y respondieron.

– De veras, muchachos. Claro que los vimos siempre ahí. Dios los bendiga, chicos -y seguían dándole al trago.

En realidad, no es que importara demasiado. Pasó una media hora antes de que los militsos dieran señales de vida, y los que llegaron fueron muy jóvenes, muy sonrosados bajo los grandes schlemos de cobre. Uno dijo:

– ¿Saben algo de lo que pasó esta noche en la tienda de Slouse?

– ¿Nosotros? -pregunté, haciéndome el inocente-. Caramba, ¿qué pasó?

– Robo y golpes. Dos hospitalizados. ¿Dónde estuvieron esta noche?

– No me hablen en ese tono asqueroso -dije-. No me interesan esas repugnantes insinuaciones. Todo esto revela una naturaleza muy suspicaz, hermanitos míos.

– Estuvieron aquí toda la noche, muchachos -empezaron a crichar las viejas harpías-. Dios los bendiga, no hay muchachos más buenos y generosos. Se han pasado aquí toda la noche. Ni moverse los vimos.

– No hacíamos más que preguntar -dijo el otro militso joven-. Tenemos que hacer nuestro trabajo como cualquiera. -Pero antes de marcharse nos echaron una desagradable mirada de advertencia. Cuando se alejaban les propinamos un musical pedorreo con los labios. Pero me sentí un poco decepcionado; en realidad, no había contra qué pelear en serio. Todo parecía tan fácil como un bésame los scharros . De cualquier modo, la noche era todavía muy joven.

2

Cuando salimos del Duque de Nueva York videamos al Iado de la iluminada vidriera principal del bar un viejo y gorgoteante pianitso o borracho, aullando las sucias canciones de sus padres y eructando blerp blerp entre un trozo y otro, como si guardase en la tripa podrida y maloliente una hedionda y vieja orquesta. Ésa es una vesche que nunca pude aguantar. Nunca pude soportar la vista de un cheloveco roñoso, tumbado, eructando y borracho, fuera la que fuese su edad, pero muy especialmente cuando era de veras starrio como éste. Estaba como aplastado contra la pared, y tenía los platis en un estado vergonzoso, arrugados y en desorden, cubiertos de cala y barro, de roña y alcohol. Bueno, lo agarramos y le encajamos unos pocos tolchocos joroschós, pero siguió cantando. La canción decía:

Y volveré a mi nena, a mi nena,

cuando tú, nena mía, te hayas ido.

Pero cuando el Lerdo le dio unos cuantos puñetazos en la hedionda rota de borracho, paró el canto y se puso a crichar :

– Vamos, péguenme, cobardes hijos de puta… no quiero vivir en este mundo podrido.

Le dije al Lerdo que se apartase un poco, porque a veces me gustaba slusar lo que algunos de estos decrépitos starrios decían de la vida y el mundo.

– Bueno, ¿y qué tiene de podrido? -le dije.

– Es un mundo podrido porque permite que los jóvenes golpeen a los viejos como ustedes hicieron, y ya no hay ley ni orden. -Estaba crichando muy alto y agitaba las rucas, y decía palabras realmente joroschós, sólo que además le venía de las quischcas ese blurp blurp, como si adentro tuviese algo en órbita, o como si lo interrumpieran bruscamente haciendo chumchum, y el veco amenazaba con los puños y gritaba:- Ya no es mundo para un viejo, y por eso no les temo ni así, chiquitos míos, porque estoy demasiado borracho para sentir los golpes si me pegan, y si me matan, ¿qué más quiero? -Smecamos , divertidos, y el viejo continuó:- ¿ Qué clase de mundo es éste? Hombres en la luna y hombres que giran alrededor de la tierra como mariposas alrededor de una lámpara, y ya no importa la ley y el orden en la tierra. Así que hagan lo que se les ocurra, sucios y cobardes matones. -Y para remate nos regaló un poco de música labial- Prrrrrrrrrzzzzzzrrr -la misma que les habíamos ofrecido a los jóvenes militsos, y reanudó el canto:

Oh, patria, patria querida, luché por ti

y te di la paz y la victoria.

De modo que lo cracamos bien, sonriendo entretanto, pero siguió cantando. Le hicimos una zancadilla y cayó pesadamente, y como un surtidor brotó un chorro grande de vómito de cerveza. Era repugnante, así que comenzamos el tratamiento de la bota, una patada cada uno; y entonces de la roñosa y vieja rota le brotó sangre, no música ni vómito. Al fin seguimos nuestro camino.

Cerca de la central eléctrica municipal nos topamos con Billyboy y sus cinco drugos . Ahora bien, en esos tiempos, hermanos míos, los grupos eran de cuatro o cinco: cuatro, un número cómodo para ir en auto; y seis, el límite máximo de una pandilla. A veces las pandillas se juntaban, formando ejércitos malencos para la guerra nocturna, pero en general era mejor moverse por ahí con poca gente. Nada más que verle el litso gordo y sonriente a Billyboy me enfermaba, y siempre despedía ese vaho de aceite muy rancio que se ha usado para freír una y otra vez -y olía así aunque estuviera vestido con sus mejores platis, como ahora. Nos videaron al mismo tiempo que nosotros a ellos, y ahora nos medíamos en completo silencio. Esto sería la cosa verdadera y real, usaríamos el nocho , el usy y la britba , no sólo los puños y las botas. Billyboy y sus drugos interrumpieron lo que tenían entre manos, que era prepararse para hacerle algo a una llorosa y joven débochca a la que tenían allí, y que no pasaría de los diez años, y estaba crichando con la ropa todavía puesta. Billyboy la sostenía de una ruca, y su lugarteniente Leo de la otra. Probablemente estaban en la parte de los slovos sucios, antes de iniciar un trozo malenco de ultraviolencia. Cuando nos videaron llegar, soltaron a la pequeña ptitsa lloriqueante -de donde ella venía había muchas más- y la chica corrió con las delgadas piernas blancas relampagueando en la oscuridad, siempre gritando oh oh oh. Yo dije, con una sonrisa amplia y druga :