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Yecamos de regreso a la ciudad, hermanos míos, pero justo a la entrada, no lejos de lo que llamaban el canal industrial, videamos la aguja indicadora del combustible que casi se caía, precisamente como nuestras propias agujas, ja, ja, ja, y el auto tosía cashl cashl cashl. Pero no había mucho de qué preocuparse, porque allí cerca las luces azules de una estación ferroviaria se apagaban y encendían, se apagaban y encendían. La cuestión era si dejaríamos el auto para que lo sobiraran los militsos o si (ya que andábamos con ganas de destruir y matar) le daríamos una buena tolchocada hacia las aguas starrias para presenciar un hermoso y ruidoso plesco antes que acabara la noche. Decidimos esto último, y después de bajar y soltar los frenos, los cuatro lo tolchocamos hasta el borde del agua sucia, que era como melaza mezclada con productos del agujero humano, y allí le dimos un tolchoco joroschó y adentro se fue. Tuvimos que retroceder de un salto para que la roña no nos salpicase los platis, pero allá fue, esplussssshhhh y glolp glolp glolp, discreta y suavemente. -Adiós, viejo drugo -exclamó Georgie, y el Lerdo lo acompañó con una gran risotada de payaso-: Ju ju ju ju. -Nos acercamos a la estación para abordar el tren al centro, como se llamaba entonces al sector medio de la ciudad. Pagamos sin chistar nuestros pasajes, y esperamos correctamente y sin escándalo en la plataforma, y el viejo Lerdo se puso a jugar con las máquinas tragamonedas, pues tenía los carmanos llenos de pequeños níqueles; y si hubiese sido necesario se habría dedicado a distribuir barras de chocolate a los pobres y los necesitados, aunque no había ninguno por ahí, y luego llegó resoplando el viejo expreso, y subimos a un coche del tren, que parecía casi vacío. Para entretenernos durante el viaje de tres minutos jugamos con lo que ellos llamaban el tapizado, y arrancamos unos lindos y joroschós pedazos de las tripas de los asientos, y el viejo Lerdo descargó la cadena sobre el ocno , hasta que el vidrio crujió y saltó dejando entrar el aire invernal. Pero todos estábamos fuera de caja, cansados y aplastados, pues la noche nos había obligado a gastar un poco de energía, hermanos míos; sólo el Lerdo, como el payaso y animal que era, parecía mejor que nunca, todo sucio y despidiendo un vono de sudor que era una de las cosas que yo tenía contra el viejo Lerdo.

Bajamos en el centro y caminando lentamente volvimos al bar lácteo Korova, aullando malenco y jugando a la luz de la luna, las estrellas y las lámparas, porque al día siguiente teníamos que ir a la escuela; y cuando entramos en el Korova lo encontramos más lleno que antes. Pero el cheloveco que había estado chumlando en su propio paraíso, con blanco o synthemesco o lo que fuera, seguía en el mismo asunto: «Pilletes descastados bajando a la nada en un tiempo platónico climatérico». Era probable que estuviese en la tercera o cuarta dosis de la noche, pues tenía ese aire pálido e inhumano, como si se hubiera convertido en una cosa; la cara del veco parecía de veras un pedazo de tiza tallada. En realidad, si quería pasarse tanto tiempo en el paraíso, debía haber ido a uno de los cubículos privados de la trastienda, en lugar de quedarse en el mesto grande, pues aquí algunos de los málchicos querrían jugar un poco con él, aunque no mucho ya que en el viejo Korova había poderosos matones capaces de impedir cualquier desorden. De todos modos, el Lerdo se animó al veco, y mirándolo con una cara de payaso, mostrando la lengua, clavó el sabogo grande en el pie del veco. Pero el veco, hermanos míos, ni se enteró, pues andaba allá aniba, muy lejos de su propio cuerpo.

Casi todos eran nadsats (así llamábamos a los adolescentes) que tomaban leche y coca y jugaban, pero también algunos más starrios , tanto vecos como chinas (pero nunca de los burgueses), que reían y goboraban en el bar. Por los peinados y los platis sueltos (casi todos tejidos de fibra) se veía claramente que habían estado ensayando en los estudios de televisión que funcionaban a la vuelta de la esquina. Las débochcas del grupo tenían litsos muy vivaces y rotas muy anchas, y mostraban mucho los dientes, y smecaban sin importárseles un rábano del pérfido mundo. Y entonces el disco del estéreo hizo clic clac (era Johnny Zhivago, un coschca russky que cantaba Solamente día por medio), y en el intervalo, el breve silencio antes que se oyera el próximo, una de las débochcas -muy rubia, con una gran rota roja y sonriente, yo diría que bien entrada en la treintena- de pronto empezó a cantar, apenas unos compases, como si estuviese ofreciendo un ejemplo de algo que todos estaban goborando , y durante un momento, oh hermanos míos, fue como si un gran pájaro hubiese entrado volando en el bar lácteo, y sentí que todos los pequeños y malencos pelos del ploto se me ponían de punta, y el estremecimiento me subía como lagartos lentos y malencos , que luego bajaban otra vez. Porque yo conocía el trozo que esta ptitsa cantaba. Era de una ópera de Friedrich Gitterfenster, Das Bettzeug, el pasaje en que ella se muere con la garganta cortada en dos, y los slovos dicen: «Quizá sea mejor así». De cualquier modo, sentí un escalofrío.