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– Tienes que comprender el tolchoco en la rota , Lerdo. Era la música. Me pongo besuño cuando un veco interfiere en el canto de una ptitsa . Ya entiendes.

– Mejor nos vamos a casa y spachcamos un poco -dijo el Lerdo-. Fue una larga noche para málchicos que están creciendo. ¿De acuerdo? -Los otros dos asintieron. Yo dije:

– Creo que ahora mejor nos vamos a casa. El Lerdo ha tenido una idea verdaderamente joroschó. Si no nos vemos en el día, oh hermanos míos, bueno… ¿el mismo lugar a la misma hora, mañana?

– Oh, sí -dijo Georgie-. Creo que sí.

– Tal vez -dijo el Lerdo- yo llegue un malenco tarde. Pero el mismo lugar y casi a la misma hora mañana, seguro que sí. -Seguía limpiándose la guba , aunque ya no le corría el crobo .- Y -agregó- esperemos que no haya aquí más ptitsas cantando. -Y lanzó la risotada del viejo Lerdo, un jojojojojo grande y payasesco. Parecía que era demasiado obtuso para ofenderse mucho.

De modo que cada uno tomó por su lado, y yo eructando arrrgh por la coca fría que había piteado . Tenía la britba lista por si alguno de los drugos de Billyboy estaba esperando cerca del bloque de viviendas, o para el caso cualquiera de las demás bandas, o grupos o schaicas que de tanto en tanto estaban en guerra con uno. Yo vivía con mi pe y mi eme en las casas del bloque municipal 18A, entre la avenida Kingsley y la calle Wilson. Llegué a la puerta de calle sin inconveniente, aunque pasé al Iado de un joven málchico extendido, que gemía y crichaba en la calzada, bien cortadito por todos lados, ya la luz del farol vi también manchas de sangre aquí y allá, como firmas, oh hermanos míos, de los juegos de la noche. Y también vi, junto al 18A, un par de niznos de débochca, seguramente arrancados con brusquedad en el calor del momento, hermanos míos. Entré en el edificio. En el vestíbulo se veía la buena y vieja pintura municipal sobre las paredes -vecos y ptitsas muy bien desarrollados, severos en la dignidad del trabajo, en el banco o la máquina, sin un centímetro de platis sobre los plotos bien conformados. Por supuesto, como podía adivinarse, algunos de los málchicos del 18A habían embellecido y decorado el gran cuadro con lápiz y bolígrafo hábiles, agregando pelos y palos bien rígidos y slovos sucios a las rotas dignas de estos vecos y débochcas nagos . Me acerqué al ascensor, pero no era necesario apretar el nopca para saber que no funcionaba, porque esa noche lo habían tolchocado realmente joroschó; las puertas de metal estaban completamente abolladas, lo que indicaba una fuerza de veras notable. De modo que tuve que subir por la escalera los diez pisos. Lo hice maldiciendo y jadeando, cansado del cuerpo ya que no del cerebro. Esa noche necesitaba urgentemente oír música, quizás a causa de la débochca que había cantado en el Korova. Quería darme un atracón, hermanos míos, antes de que me sellaran el pasaporte en la frontera del sueño y levantaran el schesto rayado para dejarme pasar.

Abrí la puerta dell 10-8 con mi propio quiluchito , y en nuestro malenco refugio no se oía nada, pues pe y eme estaban en el país de los sueños, y eme me había dejado sobre la mesa una cena malenca -un par de lonticos de carne y un pedazo o dos de klebo y manteca, y un vaso del viejo moloco . Jo jo jo, el viejo moloco, sin cuchillos ni synthemesco ni dencrom. Hermanos míos, qué perversa me parecerá desde ahora la inocente leche. De todos modos comí y bebí vorazmente, pues estaba más hambriento de lo que había creído, y saqué el pastel de frutas de la despensa, y le arranqué pedazos con los que me rellené la rota hambrienta. Después me limpié los dientes y eructé, repasando la vieja rota con la yasicca o lengua, y luego fui a mi cuartito o madriguera, mientras comenzaba a aflojarme los platis. Aquí estaban mi cama y mi estéreo, orgullo de mi chisna , y los discos en el estante, y las banderas y gallardetes sobre la pared, que eran como recuerdos de mi vida en los correccionales desde los once años, oh hermanos míos, cada uno brillando y resplandeciendo con un nombre o un número: SUR 4; DIVISIÓN AZUL METRO CORSKOL; LOS MUCHACHOS DE ALFA.

Los pequeños altavoces de mi estéreo estaban todos dispuestos alrededor del cuarto, en el techo, las paredes, el suelo, de modo que cuando me acostaba en la cama para slusar la música, estaba como envuelto y rodeado por la orquesta. Lo que primero deseaba escuchar esa noche era el nuevo concierto para violín, del norteamericano Geoffrey Plautus, tocado por Odiseo Choerilos con la Filarmónica de Macon (Georgia), de modo que lo saqué del estante, conecté y esperé, y entonces, hermanos, llegó la cosa. Oh, qué celestial felicidad. Estaba totalmente nago mirando el techo, la golová sobre las rucas , encima de la almohada, los glasos cerrados, la rota abierta en éxtasis, slusando esas gratas sonoridades. Oh, era suntuoso, y la suntuosidad hecha carne. Los trombones crujían como láminas de oro bajo mi cama, y detrás de mi golová las trompetas lanzaban lenguas de plata, y al Iado de la puerta los timbales me asaltaban las tripas y brotaban otra vez como un trueno de caramelo. Oh, era una maravilla de maravillas. Y entonces, como un ave de hilos entretejidos del más raro metal celeste, o un vino de plata que flotaba en una nave del espacio, perdida toda gravedad, llegó el solo de violín imponiéndose a las otras cuerdas, y alzó como una jaula de seda alrededor de mi cama. Aquí entraron la flauta y el oboe, como gusanos platinados, en el espeso tejido de plata y oro. Yo volaba poseído por mi propio éxtasis, oh hermanos. Pe y eme en el dormitorio, al Iado, habían aprendido ahora a no clopar la pared quejándose de lo que ellos llamaban ruido. Yo les había enseñado. Ahora tomaban píldoras para dormir. Tal vez advertidos de la alegría que yo obtenía de mi música nocturna, ya las habían tomado. Mientras slusaba , los glasos firmemente cerrados en el éxtasis que era mejor que cualquier Bogo de synthemesco, entreví maravillosas imágenes. Eran vecos y ptitsas , unos jóvenes y otros starrios, tirados en el suelo y pidiendo a gritos piedad, y yo smecaba con toda la rota y descargaba la bota sobre los litsos. Y había débochcas desgarradas y crichando contra las paredes, y yo me hundía en ellas como una schlaga , y cuando la música, que tenía un solo movimiento, llegó a su total culminación, yo, tendido en mi cama con los glasos bien apretados y las rucas tras la golová, sentí que me quebraba, y spataba, y exclamaba aaaaah, abrumado por el éxtasis. Y así la bella música se deslizó hacia el final resplandeciente.