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– ¿Y ahora qué pasa, eh?

Había tres débochcas juntas frente al mostrador, pero nosotros éramos cuatro málchicos , y en general aplicábamos lo de uno para todos y todos para uno. Las pollitas también estaban vestidas a la última moda, con pelucas púrpuras, verdes y anaranjadas en las golovás , y calculo que cada una les habría costado por lo menos tres o cuatro semanas de salario, y un maquillaje haciendo juego (arcoiris alrededor de los glasos y la rota pintada muy ancha). Llevaban vestidos largos y negros muy derechos, y en la parte de los grudos pequeñas insignias plateadas con los nombres de distintos málchicos . Joe, Mike y otros por el estilo. Seguramente los nombres de los diferentes málchicos con los que se habían toqueteado antes de los catorce. Miraban para nuestro lado, y estuve a punto de decir (por supuesto, torciendo la rota ) que saliéramos a polear un poco, dejando solo al pobre y viejo Lerdo. Sería suficiente cuperarle un demi-Iitre de blanco, aunque esta vez con algo de synthemesco ; pero la verdad es que no habría sido juego limpio. El Lerdo era muy fiero y tal cual su nombre, pero un peleador de la gran siete, de veras joroschó y un as de la bota.

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

El cheloveco que estaba sentado a mi lado -porque había esos asientos largos, de felpa, pegados a las tres paredes- tenía una expresión perdida, con los glasos vidriosos y mascullando slovos , como «De las insípidas obras de Aristóteles, que producen ciclámenes, brotan elegantes formaniníferos». Por supuesto, estaba en otro mundo, en órbita, y yo sabía cómo era eso, porque lo había probado como todos los demás, pero en ese momento me puse a pensar, oh hermanos, que era una vesche bastante cobarde. Te estabas ahí después de beber el moloco , y se te ocurría el meselo de que las cosas de alrededor pertenecían al pasado. Todo lo videabas clarísimo -las mesas, el estéreo, las luces, las niñas y los málchicos – pero era como una vesche que solía estar allí y ya no estaba. Y te quedabas hipnotizado por la bota, o el zapato o la uña de un dedo, según el caso, y al mismo tiempo era como si te agarraran del pescuezo y te sacudieran igual que a un gato. Te sacudían sin parar hasta vaciarte. Perdías el nombre y el cuerpo, y te perdías tú mismo, y esperabas hasta que la bota o la uña del dedo se te ponían amarillas. cada vez más amarillas. Después, las luces comenzaban a restallar como átomos, y la bota o la uña del dedo, o quizás una mota de polvo en los fundillos de los pantalones se convertían en un mesto enorme, grandísimo, más grande que el mundo, y ya te iban a presentar al viejo Bogo o Dios, y entonces todo concluía. Gimoteando volvías al presente, con la rota preparada para llorar a grito pelado. Todo muy lindo, pero muy cobarde. No hemos venido a esta tierra para estar en contacto con Dios. Esas cosas pueden liquidar toda la fuerza y la bondad de un cheloveco .

– ¿Y ahora qué pasa, eh?

El estéreo funcionaba, y uno se hacía la idea de que la golosa del cantante volaba de una punta a la otra del bar, remontaba hasta el techo y volvía a caer y zumbaba de pared a pared. Era Berti Laski aullando una antigualla realmente starria que se llamaba Me levantas la pintura. Una de las tres ptitsas del mostrador, la de la peluca verde, entraba y sacaba la barriga al compás de lo que llamaban música. Sentí que los cuchillos del viejo moloco empezaban a punzar, y que ya estaba preparado para un poco de la una-menos-veinte. Entonces grité: -iFuera fuera fuera fuera! -y al veco que estaba sentado junto a mí, en su propio mundo, le largué un alarido joroschó en el uco o la oreja, pero él no lo oyó y siguió con su «Quincalla telefónica y la faralipa se pone rataplanplanplan». Se sentiría perfecto cuando volviera, bajando de las alturas.

– ¿Adónde vamos? -dijo Georgie.

– A caminar un poco -le contesté- y a videar qué pasa, oh hermanitos míos.

Así que nos largamos a la gran noche invernal y descendimos por el bulevar Marghanita, y luego doblamos entrando en la avenida Boothby, y allí encontramos justo lo que buscábamos, una broma malenca para empezar la noche. Era un veco tipo maestro de escuela, starrio y tembleque, con anteojos y la rota abierta al frío aire de la naito . Llevaba unos libros bajo el brazo y un paraguas raído y daba vuelta a la esquina viniendo de la biblio pública, frecuentada por no muchos liudos en esos tiempos. Después del anochecer no se veían demasiados tipos del viejo estilo burgués, por la escasez de policía y por nosotros los magníficos y jóvenes málchicos que rondábamos, y este cheloveco de tipo profesoral era el único que caminaba en toda la calle. Así que gulamos hacia él y le dijimos muy corteses: -Disculpe, hermano.

Parecía un malenco puglio cuando nos videó a los cuatro, que nos acercábamos tan serenos, corteses y sonrientes, pero dijo: -¿Sí? ¿Qué pasa? -con una golosa muy alta, de maestro de escuela, como si intentara demostramos que no era un puglio . Le dije: