Poesía no escrita, pero sí vivida por la mente: un final bellísimo para alguien que deja de escribir.

51) Siempre fue una vieja aspiración de Osear Wilde, expresada en El crítico artista, «no hacer absolutamente nada, que es la cosa más difícil del mundo, la más difícil y la más intelectual».

En París, en los dos últimos años de su vida, gracias nada menos que a sentirse aniquilado moralmente, pudo hacer realidad su vieja aspiración de no hacer nada. Porque, en los dos últimos años de su vida, Wilde no escribió, decidió dejar de hacerlo para siempre, conocer otros placeres, conocer la sabia alegría de no hacer nada, dedicarse a la extrema vagancia y al ajenjo. El hombre que había dicho que «el trabajo es la maldición de las clases bebedoras» huyó de la literatura como de la peste y se dedicó a pasear, beber y, en muchas ocasiones, a la contemplación dura y pura.

«Para Platón y Aristóteles -había escrito-, la inactividad total siempre fue la más noble forma de la energía. Para las personas de la más alta cultura, la contemplación siempre ha sido la única ocupación adecuada al hombre.»

También había dicho que «el elegido vive para no hacer nada», y así fue como vivió sus dos últimos años de vida. A veces recibía la visita de su fiel amigo Frank Harris -su futuro biógrafo-, que, asombrado ante la actitud de absoluta vagancia de Wilde, solía comentarle siempre lo mismo:

– Ya veo que sigues sin dar golpe…

Una tarde, Wilde le contestó:

– Es que la laboriosidad es el germen de toda fealdad, pero no he dejado de tener ideas y, es más, si quieres te vendo una.

Por cincuenta libras le vendió aquella tarde a Harris el esquema y el argumento de una comedia que éste rápidamente escribió y, también muy velozmente, con el título de Mr. And Mrs. Daventry estrenó en el Royalty Theatre de Londres, un 25 de octubre de 1900, apenas un mes antes de la muerte de Wilde en su cuartucho del Hotel d'Alsace de París.

Antes del día del estreno y también en los días que siguieron a éste, a lo largo de su último mes de vida, Wilde entendió que una extensión de su felicidad podía darse -la obra en Londres estaba teniendo un gran éxito- en la sistemática petición de más royalties por la obra estrenada en el Royalty, de modo que se dedicó a mortificar a Harris con toda clase de mensajes -por ejemplo: «Usted no sólo me ha robado la obra, sino que la (me) ha arruinado, así que quiero cincuenta libras más», hasta que se murió en su cuartucho de hotel.

A su muerte, un periódico parisino recordó muy oportunamente unas palabras de Wilde: «Cuando no conocía la vida, escribía; ahora que conozco su significado, no tengo nada más que escribir.»

Esa frase encaja muy bien con el final de Wilde. Se murió tras pasar dos años de gran felicidad, sin sentir la más mínima necesidad de escribir, de añadir algo más a lo ya escrito. Es muy probable que, al morirse, alcanzara la plenitud en lo desconocido y descubriera qué era exactamente no hacer nada y por qué era en verdad lo más difícil del mundo y lo más intelectual.

Cincuenta años después de su muerte, por esas mismas calles del Quartier Latin que él había recorrido con extrema vagancia en su radical abandono de la literatura, aparecía en un muro, a cien metros del Hotel d'Alsace, el primer signo de vida del movimiento radical del situacionismo, la primera irrupción pública de unos agitadores sociales que en su deriva vital iban a gritar No a cuanto se les pusiera por delante, y lo iban a gritar dominados por las nociones de desamparo y desarraigo, pero también de felicidad, que habían movido los hilos últimos de la vida de Wilde.

Ese primer signo de vida situacionista fue una pintada, a cien metros del Hotel d'Alsace. Se ha dicho que pudo ser un homenaje a Wilde. La pintada, escrita por quienes, al dictado de Guy Debord, no tardarían en proponer que se abrieran al tráfico andante los tejados de las grandes ciudades, decía así: «No trabajéis nunca.»

52) Julio Ramón Ribeyro -escritor peruano, walseriano en su discreción, siempre escribiendo como de puntillas para no tropezar con su pudor o no tropezar, porque nunca se sabe, con Vargas Llosa- albergó siempre la sospecha, que fue haciéndose convicción, de que hay una serie de libros que forman parte de la historia del No, aunque no existan. Estos libros fantasmas, textos invisibles, serían esos que un día llaman a nuestra puerta y, cuando nosotros acudimos a recibirles, por un motivo a menudo fútil, se desvanecen; abrimos la puerta y ya no están, se han ido. Seguramente era un gran libro, el gran libro que estaba dentro de nosotros, el que realmente nosotros estábamos destinados a escribir, nuestro libro, el mismo que no vamos a poder ya escribir ni leer nunca. Pero ese libro, que nadie lo dude, existe, está como suspendido en la historia del arte del No.

«Leyendo hace poco a Cervantes -escribe Ribeyro en La tentación del fracaso-, pasó por mí un soplo que no tuve tiempo de captar (¿por qué?, alguien me interrumpió, sonó el teléfono, no sé) desgraciadamente, pues recuerdo que me sentí impulsado a comenzar algo… Luego todo se disolvió. Guardamos todos un libro, tal vez un gran libro, pero que en el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o lo hace tan rápidamente que no tenemos tiempo de arponearlo.»

53) Henry Roth nació en 1906 en una aldea de Galitzia (entonces perteneciente al imperio austrohúngaro) y murió en los Estados Unidos en 1995. Sus padres emigraron a América y pasó su infancia de niño judío en Nueva York, experiencia que relató en una espléndida novela, Llámala sueño, publicada a los veintiocho años.

La novela pasó desapercibida y Roth decidió dedicarse a otras cosas, trabajó en oficios tan dispares como ayudante de fontanero, enfermero de manicomio o criador de patos.

Treinta años después, Llámato) sueño se reeditó y, en pocas semanas, se convirtió en una pieza clásica de la literatura norteamericana. Roth se quedó pasmado, y su reacción ante el éxito consistió en tomar la decisión de publicar algún día algo más, siempre y cuando él sobrepasara de largo la edad de ochenta años. Superó de largo esa edad, y entonces, treinta años después del éxito de la reedición de Llámalo sueño, dio a la imprenta A merced de una corriente salvaje, que los editores, dada la imponente extensión de la novela, dividieron en cuatro entregas.

«He escrito mi novela -dijo al final de sus días- sólo para rescatar recuerdos raídos que brillaban suavemente en mi memoria.»

Se trata de una novela escrita «para hacer que sea más fácil morir» y donde se burla, de una forma genial, del reconocimiento artístico. Sus mejores páginas tal vez sean aquellas en las que nos cuenta sus experiencias en las afueras de la literatura -esas páginas ocupan prácticamente la novela entera, como es lógico-, todo esos años, casi ochenta, en los que no se sabe si escribió, pero en todo caso no publicó, todos esos años en los que se olvidó de los afluentes del río de la literatura y se dejó llevar por la corriente salvaje de la vida.

54) La muerte de la persona amada no sólo engendra lilas, engendra también poetas del No. Como Juan Ramón Jiménez. Puerto Rico, primavera de 1956. Juan Ramón se había pasado la vida creyendo que se iba a morir inmediatamente. Cuando le decían: «Hasta mañana», solía responder: «¿Mañana? ¿Y dónde estaré yo mañana?» Sin embargo, cuando tras despedirse de esta forma se quedaba solo y se iba a su casa, permanecía en ella tranquilo y se ponía a ver sus papeles y sus cosas. Sus amigos decían que oscilaba entre la idea de que se podía morir como su padre mientras dormía -a él le habían despertado sacudiéndole para darle la noticia- y la idea de que físicamente no le ocurría nada. Él mismo describió este aspecto de su personalidad como «aristocracia de intemperie».