La mirada de Petronio -que Schwob nos dice que era bizca- comenzó a captar exactamente los modales y las intrigas de todo ese populacho. Siro, para redondear su labor, le contó, a las puertas de la ciudad y entre las tumbas, historias de hombres que eran serpientes y cambiaban de piel, le contó todas las historias que conocía de negros, sirios y taberneros.

Un día, cuando ya tenía treinta años, Petronio decidió escribir las historias que le habían sugerido sus incursiones en el mundo de los bajos fondos de su ciudad. Escribió dieciséis libros de su invención y, cuando los hubo terminado, se los leyó a Siro, que se rió como un loco y no paraba de aplaudir. Entonces Siro y Petronio concibieron el proyecto de llevar a cabo las aventuras compuestas por éste, trasladarlas de los pergaminos a la realidad. Petronio y Siro se disfrazaron y huyeron de la ciudad, comenzaron a recorrer los caminos y a vivir las aventuras que había escrito Petronio, que renunció para siempre a la escritura desde el momento mismo en que comenzó a vivir la vida que había imaginado. Dicho de otra forma: si el tema del Quijote es el del soñador que se atreve a convertirse en su sueño, la historia de Petronio es la del escritor que se atreve a vivir lo que ha escrito, y por eso deja de escribir.

47) En Historia de una historia que no existe (que pertenece al volumen de Tabucchi Los volátiles del Beato Angélico) se nos habla de uno de esos libros fantasmas tan valorados por los bartlebys, por los escritores del No.

«Tengo una novela ausente que tiene una historia que quiero contar», nos dice el narrador. Se trata de una novela que se había llamado Cartas al capitán Nemo y que posteriormente cambió su título por Nadie detrás de la puerta, una novela que nació en la primavera de 1977 durante quince días de vida campestre y de arrobamiento en un pueblecito cerca de Siena.

Terminada la novela, el narrador cuenta que la envió a un editor que la rechazó por considerarla poco accesible y muy difícil de descifrar. Entonces el narrador decidió guardarla en un cajón para dejarla reposar un poco («porque la oscuridad y el olvido les sientan bien a las historias, creo»). Unos años después, casualmente, la novela vuelve a las manos del narrador, y el hallazgo le causa una extraña impresión a éste, porque en realidad ya la había del todo olvidado: «Surgió de pronto en la oscuridad de una cómoda, bajo una masa de papeles, como un submarino que emergiera de oscuras profundidades.»

El narrador lee en esto casi un mensaje (la novela hablaba también de un submarino), y siente la necesidad de añadir a su viejo texto una nota conclusiva, retoca algunas frases y la envía a un editor distinto del que, años antes, había considerado el texto difícil de descifrar. El nuevo editor acepta publicarla, el narrador promete entregar la versión definitiva a la vuelta de un viaje a Portugal. Se lleva el manuscrito a una vieja casa a la orilla del Atlántico, concretamente a una casa «que se llamaba -nos dice- Sao José de Guía», donde vive solo, en compañía del manuscrito, y se dedica por las noches a recibir las visitas de fantasmas, no de sus fantasmas, sino de fantasmas de verdad.

Llega septiembre con marejadas furiosas, y el narrador sigue en la vieja casa, sigue con su manuscrito, sigue solo -frente a la casa hay un acantilado-, pero recibiendo de noche las visitas de los fantasmas que buscan contactos y con los que a veces sostiene diálogos imposibles: «aquellas presencias tenían el deseo de hablar, y yo estuve escuchando sus historias, intentando descifrar comunicaciones a menudo alteradas, oscuras e inconexas; eran historias infelices, en su mayoría, esto lo percibí con claridad».

Así, entre diálogos silenciosos, llega el equinoccio de otoño. Ese día sobre el mar se abate una borrasca, lo siente mugir desde el alba; por la tarde, una fuerza enorme sacude sus visceras; por la noche, gruesas nubes descienden por el horizonte y la comunicación con los fantasmas queda interrumpida, tal vez porque aparece el manuscrito o libro fantasma, con su submarino y todo. El océano grita de un modo insoportable, como si estuviera lleno de voces y lamentos. El narrador se planta ante el acantilado, lleva consigo la novela submarina, de la que nos dice -en una línea magistral del arte bartleby de los libros fantasmas- que la entrega al viento, página a página.

48) Wakefield y Bartleby son dos personajes solitarios íntimamente relacionados, y al mismo tiempo el primero está relacionado, también íntimamente, con Walser, y el segundo con Kafka.

Wakefield -ese hombre inventado por Hawthorne, ese marido que se aleja de repente y sin motivo de casa y de su mujer y vive durante veinte años (en una calle próxima, para todos desconocido, pues le creen muerto) una existencia solitaria y despojada de cualquier significado- es un claro antecedente de muchos de los personajes de Walser, todos esos espléndidos ceros a la izquierda que quieren desaparecer, sólo desaparecer, esconderse en la anónima irrealidad.

En cuanto a Bartleby, es un claro antecedente de los personajes de Kafka -«Bartleby (ha escrito Borges) define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento»-, y es también precedente incluso del propio Kafka, ese escritor solitario que veía que la oficina en la que trabajaba significaba la vida, es decir, su muerte; ese solitario «en medio de un despacho desierto», ese hombre que paseó por toda Praga su existencia de murciélago de abrigo y de bombín negro.

Hablar -parecen indicarnos tanto Wakefield como Bartleby- es pactar con el sinsentido del existir. En los dos habita una profunda negación del mundo. Son como ese Odra dek kafkiano que no tiene domicilio fijo y vive en la escalera de un padre de familia o en cualquier otro agujero.

No todo el mundo sabe, o quiere aceptar, que Hermán Melville, el creador de Bartleby, tenía la negra con más frecuencia de lo deseable. Veamos lo que de él dice Julian Hawthorne, el hijo del creador de Wakefield: «Melville poseía un genio clarísimo y era el ser más extraño que jamás llegó a nuestro círculo. A pesar de todas sus aventuras, tan salvajes y temerarias, de las que sólo una ínfima parte ha quedado reflejada en sus fascinantes libros, había sido incapaz de librarse de una conciencia puritana (…). Estaba siempre inquieto y raro, rarísimo, y tendía a pasar horas negras, hay motivos para pensar que había en él vestigios de locura.»

Hawthorne y Melville, fundadores sin saberlo de las horas negras del arte del No, se conocieron, fueron amigos, y se admiraron mutuamente. Hawthorne también fue un puritano, incluso en su reacción agresiva contra algunos aspectos del puritanismo. Y también fue un hombre inquieto y raro, rarísimo. Nunca fue, por ejemplo, un hombre de iglesia, pero se sabe que en sus años de solitario iba hasta su ventana para observar a las personas que iban al templo, y se ha dicho que su mirada resumía la breve historia de la Sombra a lo largo del arte del No. Su visión estaba ensombrecida por la terrible doctrina calvinista de la predestinación. Este es el lado de Hawthorne que tanto fascinaba a Melville, quien para elogiarlo habló del gran poder de la negrura, ese lado nocturno que existe también en el propio Melville.

Melville estaba convencido de que en la vida de Hawthorne había algún secreto jamás revelado, responsable de los pasajes negros de sus obras, y es curioso que pensara algo así si tenemos en cuenta que tales imaginaciones eran precisamente muy propias de él mismo, que fue un hombre de conducta más que negra a partir, sobre todo, del momento en que comprendió que, tras sus primeros y celebrados grandes éxitos literarios -fue confundido con un periodista, con un reportero marítimo-, no le cabía más que esperar un continuo fracaso como escritor.