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La Mutti descendió a la tierra pero en la segunda vida de su hija ese día, el pasado se hacía presente como una historia sin reliquias, la ciudad de la sierra aparecía súbitamente a orillas del mar, los árboles mostraban, viejos, sus raíces, las aves pasaban como relámpagos, los ríos desembocaban en el mar llenos de cenizas, las estrellas mismas eran de polvo, y la selva era un grito huracanado.

Dejaron de existir la noche y el día.

El mundo sin Leticia amaneció decimado.

Sólo el perfume de la eterna lluvia de Xalapa despertó de su ensoñación a Laura Díaz para decirle a María de la O:

– Ahora sí, tiíta, ahora sí tienes que venirte con nosotros a México.

Pero María de la O no dijo nada. Nunca volvería a decir nada. Afirmaría. Negaría. Con la cabeza. La muerte de Leticia la dejó sin palabras y cuando Laura tomó la maleta de la tiíta para salir de la casa de Xalapa, la anciana mulata se detuvo y giró en redondo, lentamente, como si otra vez ella, y sólo ella, pudiese convocar a todos los fantasmas del hogar, darles un sitio, confirmarlos como miembros de una familia… Laura sintió una gran emoción viendo a la última de las hermanas Kelsen despedirse de la casa ve-racruzana, ella que llegó, desposeída y marcada, a que la redimiera

un hombre bueno, Fernando Díaz, para quien hacer el bien era tan natural como respirar.

Pronto la picota se llevaría la casa de Xalapa en la calle Boca-negra con su portón inservible para inservibles coches tirados por caballos o vetustos Issotta-Fraschini devoradores de gasolina. Desaparecerían los aleros protectores contra el chipichipi pertinaz de la montaña, el patio interior con macetones de porcelana y vidriecillos incrustados, la cocina de carbones como diamantes en fuego y metates humildes y abanicos de palma, el comedor y los cuadros del pille-ce mordido por un perro… María de la O sólo rescató los anillos de plata para las servilletas de sus hermanas. Pronto vendría la picota…

María de la O, último testigo del pasado provinciano de su estirpe, se dejó llevar mansamente por Laura a la estación del Tren Interoceánico, tan mansamente como el cadáver de Leticia fue conducido al camposanto de Xalapa junto al cuerpo de su marido. ¿Qué iba a hacer la tiíta sino imitar a su hermana desaparecida y pretender que ella, María de la O, seguía animando a su línea de la única manera que le quedaba: tan inmóvil y silenciosa como una muerta pero tan discreta y respetuosa como lo había sido su inolvidable hermana la Mutti, que todos los días de su cumpleaños se vestía de blanco, cuando era niña, y salía a bailar al patio de la hacienda en Catemaco:

El doce de mayo la Virgen salió vestida de blanco con su paletó

Porque en la memoria de María de la O se confundieron, a la hora de la muerte, los recuerdos de la hermana Leticia y de la sobrina Laura.

3.

Un día, hacía un año, Jorge Maura regresó apresuradamente de Washington y Laura Díaz lo atribuyó todo -la prisa, la tristeza- a lo inevitable: el 26 de enero, los franquistas tomaron Barcelona y avanzaron hacia Gerona; la población civil emprendía la diáspora por los Pirineos.

– Barcelona -dijo Laura-. De allí venía Armonía Aznar.

– ¿La mujer que vivía en cu casa y a la que nunca viste?

– Sí. Mi propio hermano, Santiago, estaba con los anarcosindicalistas.

– Me has hablado muy poco de él.

– Es que no me caben dos amores tan grandes en la boca -sonrió-. Era un chico muy brillante, muy guapo y muy valiente. Era como el Pimpinela Escarlata -ahora rió nerviosamente-, posaba como un fifí para proteger su actividad política. Es mi santo, dio la vida por sus ideas, lo fusilaron cuando tenía veinte años.

Jorge Maura guardó un silencio inquietante. Por primera vez, Laura lo vio bajar la cabeza y se dio cuenta de que esa cabeza ibero-romana siempre se había mantenido levantada y orgullosa, incluso un poco arrogante. Ella lo atribuyó a que los dos iban entrando a la Basílica de Guadalupe, a donde Maura insistió en llevarla como un acto de homenaje a doña Leticia, la madre de Laura a quien él no llegó a conocer.

– ¿Eres católico?

– Creo que en España e Hispanoamérica hasta los ateos son católicos. Además, no quiero irme de México sin entender por qué la Virgen es el símbolo de la unidad nacional mexicana. ¿Sabes que las tropas realistas españolas fusilaban la imagen de la Virgen de Guadalupe durante la guerra de independencia?

– ¿Te vas de México? -dijo muy neutralmente Laura-. Entonces la Virgen no me protege.

Él hizo un gesto de hombros que quería decir, «como siempre, voy y vengo, ¿de qué te asombras?». Estaban hincados lado a lado en la primera fila de bancas de la Basílica, frente al altar de la Virgen cuya imagen enmarcada y protegida por cristal, le explicó Laura a Jorge, había quedado estampada, según la creencia popular, en el sayal de un humilde indio, Juan Diego, un tameme o cargador, al cual la Madre de Dios se le apareció un día de diciembre de 1531, apenas consumada la Conquista española, en la colina del Te-peyac, donde antes se adoraba a una diosa azteca.

– Qué listos eran los españoles del siglo dieciséis -sonrió Maura-. Consuman la conquista militar y en seguida se dedican a la conquista espiritual. Destruyen -bueno, destruimos- una cultura y su religión, pero les devolvemos a los vencidos nuestra propia cultura con símbolos indios -o quizas les devolvemos su propia cultura, pero con símbolos europeos.

– Sí, aquí la llamamos la Virgen morena. Ésa es la diferencia. No es blanca. Es la madre que necesitaban los indios huérfanos.

– Lo es todo, te das cuenta qué cosa más genial? Es una virgen cristiana e indígena, pero también es la Virgen de Israel, la madre judía del Mesías esperado, y tiene un nombre árabe, Guadalupe, río de lobos. ¡Cuántas culturas por el precio de una estampa!

El diálogo fue interrumpido por el himno soterrado que nacía a espaldas de ellos y avanzaba desde la puerta de la Basílica como un eco antiquísimo que no brotaba de las voces de los peregrinos, sino que los acompañaba o quizás los recibía desde los siglos anteriores. Jorge miró hacia el coro pero en lugar del órgano no había nadie, ni organista ni niños cantores. La procesión venía acompañada de su propia cantata, sorda y monótona como toda la música india de México. No alcanzaba sin embargo a silenciar el rumor de las rodillas penosamente arrastradas por el pasillo. Todos avanzaban de rodillas, algunos con cirios encendidos en las manos, otros con los brazos abiertos en cruz, otros más con los puños apretados contra el rostro. Las mujeres portaban escapularios. Los hombres, pencas de nopal sobre pechos desnudos y sangrantes. Algunos rostros entraban velados por máscaras de gasa atadas a la nuca que convertían a las facciones en meros esbozos pugnando por manifestarse. Las oraciones en voz baja eran como cantos de pájaro, trinos altibajos totalmente ajenos, adivinó Maura, al tono parejo de la lengua castellana, una lengua que se mide neutralmente para que suenen más fuerte sus cóleras, sus órdenes, sus discursos: aquí no había una sola voz que pudiese, concebiblemente, enojarse, mandar o hablarle a los demás en un tono que no fuese el del consejo apenas, el del destino acaso, pero tienen fe, levantó Maura la voz, sí, se adelantó Laura, tienen fe, ¿qué te pasa, Jorge, por qué hablas así?, pero ella no podía comprender, tú no puedes comprender Laura, entonces explícamelo, cuéntamelo tú, Maura, revirtió Laura, dispuesta a no dejarse vencer por el temblor de duda, la cólera apenas dominada, el humor irónico de Jorge Maura en la Basílica de Guadalupe, viendo entrar a una procesión de indios devotos, portadores de una fe sin interrogantes, una fe pura sostenida por una imaginación abierta a todas las sugerencias de la credulidad: es cierto porque es increíble, repetía Jorge arrebatado súbitamente del lugar y de la persona donde estaba, con la cual estaba, la Basílica de Guadalupe, Laura Díaz, ella sintió esto con una fuerza incontenible, ella no tenía nada que hacer, le correspondía nada más oír, no iba a detener el torrente pasional que la