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– Por eso perdimos -dijo Baltazar después de una pausa, con la mirada baja, tan baja que Laura adivinó primero y sintió enseguida algo más personal que un argumento político.

– Estás muy callado, Maura -se volteó a decirle Vidal, respetando el silencio de Baltazar.

– Bueno -sonrió Jorge-, veo que yo tomo un cortado, Vidal una cerveza pero Basilio ya se aficionó al tequila.

– Yo no quiero ocultar las desavenencias.

– No -dijo Vidal.

– Ninguno -dijo con cierta precipitación Baltazar.

Maura pensaba que España era más que España. Eso siempre lo había sostenido. España era el ensayo de la guerra general de

los fascistas contra el mundo entero, si se perdía España se perdía Europa y el mundo…

(-Tengo que hablarte de Raquel Alemán…)

– Perdona que sea el abogado del diablo -sonrió de su peculiar manera Vidal, el primer hombre que entraba a un café de la muy formal ciudad de México con un jersey -un suéter, decían los mexicanos- de lana peluda, como si viniera de una fábrica-. Imagínate que triunfa la revolución en España. ¿Qué pasaría? Pues que nos invadía Alemania, dijo el Diablo.

– Pero es que Alemania ya nos invadió -interrumpió con su quieta desesperación Basilio Baltazar-. España ya está ocupada por Hitler. ¿Qué defiendes o a qué le temes, camarada?

– Le temo a un triunfo republicano desorganizado que sólo aplace el verdadero triunfo, para siempre, de los fascistas.

Vidal tomó el vaso de cerveza como un camello que acaba de descubrir agua en el desierto.

– Quieres decir que es mejor que Franco gane para luego combatirlo en una guerra general contra los italianos, los alemanes y los españoles fascistas -se gastó con un grado aún más alto de desesperación Basilio.

– Eso dice mi diablo, Basilio. Los nazis tienen engañado al mundo. Se van apropiando de toda Europa y nadie los resiste. Los franceses y los ingleses creen ingenua o cobardemente que se puede pactar con Hitler. Sólo aquí los nazis no engañan a nadie…

– ¿Aquí? ¿En México? -sonrió Laura para aliviar la tensión.

– Pardon, pardon mille fois -se rió Vidal-. Sólo en España.

– Perdóneme a mí -volvió a sonreír Laura-. Entiendo su «aquí», señor Vidal, yo diría «aquí, en México», si estuviese en España, perdóneme a mí.

– ¿Qué bebe? -le preguntó Basilio.

– Chocolate. Es una costumbre nuestra. Se hace con molinillo y aguado. Mi Mutti, es decir, mi madre…

– Bueno -volvió a su argumento Vidal-, las cuentas claras y el chocolate espeso, con perdón sea dicho. Si los nazis ganan en España, quizás Europa despertará. Verá el horror. Nosotros ya lo sabemos. Quizás, para ganar la gran guerra, tengamos que perder la batalla de España para alertar al mundo contra el mal. España, la guerrita, la petite guerre d'Espagne -torció los labios y suprimió la risa Vidal.

Jorge durmió inquieto, habló en sueños, se levantó a beber agua, luego a orinar, luego se quedó sentado en un sillón con la mirada perdida, observado por Laura desnuda, inquieta también, satisfecha del sexo que le dio Jorge pero sintiendo con alarma que no era para ella, que era un desahogo…

– Habíame. Quiero saber. Tengo derecho a saber, Jorge. Te quiero. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó?

Es un pueblo bello e inhóspito como si estuviera muñéndose poco a poco y no quisiera que nadie viese su agonía pero también deseara un testigo de su belleza mortal. Los sellos de los siglos se estampan uno sobre otro en su faz, desde la fundación ibérica que es un salvaje casco de oro con igual valor que una olla de barro. La puerta romana que perdura carcomida por el tiempo y las tormentas como un hito de poder y una advertencia de legitimidad. La gran muralla medieval, la cintura del burgo castellano y su defensa contra el islam, que sin embargo se cuela por todas partes, en la palabra almohada y en la palabra azotea, en la alberca de limpieza y placeres abominables, en la alcachofa deshojable como un clavel comestible, en el arco de medio punto de la iglesia cristiana y en el decorado morisco de puertas y ventanas cercanas a la sinagoga despoblada, derruida, perseguida internamente por el abandono y el olvido.

Ceñido por la muralla del siglo XII, el pueblo de Santa Fe de Palencia tiene un centro único, una especie de ombligo urbano en el que confluye toda la historia de la comunidad. Su plaza central es un coso taurino, un redondel de arena muy amarilla esperando que se derrame en ella el otro color de la bandera de España, una plaza que en vez de gradas de sol y sombra se encuentra rodeada de casas con enormes ventanales de celosías que se abren los domingos para ver las corridas de toros que le dan palpito y nervio a la comunidad. Sólo hay una entrada a la gran plaza cerrada.

Los tres soldados de la República han entrado hasta ese centro singular del pueblo donde los espera el alcalde don Álvaro Méndez, comunista. Es un hombre sin uniforme, de chaleco corto y barriga grande, camisa sin cuello y botas sin espuela. Su atuendo es su rostro de cejas abundantes y arqueadas como la entrada a una mezquita; sus ojos se velaron hace tiempo con los párpados de la edad, hay que adivinar un brillo duro y secreto en el fondo de esa mirada invisible. En cambio, las miradas de los tres soldados son abiertas, francas y asombradas. El viejo las lee y les dice no hago sino cumplir con mi deber, ¿vieron la puerta romana?, no es cuestión de

partido, es cuestión de derecho, esta ciudad es legal porque es republicana, no es una ciudad sublevada con el fascismo, es una ciudad gobernada legítimamente por un alcalde comunista electo que soy yo, Álvaro Méndez, que debe cumplir con su deber, por terrible y doloroso que sea.

– Es injusto -dijo con los dientes muy cerrados Basilio Baltazar.

– Voy a decirte una cosa, Basilio, y no la voy a repetir más -dijo el alcalde en medio del coso de arenas amarillas y ventanas cerradas, por cuyos visillos, sin embargo, miraban curiosas las mujeres vestidas de negro-. Hay fidelidad en obedecer las órdenes justas, pero hay mayor fidelidad aun en obedecer las órdenes injustas.

– No -retuvo el grito que le hervía en la garganta Basilio-. La mayor fidelidad consiste en desobedecer las órdenes injustas.

Ella nos traicionó, dijo el alcalde. Ella dio aviso al enemigo de las posiciones republicanas en la sierra. Ven ustedes esas luces en la sierra, miran esos fuegos en las montañas que vuelan de cima en cima, mantenidos por todos en nombre de todos, ven esos fuegos como lunas instantáneas, esas antorchas de paja y leña, esas luces pariéndose unas a otras, esa pelambre de fuego: pues son las barbas incendiadas de la República, el cerco que nos hemos impuesto a nosotros mismos para protegernos de los fascistas.

– Ella se los di¡o -tembló con cólera más ardiente que las cimas del monte la voz del alcalde-. Ella les dijo que si lograban apagar esas luces nos engañarían y bajaríamos las defensas. Ella les dijo, apaguen los fuegos del monte, maten uno a uno a los antorcheros republicanos y entonces podrán tomar este pueblo engañado, indefenso, en nombre de Franco nuestro salvador.

Sus párpados de ofidio interrogaron a cada uno de los soldados. Quería ser justo. Oía las razones. Los interrumpió el balcón abierto con ruidos y un grito desgarrador; apareció allí una mujer de rostro color de luna y ojos color de mora, toda vestida de negro, la cabeza cubierta, una piel adelgazada hasta la transparencia por el uso, como un papel sobre el cual se ha borrado más de lo que se ha escrito. Méndez, el alcalde de Santa Fe de Palencia, no le hizo caso. Reiteró: hablen.

– Sálvela en nombre del honor -dijo Jorge Maura.

– Yo amo a Pilar -gritó, más fuerte que la mujer del balcón, Basilio Baltazar-. Sálvela en nombre del amor.

– Ella debe morir en nombre de la justicia -plantó el alcalde la bota sobre la arena inmaculada y miró, buscando apoyo, al comunista Vidal.

– Sálvela a pesar de la razón política -le dijo éste.