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peleaban por ser los primeros en morir. Niños con el puño en alto, hombres sin zapatos, mujeres con la última hogaza de pan entre los pechos, milicianos con el fusil oxidado en alto, todos luchando en la trinchera, en la calle, en el campo, nadie cejó, nadie se acobardó. No se ha visto nada igual. Yo estaba ea el Jarama cuando la batalla se intensificó con el arribo de mil tropas africanas al mando del general Orgaz protegidas por tanques y aviones de la Legión Cóndor de los nazis. Los tanques rusos del lado republicano contuvieron el avance fascista y entre las dos fuerzas la línea de combate iba y venía, encarnizada, llenando los hospitales de heridos y también de enfermos por la malaria que trajeron los africanos. Era una combinación graciosa, hasta cierto punto. Moros expulsados de España por los Reyes Católicos en nombre de la pureza de sangre luchando ahora al lado de racistas alemanes contra un pueblo republicano y demócrata auxiliado por los tanques de otro déspota totalitario, José Stalin. Casi intuitivamente, por una simpatía liberal, por antipatía hacia los Renn y Togliatti, me hice amigo de los brigadistas norteamericanos. Se llamaban Jim y Harry. Harry era un chico neoyorquino, judío, al cual motivaban dos cosas simples: el odio al antisemitismo y la fe en el comunismo. Jim era más complejo. Era hijo de un periodista y escritor de fama en Nueva York y había llegado muy joven -tendría en ese momento veinticinco años- con credenciales de prensa y amparado por dos corresponsales famosos, Vincent Sheean y Ernest Hemingway. Sheean y Hemingway se disputaban el honor de morir en el frente español. No sé para qué vas a España, le decía Hemingway a Sheean, el único reportaje que vas a sacar es el de tu propia muerte y no te serviría de nada porque lo escribiré yo. Sheean, un hombre brillante y bello, le contestaba a Hemingway rápidamente: más famosa va a ser la historia de tu muerte, y ésa la escribiré yo. Detrás de ellos venía el joven alto, desgarbado y miope, Jim, y detrás de Jim el pequeño judío de saco y corbata, Harry. Sheean y Hemingway se fueron a reportear la guerra pero Jim y Harry se quedaron a pelearla. El chico judío compensaba su debilidad física con una energía de gallo de pelea. El neoyorquino alto y desgarbado perdió por principio de cuenta sus anteojos y se rió diciendo que era mejor pelear sin ver a los enemigos que ibas a matar. Los dos tenían ese humor neoyorquino entre sentimental, cínico y sobre todo autoburlón. «Quiero impresionar a mis amigos», decía Jim. «Necesito hacerme de un curriculum que compense mis complejos sociales», decía Harry. «Quiero conocer el miedo», decía

Jim. «Quiero salvar mi alma», decía Harry. Y los dos: «Adiós a las corbatas». Con barba, de alpargatas, con uniformes cada vez más raídos, cantando a toda voz canciones del Mikado de Gilbert y Su-llivan, (!), el par de americanos eran realmente la sal de nuestra compañía. No sólo perdieron las corbatas y los anteojos. Perdieron hasta los calcetines. Pero se ganaron la simpatía de todos, españoles y brigadistas. Que un miope como Jim exigiese salir al frente de un pelotón de exploradores una noche te prueba la locura heroica de nuestra guerra. Harry era más cauto, «Hay que vivir hoy para seguir peleando mañana». En el Tarama, a pesar de los aviones alemanes y los tanques rusos y las brigadas internacionales, éramos nosotros, los españoles, los que habíamos dado la pelea. Harry lo admitía pero me hacía notar: son españoles comunistas. Tenía razón. A principios del año 37, el Partido Comunista había crecido de veinte mil a doscientos mil miembros, y en verano, ya tenía un millón de adhe-rentes. La defensa de Madrid les dio esos números, ese prestigio. La política de Stalin acabaría por quitárselos. No ha tenido el socialismo peor enemigo que Stalin. Pero en el 37, Harry sólo veía la victoria del proletariado y su vanguardia comunista. Discutía el día entero, se había leído toda la literatura del marxismo. La repetía como una Biblia y terminaba sus oraciones con la misma frase, «We'll see tomorrow»; era su Dominus Vobiscum. Para él, el juicio y la ejecución de un comunista tan recto como Bujarin era un accidente del camino hacia el glorioso futuro. Harry, Harry JafFe, era un hombre pequeño, inquieto, intelectualmente fuerte, físicamente débil y moralmente indeciso porque no conocía la debilidad de una convicción política sin crítica. Por todo ello contrastaba con el gigantón de Jim, para quien la teoría no tenía importancia. «Un hombre sabe cuándo tiene razón», decía. «Entonces hay que luchar por lo que está bien. Es muy simple. Aquí y ahora, la República tiene razón y los fascistas no. Hay que estar con la República, sin más.» Eran como un Quijote y un Sancho cuyos campos de Montiel se llamaban Brooklyn y Queens. Bueno, más bien parecían Mutt y Jeff sólo que jóvenes y serios. Recuerdo que Harry y yo fumábamos y discutíamos reclinados contra los barandales a la mitad de los puentes, de acuerdo con la teoría de que los fascistas no atacaban las vías de comunicación. Jim, en cambio, buscaba siempre la acción, pedía los puestos más arriesgados, iba siempre a la primera línea de fuego «a buscar mis anteojos perdidos», bromeaba. Era un gigantón sonriente, increíblemente cortés, delicado al hablar («las malas palabras

se las dejo a mi padre, se las escuché tantas veces que ya perdieron su carga para mí, en Nueva York hay un lenguaje público del periodismo, el crimen, la apuesta ruda, y otro lenguaje secreto de la sensibilidad, del aprecio delicado y la soledad venturosa; yo quiero regresar de aquí a escribir en el segundo lenguaje, George oíd boy, pero en realidad mi padre y yo nos complementamos, él me agradece mi lenguaje y yo el suyo, what the fuck!», reía el gigantón desgarbado y valiente). Con él me subía a las ramas de los árboles a ver el campo de Castilla. En medio de las heridas que la guerra deja sobre el cuerpo de la tierra, los dos lográbamos distinguir el rebaño, los molinos, los atardeceres de clavel, los amaneceres de rosa, las piernas bien plantadas de las muchachas, los surcos esperando que las trincheras se cerrasen como cicatrices; ésta es la tierra de Cervantes y de Goya, le decía yo, nadie la puede matar. No, es también la nueva tierra de Hornero, me contestaba él, una tierra que nace parejamente con la aurora de dedos rosados y la cólera fatal y arruinada de los hombres… Un día, Jim ya no regresó. Lo esperamos Harry y yo toda la noche, mirándonos sin hablar primero, luego bromeando, a ese gringo lo puede matar el whisky pero nunca la pólvora. Nunca regresó. Todos sabíamos que había muerto porque en un frente como el del Jarama el que no regresaba en dos días era dado por muerto. Los hospitales no tardaban más de cuarenta y ocho horas en informar sobre los heridos. Dar cuenta de los muertos tomaba más tiempo y en el frente las pérdidas diarias sumaban cientos de hombres. Pero en el caso de Jim todos siguieron pidiendo noticias de él como si sólo estuviese perdido o ausente. Harry y yo nos dimos cuenta entonces de cómo querían a Jim todos los demás briga-distas y la tropa republicana. Se había hecho querer por mil motivos, nos dijimos en ese acto retrospectivo que nos permite ver y decir, en la muerte, lo que nunca supimos ver o decir en la vida. Somos siempre malos contemporáneos y buenos extemporáneos, Laura. Llegué a convencerme de que sólo yo sabía que Jim había muerto y que yo lo mantenía vivo para no desanimar a Harry y a los demás camaradas que tanto querían al americano grandulón y bien-hablado. Pero luego me di cuenta de que todos sabían que estaba muerto y que todos estaban de acuerdo en mentir y decir que nuestro ca-marada seguía vivo.

«-¿No has visto a Jim?

»-Sí, se despidió de mí al amanecer.

»-Llevaba órdenes. Una misión.

»-Ojalá hubiera manera de decirle que lo estamos esperando.

»-Me dijo que lo sabía.

»-¿Qué te dijo?

»-Sé que todos vosotros me esperáis.

»-Él tiene que estar seguro de eso. Aquí lo esperamos. Que nadie diga que está muerto.