Laura Díaz optó por la cobardía. Él no le decía quién o cómo era la otra. Ella sí le diría a él quién y cómo era su marido, pero a Juan Francisco no le diría nada hasta que Jorge no le hablara de la otra. Su nuevo amante (Orlando pasó por la calle de su recuerdo) tenía dos pisos. A la entrada de la casa era reservado, discreto y con un trato impecable. En el segundo piso era entregado, abierto, como si sólo la exclusión le colocase a mitad de la intemperie, sin reserva alguna para el tiempo del amor. No pudo resistir la idea de esa combinación, una manera completa de ser hombre, sereno y apasionado, abierto y secreto, discreto vestido, indiscreto desnudo. Admitió que siempre deseó a un hombre así. Aquí estaba, al fin, deseado desde siempre o inventado ahora mismo pero revelador de un anhelo eterno.
Mirando por la ventana del hotel hacia el parque, aquel primer amanecer juntos, Laura Díaz tuvo la convicción de que, por primera vez, ella y un hombre iban a verse y conocerse sin necesidad de decirse nada, sin explicaciones o cálculos superfluos. Cada uno lo comprendería todo. Cada instante compartido los acercaría más.
Jorge volvía a besarla, como si le adivinara todo, la mente y el cuerpo. Ella no podía arrancarse de él, de la carne, de la figura acoplada a la suya, quería medir y retener el orgasmo, proclamaba
como algo suyo las miradas compartidas del orgasmo, quería que todas las parejas del mundo gozasen como ella y Maura en estos momentos, era su deseo más universal, más fervoroso. Nadie, nunca, en vez de cerrar los ojos o apartar el rostro, La había mirado al venirse, apostando por el solo hecho de verse las caras los dos que se vendrían juntos y así ocurría cada vez, por medio de la mirada apasionada pero consciente se nombraban el uno al otro mujer y hombre, hombre y mujer, que hacen el amor dándose las caras, los únicos animales que cogen de frente, viéndose, mira mis ojos abiertos, nada me excita más que verte viéndome, el orgasmo se convirtió en parte de la mirada, la mirada en el alma del orgasmo, cualquier otra postura, cualquier otra respuesta se quedó en tentación, la tentación rendida se volvía promesa de la verdadera, la mejor y la siguiente excitación de los amantes.
Darse la cara y abrir los ojos al venirse juntos.
– Vamos a desearle esto a todos los amantes del mundo, Jorge.
– A todos, Laura mi amor.
Ahora él se paseaba entre el desorden de su cuarto de hotel como un gato. Ella nunca había visto tanto papel regado, tanto portafolio abierto, tanto desorden en un hombre tan pulcro y bien gobernado en todo lo demás. Era como si Jorge Maura no amase ese papeleo, como si cargase en los maletines algo desechable, desagradable, posiblemente venenoso. No cerraba los portafolios, como si quisiera ventilarlos, o esperando que los papeles se fuesen volando a otra parte, o que una recamarera indiscreta los leyese.
– No entendería nada -dijo él con una sonrisa agria.
– ¿Qué?
– Nada. Ojalá salga bien.
Laura volvió a ser como antes o como nunca con él; lánguida, tímida, descuidada, mimosa, fuerte. Volvió a serlo porque sabía que todo esto lo derrotaría el pulso del deseo y el deseo era capaz de destruir al propio placer, volverse exigente, descuidado de los límites de la mujer y los del hombre, obligando a las parejas a volverse demasiado conscientes de su felicidad. Por eso ella iba a introducir el tema de la vida diaria, para aplacar la borrasca destructiva que desde la primera noche acompañaba fatalmente al placer, asustándolos en secreto. Pero no tuvo que hacerlo, él se le adelantó. ¿Se le adelantó, o era previsible que uno de los dos descendiera de la pasión a la acción?
Jorge Maura estaba en México como representante de la República Española, reducida ya, en marzo de 1938, a los enclaves de Madrid y Barcelona y los territorios mediterráneos de Valencia al sur. El gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas le había prestado ayuda diplomática a los republicanos, pero no podía compensar con la ética la ayuda material aplastante de los regímenes nazifascis-tas al rebelde Franco, ni el abandono pusilánime de las democracias europeas, Inglaterra y Francia. Berlín y Roma intervenían con toda fuerza a favor de Franco, París y Londres dejaban sola a la «república-niña», como la llamó María Zambrano. Esa florecilla de la democracia española era pisoteada por todos, sus amigos, sus enemigos y, a veces, sus partidarios…
Laura Díaz le dijo que quería serlo todo con él, compartirlo todo, saberlo todo, estaba enamorada de él, locamente enamorada.
Jorge Maura no se inmutó al oír esta declaración y Laura no supo si era parte de su seriedad escucharla sin comentar nada, o si el «hidalgo» sólo hacía una pausa antes de empezar su narración. Quizás había un poco de las dos cosas. Él quería que ella escuchase antes de tomar decisiones.
– Te juro que me muero si no lo sé todo de ti -se adelantó a su vez, ella.
El pensamiento de España lo ensimismaba. Dijo que España para los españoles es como México para los mexicanos, una obsesión dolorosa. No un himno de optimismo como su patria para los norteamericanos, ni una broma flemática como lo es para los ingleses, ni una locura sentimental -los rusos-, ni una razonable ironía -los franceses-, ni un mandato agresivo, como la ven los alemanes, sino un conflicto de mitades, de partes opuestas, de jalo-neos del alma, España y México, países de sol y sombra.
Empezó por relatar historias, sin comentario alguno, mientras los dos caminaban entre los setos y pinos del Parque de la Lama. Lo primero que le dijo durante estos paseos es que estaba asombrado del parecido entre México y Castilla. ¿Por qué habían escogido los españoles una meseta como la castellana para establecer su primer y principal virreinato americano?
Miraba las tierras secas, las montañas pardas, los picos nevados, el aire frío y transparente, la desolación de los caminos, los burros y los pies descalzos, las mujeres vestidas de negro y cubiertas por chales, la dignidad de los mendigos, la belleza de los niños, la compensación florida y la abundancia culinaria de dos países muer-
tos de hambre. Visitaba los oasis, como éste, de fresca vegetación, y sentía que no había cambiado de sitio, o que era ubicuo, y no sólo física, sino históricamente, porque nacer español o mexicano convierte la experiencia en destino.
La amaba y quería que lo supiera todo sobre él. Todo sobre la guerra como él la vivió. Era un soldado. Obedecía. Pero se rebeló primero para obedecer mejor más tarde. Por su origen social quisieron utilizarlo desde un principio en misiones diplomáticas. Había sido discípulo de Ortega y Gasset, descendiente del primer ministro reformista de la vuelta de siglo, Antonio Maura y Montaner, y graduado de la universidad alemana de Friburgo: él exigió primero vivir la guerra para saber la verdad y luego defenderla y negociarla si era preciso; pero primero saberla. La verdad de la experiencia primero. La verdad de las conclusiones después. Experiencia y conclusión, le dijo a Laura, ésa quizás sea la verdad completa, hasta que la conclusión misma sea negada por otras experiencias.
– No sé. Tengo al mismo tiempo una fe inmensa y una inmensa duda. Creo que la certidumbre es el fin del pensamiento. Y temo siempre que un sistema que ayudamos a construir acabe por destruirnos a nosotros mismos. No es fácil.
Estuvo en el Jarama, en las batallas del invierno de 1937. ¿Qué recordaba de aquellos días? Las sensaciones físicas ante todo. La bruma te salía de la boca. El viento helado te vaciaba los ojos. ¿Dónde estamos? Esto es lo más desconcertante en la guerra. Nunca sabes exactamente dónde estás. Un soldado no tiene un mapa en la cabeza. Yo no sabía dónde estaba. Nos ordenaban movimientos de flanco, avances hacia la nada, esparcirnos para que las bombas no nos tocaran. Éste era el gran desconcierto de la batalla. El frío y el hambre eran lo constante. La gente era siempre distinta. Era difícil fijar un rostro o unas palabras más allá del día en que lo viste o las escuchaste. Por eso me dispuse a concentrarme en alguna persona para que la guerra tuviese un rostro. Pero sobre todo para que yo tuviera compañía. Para no estar solo en la guerra. Tan solo.