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– Carmen -observó con resignación Orlando-. Deja a todo mundo en paz. Imagínate, si Dostoievski se psicoanaliza, capaz que no escribe El idiota.

– Señor Orlando -refunfuñó Carmen con dignidad-, yo sólo invito a gente de I.Q. elevado, no a ningún idiota. ¡Faltaba más!

La perorata dejó sin aire a Carmen Cortina, quien todavía tuvo tiempo de presentar a Pimpinela de Ovando, aristócrata venida a menos, y a Gloria Iturbe, sospechosa de ser espía del canciller alemán Franz von Papen, ¡lo que no se decía!, ¡pero todo era ya tan internacional, muchachos, que las culpas de la Malinche ni quien las mentara más!

Las cascadas verbales de Carmen Cortina se multiplicaban en cataratas parecidas desde las bocas de todos sus invitados menos el cadavérico pintor de blanco y negro («he eliminado de mis cuadros todo lo superfluo»), que fue quien propició la frase célebre de Orlando, «Hay mexicanos que sólo se ven bien en su cajón de muerto», palabras musitadas un segundo antes de que se presentara el secretario de Educación Publica del actual gobierno, dando ocasión a la anfitriona y a su protegido el pintor tapatío para develar el cuadro, cosa que hicieron al alimón, culminando la excitación y el escándalo de la velada cuando lo que todos vieron fue la vera imagen de la actriz de Amapola, ya no estés tan sola, en toda su espléndida desnudez, recostada en un sofá azul que hacía resaltar la blancura de sus carnes y la ausencia de sus pilosidades, recatadas éstas, alardeantes aquéllas, pero unidas ambas por el arte del pintor en una sublime expresión de totalidad espiritual, como si la desnudez fuese el hábito de esta monja dispuesta a la flagelación como forma superior de la fornicación, pronta al sacrificio de su placer en aras de algo más que el pudor o, como lo resumió Orlando, mira Laura, es como el título de una novela del siglo pasado, Monja, Casada, Virgen y Mártir.

– Es el retrato de mi alma -le dijo Andrea Negrete al ministro de Educación.

– Pues tiene pelillos su alma -le contestó éste, quien con buen ojo se percató de que el pintor no había depilado el pubis de doña Andrea, sino que le había pintado el vello de blanco, canoso como las sienes de la estrella.

Con lo cual la fiesta culminó como una ola encrestada y las aguas, como se dice, enseguida se calmaron. Las voces bajaron al murmullo del asombro, la maledicencia o la admiración, era imposible saber qué se opinaba del arte de Tizoc o de la audacia de Andrea; el ministro se despidió con cara impávida y un comentario en voz baja a Carmen:

– Me dijo usted que era un evento cultural.

– Como la Maja de Goya, señor ministro. Un día se la presentaré, es la Duquesa de Alba, muy mi amiga…

– Pura princesa piruja -dijo secamente el miembro del gabinete de Ortiz Rubio.

– Ay qué ganas de ver los miembros de todos los miembros en todos los gabinetes -dijo el marinerito con el gorro de BÉSAME.

– Adiós -inclinó la cabeza el señor ministro cuando el marinero de calzón corto infló un globo con la inscripción BLOW JOB y lo lanzó al techo.

– Esto se acabó -dijo con alborozo el minipopeye-. ¿Adonde la seguimos?

– El Leda -gritó Mary Pickford.

– Las Veladoras -sugirió el pintor con halitosis.

– Los Agachados -suspiró el crítico vestido de blanco.

– Qué facha -entonó su hermana.

– El Río Rosa -alentó la italiana.

– El Salón México -dictaminó el inglés de la main gauche.

– México lindo y querido -bostezó la altísima inglesa.

– Afriquita -gruñó un cronista de sociales.

– Voy por un high-ball -le dijo Orlando a Laura.

– Nos llamamos igual -le sonrió a Laura una mujer muy hermosa sentada en un sofá y tratando de acomodar la luz de la lámpara en la mesita de al lado. Rió: -Después de cierta edad, una mujer depende de la luz.

– Es usted muy joven -dijo con cortesía provinciana Laura.

– Hemos de ser iguales, los treinta pasaditos, ¿no?

Laura Díaz asintió y aceptó la invitación sin palabras de la mujer de melena rubia ceniza que acomodó un cojín a su lado y con la otra volvió a tomar su vaso de whisky.

– Laura Riviére.

– Laura Díaz.

– Sí, me lo dijo Orlando.

– ¿Se conocen?

– Es un hombre interesante. Pero se quedó sin pelo. Le digo que se rape completamente. Entonces sería no sólo interesante, sino peligroso.

– ¿Le confieso una cosa? A mí él siempre me dio miedo.

– Tutéame, por favor. A mí también. ¿Sabes por qué? Déjame contarte. Nunca hubo primera vez.

– No.

– No te lo pregunté, querida. Te lo afirmé. Nunca me atreví con él.

– Yo tampoco.

– Pues atrévete. Nunca he visto una mirada como la que te dirige a ti. Además, te juro que es más peligroso cerrar las puertas que abrirlas. -Laura Riviére se acarició el cuello adornado de piedras vivas-. ¿Sabes? Desde que me separé de mi marido, tengo una tienda de antigüedades. Pasa a verme un día.

– Vivo con Elizabeth.

– No para siempre, ¿verdad?

– No.

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé. Ése es mi problema.

– Te aconsejo que no prolongues lo imposible, tocayita. Mejor transforma las cosas a tu gusto y a tiempo. Atrévete. Mira, allí viene tu amiga Elizabeth.

Laura Díaz miró a su alrededor, no quedaba nadie, hasta Carmen Cortina se había ido a otros pagos con su corte, ¿adonde?, ¿a oír mariachis al Tenampa?, ¿a contratar un show de putas en La Bandida?, ¿a beber ron en veladoras bajo un techo agachado?, ¿a bailar con la orquesta de Luis Arcaraz en el nuevo Hotel Reforma?, ¿a oír a Juan Arvizu, el Tenor de la Voz de Seda, en el viejo Hotel Regis?

Laura Riviére se arregló la cabellera para que le cubriera la mitad del rostro y Elizabeth García-Dupont ex de Caraza le dijo a Laura Díaz ex de López Greene, de veras que me apena, chulita, pero tengo plan esta noche en casa, tú me entiendes, a toda capillita le llega su fiestecita, jajá, una vez nada más, pero pensé en ti, te tomé un cuarto en el Hotel Regis, aquí tienes la llave, ve tranquila y llámame mañana…

No le sorprendió encontrar a Orlando Ximénez desnudo, con una toalla amarrada a la cintura, cuando abrió la puerta del hotel. Le sorprendió saber de inmediato que a ella podía gustarle otro, no tanto que ella le gustara a otro, esto podía suponerlo, su es-pejito no le devolvía simplemente una imagen, la prolongaba mediante una sombra de belleza, un espectro parlante que la animaba -como en este preciso momento- a ir más allá de ella misma, entrar al espejo, como Alicia, sólo para descubrir que cada espejo tiene

otro espejo y cada reflejo de Laura Díaz otra imagen pacientemente en espera de que ella alargue la mano, la toque y la sienta huir hacia el siguiente destino…

Miró a Orlando desnudo en la cama y hubiera querido preguntarle, ¿cuántos destinos tenemos?

Él la esperaba y ella imaginó una infinita variedad masculina, la misma que los hombres imaginan en las mujeres pero que a ellas les es prohibido expresar públicamente, sólo en la intimidad más secreta: me gusta más de un hombre, me gustan varios hombres porque soy mujer, no porque sea puta.

Comenzó por quitarse los anillos, quería llegar con las manos limpias y ágiles y ávidas al cuerpo del Orlando que trataba de descifrar desde el lecho a Laura con el puño cerrado y el anillo de oro con las iniciales OX desafilándola, sí, reprochándole los años perdidos para el amor, la cita aplazada, esta vez sí, ahora sí, y ella diciéndole también que sí al quitarse sus propios anillos, sobre todo el de su boda con Juan Francisco y el diamante heredado por la abuela Cósi-ma Kelsen que se quedó sin dedos debido al machetazo amoroso del Guapo de Papantla, Laura dejando caer los anillos en la alfombra, en el camino hacia el lecho de Orlando como la Caperucita perdida en el bosque va dejando migajas que los pájaros, todos sin excepción aves de rapiña, todos ellos hermosos depredadores, se irán comiendo, borrando las pistas, diciéndole a la niña perdida, «no hay regreso, estás en la cueva del lobo…».