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que todos siguiesen creyendo que ella puso la fe en un hombre luchador y valiente por encima de todo, un líder que resumía cuanto había sucedido en México en este siglo, no quería decirle a su familia me equivoqué, mi marido es un corrupto o un mediocre, mi marido es un ambicioso indigno de su ambición, tu padre, Santiago, no puede vivir sin que le reconozcan sus méritos, tu padre, Dantón, es derrotado por el convencimiento de que los demás no le dan su lugar -mi marido, Elizabeth, no es capaz de reconocer que ya perdió sus méritos. Sus medallas ya mostraron todas el cobre.

– Tu padre no ha hecho nada salvo delatar a una mujer perseguida.

¿Cómo decírselo a Santiago y a Dantón, que iban a cumplir, uno, diez años y el otro, nueve? ¿Cómo explicarse ante la Mutti y las tías? ¿Cómo explicar que el prestigio ganado durante años de lucha se evaporase en un instante, porque solamente una cosa se hizo mal? Era mejor, se decía Laura en su voluntaria soledad, que Juan Francisco pensara que ella lo juzgaba y lo condenaba. No le importaba, con tal de que él creyera que sólo ella lo juzgaba; nadie más, ni el mundo, ni sus hijos, ni unas viejas sin importancia para él, escondidas en una casa de huéspedes de Xalapa. El orgullo del marido quedaría intacto. El pesar de la mujer sería sólo de la mujer.

No sabía decirle todo esto a la insistente Elizabeth, como no podía explicárselo a la familia veracruzana con la que se carteaba como si nada hubiese ocurrido; las cartas llegaban a la Avenida Sonora. La nueva criada de Juan Francisco se las entregaba a Laura cada semana. Laura iba a su vieja casa matrimonial al mediodía, cuando él no estaba. Laura confiaba: si María de la O sospechaba algo, callaría. La discreción nació junto con la tiíta.

La invitación a develar el cuadro de Andrea Negrete resultó irresistible porque un día antes, Elizabeth habló de gastos con su huésped.

– No te preocupes de nada, Laura. El sombrero, los trajes, me los pagas cuando puedas.

– Se ha retrasado la mesada de Juan Francisco.

– ¡No alcanzaría! -rió cariñosamente la rubia color de rosa-. Tienes un ajuar como Marlene.

– Me gustan las cosas bonitas. Quizás porque no tengo, por el momento, otra compensación por tanta… ausencia, diría yo.

– Ya te caerá alguna cosa. No te afanes.

La verdad es que no gastaba demasiado. Leía. Iba a conciertos y museos sola, al cine y a comer con Elizabeth. La situación que la separó de su marido era para ella un duelo. Había de por medio una delación, una muerte -una muerta-. Pero el perfume Chanel, el sombrento Schiaparelli, el traje sastre de Balenciaga… Había cambiado tanto, en tan poco tiempo, la moda -cómo iba a mostrarse Laura con falda corta de flapper bailarina de Charleston y corte de pelo a la Clara Bow, cuando había que vestirse como las nuevas estrellas de Hollywood. Bajaron las faldas, se onduló la cabellera, los bustos se engalantaron con grandes solapas de piqué, las que se atrevían usaban trajes de noche de seda entallada al cuerpo, como Jean Harlow la rubia platino, y un sombrero a la moda era indispensable. Una mujer sólo se quitaba el sombrero para dormir o jugar tenis. Hasta en la piscina, la gorrita de hule se imponía, había que proteger el ondulado Marcel.

– ¡Ándale, anímate!

Antes de saludar a la anfitriona Carmen Cortina, antes de apreciar el penthouse de severas líneas Bauhaus decorado por Pañi, antes de admirar a la homenajeada Andrea Negrete, dos manos le taparon los ojos a Laura Díaz, un coqueto guess who? al oído y por el ojo entreabierto de Laura el pesado anillo de oro con las iniciales OX.

Por un momento, no quiso verlo. Detrás de las manos de Orlando Ximénez estaba el joven al que tampoco quiso mirar en el acto de conocerlo, en el comedor de la Hacienda de San Cayetano. Olió de nuevo la lavanda inglesa, escuchó de nuevo la voz de barítono aflautada a propósito como hacían, al parecer, los ingleses, imaginó la tenue luz de la terraza tropical, adivinó el perfil recortado, la nariz recta, la cabellera de rizos rubios…

Abrió los ojos y reconoció el labio superior ligeramente retraído respecto al inferior y la mandíbula prominente, un poco como los reyes Habsburgos. Pero esta vez ya no había rizos, sino una calvicie recalcitrante y un rostro maduro, y esa piel declaradamente amarillenta como la de los trabajadores chinos de los muelles de Ve-racruz.

Orlando vio el asombro triste en la mirada de Laura y le dijo:

– Orlando Ximénez. No me conoces pero yo a ti sí. Santiago hablaba de ti con gran cariño. Creo que eras -¿qué te dije…?

– Su virgen favorita.

– ¿Ya no?

– Dos hijos.

– ¿Marido?

– Ya no existe.

– ¿Se murió?

– Haz de cuenta.

– Y tú y yo vivos siempre. Uff. Mira lo que son las cosas.

Orlando miró alrededor como si buscara otra vez el balcón de San Cayetano, el rincón donde estar solos, volverse a hablar los dos. La marea agridulce de la ocasión perdida invadió el pecho de Laura. Pero Carmen Cortina no permitía frivolas intimidades ni soledades vergonzantes en sus fiestas; como si intuyera que una situación particular -es decir, excluyente- se estaba fraguando, interrumpió el momento de la pareja, presentó a este y al otro, al Nalgón del Rosal, un viejo aristócrata que usaba un monóculo y cuyo chiste era quitarse el cristal de la cara y -miren ustedes- deglutirlo como una hostia, era de mentiras, era de gelatina, seguido de Onomástico Galán, un español gordo y chapeteado, que asistía a las fiestas, tradicionalmente con camisón, un gorro de dormir de listas rayadas y borla roja, y en la mano una vela, por si había apagón en este país desorganizado y revolucionario que lo que le hacía falta era una buena dictablanda como la de Primo de Rivera en España, seguido de una pareja de marinero él, con calzón corto y un gorro azul inscrito con la palabra BÉSAME y ella de Mary Pickford, con una peluca de abundantes rizos rubios, tobilleras blancas, zapatos de charol, calzoncillos de holanes y una falda hampona color de rosa, amén del consabido macromoño en la testa rizada, seguidos a su vez por un crítico de arte con impecable traje blanco más un corolario despectivo en los labios, repetido sin cesar:

– ¡Todos son una faaaacha!

Iba tomado de la mano de su hermana, una bella y alta estatua de piloncillo que repetía como eco fraternal, una facha, todos somos una facha, mientras que un viejo pintor con halitosis invisible, aguda y omnívora, se declaraba maestro del nuevo pintor Tízoc, enseñanza que le era disputada por otro pintor de melancólica y desengañada estampa, famoso por sus cuadros funerarios en blanco y negro y por su amante y discípulo puramente negro y apodado, por el pintor, la ciudad y el mundo 'Xangó', aunque, para taparle el ojo al macho -es un decir, decía Carmen Cortina- el fornido negro tenía una esposa italiana a la que presentaba como la modelo de la Gioconda.

Todo este circo era visto de lejos y con displicencia clínica por una pareja de ingleses a los que Carmen presentó como Felicity Smith, una mujer altísima que no podía observar lo que ocurría sin bajar la mirada con aire de desprecio y, cortés como era, prefería fijarla en lontananza, pues su compañero era bajo, barbado y elegante, presentado por Carmen como James Saxon y, en voz baja, como hijo bastardo de Jorge V de Inglaterra, refugiado en una hacienda tropical de la Huasteca potosina que el susodicho bátard convirtió en una follie, comentó su compañera Felicity, digna del rey de los excéntricos literarios William Beckford:

– Vivir en casa de James es un perpetuo abrirse paso entre orquídeas, cacatúas y cortinas de bambú.

El problema -le susurró Carmen a Orlando y a Laura- es que aquí todos están enamorados los unos de los otros, Felicity de James que es homosexual y le tiene ganas al crítico que dice «facha» quien anda loco por el negro Xangó que es un falso joto que le da gusto al pintor melancólico por razones de estado pero que en verdad la goza con su napolitana aunque ella -la dizque Mona Lisa- se ha propuesto convertir a la heterosexualidad al melancólico pintor, formando un ménage á trois no sólo placentero sino económicamente conveniente en tiempo de crisis, querido, cuando nadie, absolutamente nadie, compra un cuadro de caballete y el gobierno es el único patrón de los moneros, quelle horreur!, sólo que Mary Pickford está enamorada de la italiana y la italiana secretamente, se acuesta con el marinero que también es de la otra costa pero la italiana quiere probarle que en verdad es muy macho, cosa que es cierta, sólo que nuestro Popeye sabe que pasando por puto atrae el instinto maternal de las señoras que desean protegerlo y aprovecharse de ellas sorprendiéndolas, sólo que la Gioconda, sabiendo que su marido en verdad es Lotario y no el Mago Maravilla, quisiera verse en el papel de Narda -¿me siguen, amores míos, no leen los monitos del domingo en El Universal?- y ensayar con Xangó la conversión a la normalidad del melancólico pintor a fin de integrar, como ya les dije, el trío que amenaza, como van las cosas, en convertirse en cuarteto y hasta quinteto si incluimos a Mary Pickford, ¡qué lío y qué problema para una hostess, después de todo, de familia decente, como yo!