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– Déjame consolarte. Tienes razón. No importa cómo terminemos. Lo bueno es cuando no nos damos cuenta de que todo se acabó.

– Oh mi amor, siento que me estoy cayendo por una escalera quebradiza…

Orlando detuvo un taxi y dio una dirección desconocida para Laura. El chofer miró con asombro a la pareja.

– ¿De veras, jefe? ¿Está seguro?

En 1932, la ciudad de México se vaciaba temprano, las meriendas caseras tenían horarios puntuales, congregaban a toda la familia y ésta estaba muy unida, como si la prolongada guerra civil -veinte años sin sosiego- le hubiese enseñado a los clanes a vivir asustados, abrazados entre sí, aguardando lo peor, el desempleo, la expropiación, el fusilamiento, el rapto, la violación, los ahorros esfumados, la moneda de papel inservible, la arrogante confusión de las facciones rebeldes. Una sociedad había desaparecido. La nueva sociedad aún no se perfilaba claramente. Los citadinos tenían un pie en el surco y otro en la ceniza, como dijo Musset de la Francia posnapo-leónica. Lo malo es que a veces la sangre cubría tanto al surco como a la ceniza, borrando los linderos entre el terreno para siempre yermo y el grano que, para dar sus frutos, primero debe morir.

Fiestas como las de la célebre y cegatona Carmen Cortina eran el alivio de una élite mundana que contaba entre sus protagonistas Semillas y Cenizas, los que sobrevivieron a la catástrofe revolucionaria, los que vivieron gracias a ella y los que murieron en ella pero aún no se enteraban. Las fiestas de Carmen eran una excepción, una rareza. Las familias decentes se visitaban entre sí temprano, se casaban entre sí aún más temprano, usaban lupa y coladera para dejar pasar a la nueva sociedad revolucionaria… Si un bárbaro general sonorense se casaba con una linda señorita sinaloense, allí

estaban los parientes y allegados de Culiacán para aprobar o desaprobar. La familia del general Obregón no tenía pretensiones sociales y el Manco de Celaya mejor hubiera hecho de quedarse en su finca de Huatabampo a cuidar guajolotes que empeñarse en la reelección y la muerte. Los Calles, en cambio, querían relacionarse, figurar, presentar a sus hijas en el Country Club de Churubusco y luego casarlas a todas por la iglesia, ¡no faltaba más!, aunque en ceremonias privadas. El caso más notable y respetado, sin embargo, fue el del general Joaquín Amaro, la estampa misma del cabecilla revolucionario, un jinete sin par que parecía más bien centauro, un indígena yaqui de paliacate y arracada, piel de ébano, gruesos labios sensuales y desafiantes y mirada perdida en el origen de las tribus, que se casó con una señorita de la mejor sociedad norteña cuyo regalo de bodas fue obligar al general a aprender francés y urbanidad.

Muchachos parranderos los hubo siempre, aunque ya no había dinero para estudiar en el extranjero y ahora todos iban a la Escuela de Derecho en San Ildefonso, a la Escuela de Medicina en Santo Domingo, los más humildes a las vocacionales, los más fifís a Arquitectura: todo ocurría en el viejo centro, rodeado de cantinas, cabarets y prostíbulos. La vida popular hormigueaba invisible, de día y de noche, y México era aún ciudad de sombrerudos y huara-chudos, de overol y rebozo: es lo que me enseñó mi marido Juan Francisco cuando me llevó a ver los barrios populares y me convenció de que los problemas eran tan gigantescos que mejor debía quedarme en casa y cuidar a mis hijos…

– Tu marido no te enseñó nada -dijo con ferocidad desacostumbrada Orlando Ximénez, tomando a Laura Díaz de la muñeca y obligándola a bajar en medio de un erial construido, ése era el choque brutal, la paradoja, éstas eran las calles, éstas eran las casas, y sin embargo éste era el desierto en medio de la ciudad, ésta era una ruina construida de polvo, concebida como ruina, una pirámide de arena por cuyos costados aparecían, invisibles a primera vista, siluetas incompletas, formas difíciles de nombrar, un mundo a medio hacer y ellos avanzaban en medio de este misterio urbano gris, Orlando llevando de la mano a Laura como Virgilio a Beatriz, no a Dante; a otra Laura, no a Petrarca; obligándola a mirar, mira, los ves, van saliendo de los hoyos, van emergiendo de la basura, di-me Laura, ¿qué puedes hacer por esa mujer a la que llaman La Rana que salta con el tronco aplastado contra los muslos, mírala, obligada a saltar como un batracio en busca de basura comestible, qué

puedes hacer Laura, míralo, qué puedes hacer por ese hombre que se arrastra por la calle sin nariz ni brazos ni piernas, como una serpiente humana?; y míralos ahora porque es de noche, porque sólo aparecen cuando no hay luz, porque le tienen miedo al sol, porque de día viven encerrados por miedo, para no ser vistos, ¡qué son, Laura? Míralos bien, ¿son enanos, son niños, son niños que ya no van a crecer más, son niños muertos que se quedaron rígidos, de pie, a medio enterrar en el polvo, dime Laura, esto te lo enseñó tu marido, o sólo te mostró la parte bonita de la pobreza, los obreros con camisa de mezclilla, las putas bien polveadas, los organilleros y los cerrajeros, las tamaleras y los talabarteros?, ¿ésa es su clase obrera?, ¿quieres rebelarte contra tu marido, lo odias, no te dio oportunidad de hacer algo por los demás, te menospreció?, pues ahora yo te la doy, yo te tomo de los hombros, Laura, te obligo a abrir los ojos y preguntarte, Laura, ¿que, qué puedes contra todo esto?, ¿por qué no pasamos tú y yo nuestras noches aquí, con La Rana y La Culebra y los niños que no van a crecer y tienen miedo de ver el sol, en vez de pasarlas con Carmen Cortina y Querubina de Landa y el Nalgón del Valle y la actriz que se pinta el pubis de blanco, por qué?

Laura se abrazó muy fuerte a Orlando y soltó un llanto que venía guardando, dijo, desde que nació, desde que perdió al primer muerto y se preguntó, por qué se muere la gente que yo amo, para qué nacieron entonces…

– ¿Qué se puede hacer? Son miles, millones, quizás Juan Francisco tenga razón, ¿por dónde empiezas?, ¿qué se puede hacer por toda esta gente?

– Dímelo tú.

– Escoge al más humilde entre todos. A uno solo, Laura. Escoge a uno y salvarás a todos.

Laura Díaz mirando el paso de la meseta calcinada desde la ventanilla del pullman de regreso a casa, de regreso a Veracruz, lejos de la pirámide de arena por la que se abrían paso, como orugas, cucarachas, cangrejos, en vericuetos invisibles que de noche brotaban de hoyos como chancros, las mujeres ranas, los culebras hombres y los niños raquíticos.

Hasta esa noche no creía realmente en la miseria. Vivimos protegidos, condicionados para ver sólo lo que queremos ver. Esto le dijo Laura a Orlando. Ahora, rumbo a Xalapa, ella misma sintió la necesidad angustiosa de ser compadecida: experimentó un ansia de piedad, sabiendo que lo que ella pedía para sí, su parte de com-

pasión, es lo que de ella se esperaba en la casa de la calle Bocanegra, un poco de compasión, un poco de atención por todo lo olvidado -la madre, la tía, los dos hijos- para no decirles la verdad, para mantenerlos en la ficción original, era mejor que Dantón y Santiago crecieran en una ciudad de provincia, bien cuidados, mientras Laura y Juan Francisco arreglaban sus vidas, sus carreras, en la difícil ciudad de México, en el dificilísimo país que emergía del surco, de la ceniza, de la sangre de la Revolución… Sólo la tiíta María de la O sabía la verdad pero sobre todo sabía que la discreción es la verdad que no hace daño.

Estaban sentadas las cuatro en los viejos sillones con respaldo de mimbre que la familia venía arrastrando desde el puerto de Ve-racruz. Le abrió el zaguán el negro Zampayita y éste fue el primer asombro de Laura: el alegre saltarín tenía la cabeza blanca y la escoba ya no le servía para bailar «tomando a la pareja del talle si se deja»; era un báculo sobre el cual el viejo servidor de la familia apoyó su exclamación mutilada, su «¡Niña Laura!» apagada por el chitón impuesto por el gesto de Laura, en el dedo contra los labios mientras el negro tomaba la maleta de la niña y ella lo dejó hacer para que se siguiera respetando a sí mismo, aunque apenas podía con la petaca.