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Cuando fotografió la figura rota del Ángel que fue amante del filósofo, Laura Díaz se obligó a medir los tiempos de una ciudad de «primavera inmortal)', que parecía no tenerla. Se dio cuenta de que no se había dado cuenta de cómo pasaron los años. La ciudad no tiene estaciones. Enero es frío. Tolvaneras en febrero. Marzo arde. Llueve en verano. En octubre el cordonazo de San Francisco recuerda que las apariencias engañan. Diciembre es transparente. Enero es frío.

Pensó en los años vividos en esta ciudad y a ellos se iba superponiendo el rostro de Vasconcelos, del joven y romántico estudiante al bizarro guerrillero intelectual de la Revolución al noble educador de frente interminable que le dio los murales a Diego Rivera, al filósofo bergsoniano del ímpetu vital al americanista de la raza cósmica, al candidato presidencial opositor del jefe Máximo Calles y su bufón de corte Luis Napoleón Morones que corrompió a Juan Francisco, al resentido exiliado que acabó, viejo y berrinchudo, elogiando a Franco y al fascismo y mandando expurgar sus propios libros.

Vasconcelos era una imagen móvil y dramática del México revolucionario y su amante caída, Antonieta Rivas Mercado, el ángel de la independencia, era la imagen fija, simbólica, sobrenatural, de la Patria en cuyo nombre habían luchado los héroes que la veneraron pero también la chingaron. Ambos -el filósofo y su ángel- estaban hoy en ruinas en una ciudad que ellos ya no reconocían y que Laura salió a fotografiar.

El primer gran reportaje gráfico de Laura Díaz resumía su experiencia vital, su origen provinciano, su vida de joven casada, su doble maternidad, sus amores y lo que sus amores le trajeron.

Se dio cuenta de que entre la muerte de Harry Jaffe en Cuernavaca y la muerte de Carmen Cortina en la ciudad de México, Laura Díaz empezó a preguntarse, ¿qué haré el año entrante?, y antes, de joven, todo era imprevisible, natural, necesario y a pesar de todo, placentero. La muerte de Frida, sobre todo, la hizo recordar su propio pasado como una fotografía borrada. El temblor, el en-

cuentro con Orlando, la muerte de Carmen, la obligaron a pensar, ¿puedo darle su foco perdido al pasado, su nitidez ausente?

Dormía distinto. Antes, soñaba sin reflexionar pero con preocupación. Ahora, ni reflexionaba ni se preocupaba. Dormía como si todo hubiese ocurrido ya. Dormía como una anciana.

Reaccionó. Quería dormir otra vez como si nada hubiese ocurrido, como si empezara apenas su vida al despertar, como si el amor fuese todavía un dolor desconocido. Quería despertar con voluntad de ver cada mañana y archivar lo que veía en el lugar más exacto de sus sentimientos, allí donde el corazón y la cabeza se alian. Antes, había visto sin ver. No sabía qué hacer con sus imágenes cotidianas, que eran las monedas que el día iba poniendo en sus manos vacías.

La ciudad y la muerte la despertaron. México la rodeaba como una gran serpiente dormida. Laura despertó junto a la respiración pesada de la serpiente que la envolvía sin sofocarla. Despertó y fotografió a la serpiente.

Primero había retratado a Frida muerta. Ahora fotografió la casa familiar de la Avenida Sonora antes de que la demolición ordenada por su hi¡o ocurriese. Fotografió el exterior cuarteado pero también los interiores condenados, el garaje donde Juan Francisco estacionó el coche que le regaló la CROM, el comedor donde su marido se reunía con los líderes obreros, la sala donde ella esperaba paciente como una Penélope criolla el momento de gracia y soledad con su esposo retornado al hogar, el umbral donde buscó refugio la monja perseguida, Gloria Soriano, y la cocina donde la tiíta María de la O mantuvo las tradiciones de los platillos veracruzanos -aún permeaban las paredes los aromas de chile chipotle, de verdolaga y comino-, el bóiler de agua caliente alimentado por los periódicos amarillentos donde se fueron consumiendo todas las figuras del poder, el crimen y el entretenimiento: las llamas devoraron a Calles y a Morones, a Lombardo y a Ávila Camacho, a Trotski y a Ramón Mercader, a la asesinada Chinta Aznar y al violador, loco y asesino Sobera de la Flor, al panzón Roberto Soto y a Cantinflas, a la rumbera Meche Barba y al charro cantor Jorge Negrete, a las baratas del Puerto de Liverpool y a los anuncios de Mejor Mejora Mejoral y Veinte Millones de Mexicanos No Pueden Estar Equivocados, a las faenas de Manolete y Arruza, a las hazañas urbanistas del regente Ernesto Uruchurtu y a la medalla olímpica de Joaquín Capilla, todo se lo devoró el fuego así como la muerte devoró la recámara que

Santiago su hijo convirtió en espacio sagrado, surtidor de imágenes, caverna donde las sombras eran realidad, y los cuadros y dibujos se amontonaron, y el cuarto secreto de Dantón, a donde nadie podía entrar, cuarto imaginario que lo mismo podía lucir mujeres desnudas arrancadas de la revista Vea que mantener desnudas las paredes como penitencia hasta encontrar, como la encontró, su fortuna propia, y la recámara matrimonial donde a Laura se le venían encima las imágenes de los hombres que quiso, por qué los quiso, cómo los quiso…

Salió a fotografiar las ciudades perdidas de la gran miseria urbana y se encontró a sí misma en el acto mismo de fotografiar lo más ajeno a su propia vida, porque no negó el miedo que le produjo penetrar sola, con una Leica, a un mundo que existía en la miseria pero se manifestaba en el crimen, primero un muerto a cuchilladas en una calle de polvo inquieto; miedo a las ambulancias con el ruido ululante y ensordecedor de sus sirenas a la orilla misma del territorio del crimen; las mujeres matadas a patadas por sus maridos ebrios; los bebés arrojados, recién nacidos, a los basureros; los viejos abandonados y encontrados muertos sobre los petates que les servirían de mortajas, clamando por un hoyo en la tierra una semana después de morir, tan secos ya que ni hedor despedían; esto fotografió Laura Díaz y le agradeció a Juan Francisco haberla salvado, a pesar de todo, de un destino así, el destino de la violencia y la miseria circundantes.

Entrar a una fonda de la ciudad perdida y encontrar todos los hombres muertos a balazos, asesinados entre sí, inexplicablemente como en una carambola de crímenes, anónimos todos ellos pero ahora salvados del olvido por la fotografía de Laura, agradecida de que Jorge Maura la hubiese salvado de la violencia de las ideologías, del miedo de una mujer al mundo del pensamiento en que Jorge le introdujo: ella guardaba en su memoria una foto imposible, la foto de Jorge lamiendo los pisos monacales en Lanzarote, limpiando de ideologías su propio espíritu y el del sangriento siglo XX.

Jorge Maura era el contraveneno de la violencia en la que vivían los niños que ella fotografió en atarjeas y túneles, sorprendiendo la belleza inexpugnable de la niñez abandonada como si la cámara de Laura limpiase a los niños como Jorge limpiaba los pisos del monasterio, niños limpios de mocos, lagañas, pelo emplastado, brazos raquíticos, cráneos rapados por la sarna, manos teñidas por el mal del pinto, los pies desnudos con su pastel de lodo como cal-

zado único y al fotografiarlos también le agradeció a Harry la debilidad de las lealtades y la nostalgia del momento único e irrepetible del heroísmo. Pensó en la gran foto del miliciano caído tomada por Robert Capa en la guerra de España.

Acudió a las delegaciones de policía y a los hospitales. A una señora vieja, canosa, de faldas amplias y sandalias rotas (era ella), no le hacían caso, la dejaban fotografiar a otra mujer con una botella de Coca-Cola vacía ensartada sin respiración entre los muslos, a un drogadicto retorciéndose en su celda, arañando las paredes y metiéndose por las narices el caliche de los muros, a los hombres y mujeres golpeados en sus casas o en las crujías, daba igual, sangrantes, cegados por la desorientación más que por los párpados hinchados a puñetazos, a macanazos, la llegada de las «Julias», la entrada a la comisaría de putas y maricones, travestí y traficantes, la cosecha nocturna de padrotillos…