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– Laura. Soy yo, Orlando. ¿No me reconoces? Mira -rió mostrando el puño y el anillo de oro con las iniciales OX. No le quedaba otra seña de identidad. La calvicie era total y él no pretendía asimilarla. Lo extraño -lo grave, se dijo Laura- era que la lisura extrema del cráneo desnudo como un trasero de bebé contrastaba tan brutalmente con el rostro infinitamente cuadriculado, cruzado por rayas minúsculas en todas las direcciones. Un rostro que era una rosa de los vientos enloquecida, con sus puntos cardinales disparados en todas direcciones; una tela de araña sin simetría.

La tez blanca, el rubio talante de Orlando Ximénez, habían resistido mal el paso de los años; las arrugas de su rostro eran tan incontables como los surcos de un campo trillado durante siglos para rendir cosechas cada vez más exiguas. Mantenía, sin embargo, la distinción de un cuerpo esbelto y bien trajeado, un Príncipe de Gales cruzado pero con corbata negra propia de la ocasión y la coquetería, inmortal en él, de un pañuelo Liberty asomando, displicentemente, por la bolsa del pecho. «Sólo los cursis y los toluqueños

usan corbata y pañuelo idénticos», le había dicho hace años, en San Cayetano, en el Hotel Regis… Orlando.

– Laura querida -dijo primero viendo que al principio no fue reconocido, y tras de plantarle dos besitos fugitivos en las mejillas se apartó para verla, tomado siempre de las manos de la mujer.

– Déjame verte.

Era el Orlando de siempre, no le devolvía el juego, lo anticipaba, le decía sin palabras «cómo has cambiado, Laura», antes de que ella pudiese decir «cómo has cambiado, Orlando».

En el trayecto a la calle de Sullivan (¿quién sería Sullivan?. ¿un autor de operetas inglesas, sólo que éste siempre iba unido como siamés a su partenaire Gilbert, como Ortega a Gasset, bromeó el irreprimible, Orlando) el viejo novio de Laura comentó la horrible muerte de Carmen Cortina y el misterio que la rodearía siempre. La famosa anfitriona de los años treinta, la mujer que con su energía rescató a la sociedad mexicana de la convulsión aletargada -si tal cosa podría decirse, es un oxímoron, de acuerdo, sonrió Orlando- llevaba años encamada, afectada de una flebitis que le impedía el movimiento… La cuestión era ¿pudo Carmen Cortina levantarse y salvarse del desplome, o la condenó su prisión física a mirar un techo que se le venía encima y la aplastaba, pues, ¿para qué andar con remilgos?, como la proverbial cucaracha…

– But 1 am a chatterbox, estoy hecho un hablantín, perdón -dijo riendo Orlando y acarició, con su mano enguantada, los dedos desnudos de Laura Díaz.

Sólo al descender del taxi en Sullivan, Orlando la tomó del brazo y le dijo al oído, no te asustes, Laura querida, vas a encontrar a todos nuestros amigos de hace veintiocho años pero no los vas a reconocer; si tienes dudas, apriétame el brazo -no te descuelgues de mí, je ten prie- y te diré al oído quién es quién.

– ¿Has leído El tiempo recobrado de Proust? ¿No? Pues es la misma situación. El narrador regresa a un salón parisino treinta años después y ya no reconoce a los amigos íntimos de su juventud. Frente a «los viejos fantoches», dice el narrador de Proust, había que usar no sólo los ojos, sino la memoria. La vejez, añade, es como la muerte. Algunos la afrontan con indiferencia, no porque sean más valientes que los demás, sino porque tienen menos imaginación.

Orlando buscó ostentosamente el nombre de CARMEN CORTINA en el tablero de las defunciones para ubicar la capilla ardiente.

– Claro, la diferencia con Proust es que él encuentra la vejez y el paso del tiempo en un elegante salón de la sociedad francesa, mientras que tú y yo, orgullosamente mexicanos, la encontramos en una agencia de pompas fúnebres.

No había el olor de flores intrusas que provoca náuseas en los velatorios. Por ello los perfumes de las mujeres presences se dejaban sentir con más ofensa. Eran como nubes finales de un cielo a punto de apagarse para siempre y una por una ellas pasaban frente al féretro abierto de Carmen Cortina, minuciosamente reconstruida por el embaís amador hasta parecerse ni a sí misma ni a ningún ser previamente vivo. Era un maniquí de aparador, como si toda su agitada vida de anfitriona social la hubiese preparado para este momento final, el acto último de lo que en vida fue una representación permanente: un maniquí recostado entre colchonetas de seda' blanca, bajo vitrina de plástico, con el pelo cuidadosamente pintado de caoba, las mejillas lisas y coloreadas, la boca obscenamente hinchada y entreabierta en una sonrisa que parecía lamer la muerte como si fuese un caramelo, la nariz retacada de algodones porque por allí se podía escapar lo que quedaba del jugo vital de Carmen y los ojos cerrados -pero sin los anteojos que la hostess manejaba con la sabiduría de los cegatones elegantes, como si fueran un rehilete a veces, un dedo de repuesto en otras, un pendiente exhausto o un stiletto amenazante. En todo caso, la batuta con que Carmen Cortina conducía su brillante opereta social.

Despojada de los anteojos, Laura no la reconoció. Estuvo a punto de sugerirle a Orlando, contagiada del inconmovible tono festivo de su primer novio, que un alma caritativa le colocase las gafas al cadáver de Carmen. Era capaz de abrir los ojos. De resucitar. Aunque tampoco reconoció a la mujer desbordada de carnes pero con perseverante cutis de nácar que era empujada en silla de ruedas por el pintor Tízoc Ambriz, él sí reconocible por sus frecuentes apariciones en las páginas de cultura y sociedad de los periódicos, convertido, por el color, el tamaño y la textura de su piel, en una escamada, negra y plateada sardina. Flaco y pequeño, vestido como siempre de mezclilla azul -pantalones, camisa y chamarra, como para singularizarse al mismo tiempo que, contradictoriamente, imponía una moda.

Empujaba con devoción la silla de ruedas de la mujer con ojos adormilados, cejas invisibles pero ¡ay!, exclamó Orlando, ya no la simetría facial de aquella eterna madurez que presumía de eterna

juventud, situada, como estaba hace treinta años, en el filo mismo de una opulencia que el amigo de Laura había comparado a una fruta en plenitud. Recién cortada de la rama.

– Es Andrea Negrete. ¿Recuerdas el vernissage de su cuadro por Tízoc en el flatsín de Carmen? Estaba desnuda -en el cuadro, por supuesto-, tenía dos mechones blancos en las sienes y el pubis pintado de blanco también, alardeando de tener canas en el mono, hazme tú el favor. Ay, ahora ya no tiene que pintarse nada.

– Cómeme -le susurró Andrea a Orlando cuando pasaron junto a la sala donde un cura conducía el responso ante una docena de amigos de Carmen Cortina.

– Cómeme.

– Pélame.

– Lépero -se rió la actriz, mientras el murmullo del Lux perpetua luceat eis se imponía vagamente a los comentarlos y al chismorreo propios de la ocasión.

El pintor Tízoc Ambriz había perdido, en cambio, toda expresión facial. Era un tótem indio, un diminuto Tezcatlipoca, el Puck azteca destinado a rondar como fantasma las noches endemoniadas de México-Tenochtitlan.

Tízoc desvió los ojos hacia la entrada donde un joven alto, moreno y de cabellera rizada, entraba dándole el brazo a una mujer hinchada en cada llanta de su obesidad y rehecha en cada centímetro de su epidermis. Avanzaba orgullosa y hasta impertinentemente del brazo del efebo, haciendo alarde de la ligereza de su paso a pesar del volumen de su peso. Navegaba como un galeón de la Invencible Armada sobre las aguas procelosas de la vida. Sus pies diminutos sostenían un macizo globo carnal, coronado por una cabecita de bucles rubios que eran el marco de su rostro esculpido, retocado, restaurado, compuesto, repuesto y dispuesto hasta estirarse como un globo a punto de estallar aunque ayuno de expresión, una pura máscara detenida invisiblemente por alfileres invisibles alrededor de las orejas y costuras debajo de la barbilla que habían eliminado una papada que pugnaba, a ojos vistas, por renacer.