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Siempre tuvo la tentación de decirle, no sé quiénes fueron tus víctimas, déjame que yo lo sea. Siempre supo lo que él le habría contestado, no quiero tablas de salvación… pero yo soy tu perra.
Harry había dicho que si había culpas, él las asumía totalmente.
– ¿Quiero salvarme yo? -decía con aire lejano-. ¿Quiero salvarme contigo? Lo tenemos que descubrir los dos juntos.
Ella admitía que le costaba mucho vivir adivinando, sin que él le dijera claramente qué había ocurrido. Pero en seguida se arrepentía de su propia franqueza. Entendía desde hace años que la verdad de Harry Jaffe sería siempre un cheque sin fecha y sin números, pero firmado al calce. Amaba a un hombre oblicuo, engarzado a una doble percepción, la del grupo de exiliados hacia Harry y la de Harry hacia el grupo.
Laura Díaz se preguntaba el porqué de la distancia de los exiliados hacia Harry. ¿Y por qué, al mismo tiempo, lo aceptaban co-
mo parte del grupo? Laura deseaba que fuese él quien le dijera la verdad, se negaba a aceptar versiones de terceros, pero él le dijo sin sonreír que si bien era cierto que la derrota es huérfana y la victoria tiene cien padres, la mentira, en cambio, tiene muchos hijos, pero la verdad carece de descendencia. La verdad existe solitaria y célibe, por eso la gente prefiere la mentira; nos comunica, nos alegra, nos hace partícipes y cómplices. La verdad, en cambio, nos aisla y nos convierte en islas rodeadas de sospecha y envidia. Por eso jugamos tantos juegos mentirosos. Para no soportar las soledades de la verdad.
– Entonces, Harry, ¿qué sabemos tú y yo, qué sabemos el uno del otro?
– Te respeto, me respetas. Tú y yo nos bastamos.
– Pero no le bastamos al mundo.
– Es cierto, no.
Lo cierto era que Harry estaba exiliado en México, igual que los Diez de Hollywood y los otros perseguidos por el Comité del Congreso primero, por el senador McCarthy después. Comunistas o no, ésa no era la cuestión. Había casos singulares, como el del viejo productor judío Theodore y su mujer Elsa, que no habían sido acusados de nada y se auto-exiliaron por solidaridad, porque las películas -decían- se hicieron en colaboración, con los ojos bien abiertos, y si uno solo era culpable de algo o víctima de alguien, entonces deberían serlo todos, sin excepción.
– Fuenteovejuna, todos a una -sonrió Laura Díaz recordando a Basilio Baltazar.
Había fieles recalcitrantes de Stalin y la URSS, pero también desilusionados del estalinismo que sin embargo no querían comportarse como estalinistas en su propia tierra americana.
– Si los comunistas llegáramos al poder en los USA, también calumniaríamos, exiliaríamos y mataríamos a los escritores disidentes -decía el hombre del copete.
– Entonces no seríamos verdaderos comunistas, seríamos estalinistas rusos, producto de una cultura religiosa y autoritaria que no tiene nada que ver con el humanismo de Marx, o con la democracia de Jefferson -le contestaba su compañero alto y cegatón.
– Stalin ha corrompido para siempre la idea comunista, no te engañes.
– Yo voy a mantener la esperanza de un socialismo democrático.
Laura no les daba ni rostro ni nombre a estas voces y se culpaba de ello, pero la justificaba la ronda de argumentos similares dichos por voces variables de hombres y mujeres que iban y venían, estaban allí y luego desaparecían para siempre, dejando sólo sus voces, no su apariencia física, entre las bugambilias del jardín de los Bell en Cuernavaca.
Había ex comunistas que temían acabar, como Ethel y Ju-lius Rosemberg. ejecutados en la silla eléctrica por crímenes imaginarios. O por crímenes ajenos. O por crímenes surgidos de la simple escalada de la sospecha. Había americanos de izquierda, socialistas sinceros o simplemente «liberales», a los que preocupaba el clima de persecución y delación desatado por una legión de oportunistas despreciables. Había amigos y parientes de víctimas del macartismo que se fueron de los Estados Unidos por solidaridad con ellos.
Lo que no había en Cuernavaca era un solo delator.
Laura se preguntaba en cuál de todas estas categorías cabría el hombre pequeño, calvo, flaco, mal vestido, enfermo de enfisema pulmonar, plagado de contradicciones, al cual ella llegó a amar con un amor distinto del que había sentido por los otros hombres, por Orlando, por Juan Francisco, y sobre todo por Jorge Maura.
Contradicciones: Harry se estaba muriendo de enfisema pero no dejaba de fumar cuatro cajetillas diarias porque decía que las necesitaba para escribir, era un hábito insuperable, sólo que no escribía nada y seguía fumando, mientras miraba con una especie de pasión resignada los grandes atardeceres del valle de Morelos cuando el perfume del laurel de Indias vencía la respiración extinta de Harry Jaffe.
Respiraba con dificultad y el aire del valle invadía sus pulmones, destruyéndolos: el oxígeno ya no le cabía en la sangre, pero un día su propia respiración, el aire de un hombre llamado Harry Jaffe, se le escaparía de los pulmones como se escapa el agua de un caño averiado y le invadiría la garganta hasta sofocarlo con lo mismo que necesitaba: aire.
– Si escuchas con atención -esbozaba una mueca el enfermo- puedes oír el rumor de mis pulmones, como el snap-crac-kle-pop de los cereales…, soy una taza de Rice Krispies -reía con dificultad-, soy el desayuno de los campeones.
Contradicciones: ¿él cree que ellos no saben y ellos saben pero no lo dicen?, ¿él sabe que ellos saben y ellos creen que él no lo sabe?
– ¿Cómo escribirías sobre ti mismo, Harry?
– Tendría que contar la historia con palabras que detesto.
– ¿La historia o tu historia?
– Hay que olvidar las historias personales para que aparezca la historia verdadera.
– ¿Y no es «la historia verdadera» sólo la suma de las historias personales?
– No sé qué contestarte. Vuelve a preguntármelo otro día.
Ella pensaba en la suma de sus amores carnales, Orlando, Juan Francisco, Jorge y Harry, de sus amores familiares, su padre Fernando y la Mutti Leticia, las tías María de la O, Virginia e Hil-da; de sus pasiones espirituales, los dos Santiagos. Se detenía, turbada y fría a la vez. Su otro hijo, Dantón, no aparecía en ninguno de estos altares personales de Laura Díaz.
Otras veces ella le decía, no sé quiénes fueron tus víctimas, si es que las hubo, Harry, quizás no tuviste victimas, pero si las tuviste, ahora déjame que yo lo sea… una más.
El la miraba con incredulidad y la obligaba a verse a sí misma de igual manera. Laura Díaz nunca se había sacrificado por nadie. Laura Díaz no era víctima de nadie. Por eso podía serlo de Harry, limpia, gratuitamente.
– ¿Por qué no escribes?
– Mejor pregúntame qué significa escribir…
– Está bien. ¿Qué significa?
– Significa descender adentro de uno mismo, como si uno mismo fuese una mina, para luego ascender de nuevo, Laura. Ascender al aire puro con las manos llenas de mí mismo…
– ¿Qué traes de la mina, oro, plata, plomo?
– ¿La memoria? ¿El lodo de la memoria?
– La memoria nuestra de cada día.
– Dánosla hoy. Es pura mierda.
Le hubiera gustado morir en España.
– ¿Por qué?
– Por simetría. Mi vida y la historia hubiesen coincidido.
– He conocido mucha gente que piensa como tú. La historia debió detenerse en España, cuando todos eran jóvenes y todos eran héroes.
– España era la salvación. Ya no quiero tablas de salvación, ya te lo dije.
– Entonces debes hacerte cargo de lo que siguió a la guerra de España. ¿Siguió la culpa, entonces?
– Hubo muchos inocentes, allá y acá. No puedo salvar a los mártires. Mi amigo Jim murió en el Jarama. Hubiera muerto por él. Era inocente. Nadie más lo ha sido después.
– ¿Por qué, Harry?
– Porque yo no lo fui y no dejé que nadie volviese a serlo.
– ¿No te quieres salvar a ti mismo?