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Las vidas arrojadas a las puertas de las cantinas, por las ventanas de las casas, bajo las ruedas de un camión. Las vidas destripadas, sin más mirada posible que la cámara de Laura Díaz, Laura ella, Laura cargada de todos sus recuerdos, amores y lealtades, pero ya nunca más Laura solitaria sino Laura sola, sin depender de nadie, devolviéndole los cheques filiales a Dantón, pagando puntualmente las rentas del apartamento de la Plaza Río de Janeiro, vendiendo sus fotos aisladas y sus reportajes a periódicos y revistas primero, y compradores individuales cuando realizó su primera exposición de fotografías en la Galería Juan Martín en la calle de Genova, finalmente contratada como una estrella más de la Agencia Magnum, la agencia de Cartier-Bresson, Inge Morath y Robert Capa.

La artista de los dolores de la ciudad, pero también de sus alegrías, Laura y el niño recién parido vestido por los ojos de su madre como si fuera Diosito mismo, Jesús vuelto a nacer; Laura y el hombre de rostro charrasqueado y violencia domeñada besando piadosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe; Laura y los pequeños placeres más las trágicas premoniciones de un baile de presentación en sociedad, una boda, un bautizo: la cámara de Laura, al retratar el instante, lograba retratar el porvenir del instante, ésta era la fuerza de su arte, una instantaneidad con descendencia, un ojo plástico que devolvía su ternura y respeto a la cursilería y su vulnerabilidad amorosa a la más cruda violencia, no lo dijeron sólo los críticos, lo sintieron sus admiradores, Laura Díaz, a los sesenta años, es una gran artista mexicana de la fotografía, la mejor después de Á1-

varez Bravo, la sacerdotisa de lo invisible (la llamaron), la poeta que escribe con luz, la mujer que supo fotografiar lo que Posada pudo grabar.

Cuando alcanzó la independencia y la fama, Laura Díaz se guardó para sí la foto de Frida muerta, ésa jamás la daría a la publicidad, esa foto era parte de la riquísima memoria de Laura, el archivo emocional de una vida que súbitamente, a la edad madura, había florecido como una mata de flor tardana pero perenne. La foto de Frida era el testimonio de las fotos que no tomó durante los años de su vida con otros, era un talismán. Al lado de Diego y Frida, sin percatarse, había acumulado, como en un sueño, la sensibilidad artística que tardó la mitad de los años con Laura Díaz en aflorar.

No se quejaba de ese tiempo ni lo condenaba como un calendario de sujeciones al mundo de los hombres, cómo iba a hacerlo si en sus hojas habitaban los dos Santiagos, sus amantes Jorge Maura, Orlando Ximénez y Harry Jaffe, sus padres, sus tías, el alegre barrendero negro Zampayita y su pobre pero compadecible, piadoso (para ella) marido Juan Francisco. Cómo olvidarlos, pero cómo conmiserarse de no haberlos fotografiado. Imaginó su propio ojo como una cámara capaz de captar todo lo visto y sentido a lo largo de las seis décadas de su vida y sintió un calosfrío de horror. El arte era selección. El arte era pérdida de casi todo a cambio de salvación de muy poco.

No era posible tener el arte y la vida al mismo tiempo y Laura Díaz acabó por agradecer que la vida precediese al arte porque éste, prematuro o incluso pródigo, pudo haber matado a aquél.

Fue cuando descubrió una cosa que debió ser evidente, cuando recobró las pinturas y los dibujos de su hijo Santiago el Menor entre los escombros de la casa familiar en la Avenida Sonora para llevarlos al nuevo alojamiento de la Plaza Río de Janeiro. Fue cuando, entre la masa de dibujos a lápiz, al pastel, los croquis, y las dos docenas de pinturas al óleo, descubrió la del hombre y la mujer desnudos mirándose, sin tocarse, sólo deseándose, pero bastándose con el deseo.

En la prisa por abandonar la casa familiar caída, instalarse en su apartamento propio en la Plaza Río de Janeiro e inaugurar su

nueva vida independiente, salir a fotografiar la ciudad y sus vidas,

siguiendo, se decía, la inspiración de Diego Rivera y Frida Kahlo, Laura no se había detenido a observar de cerca las pinturas de su propio hijo. Quizás sentía tanto amor hacia Santiago el Menor que

prefería alejarse de las pruebas físicas de la existencia del hijo para mantenerlo vivo, tan sólo, en el alma de la madre. Quizás tuvo que descubrir ella misma su vocación para redescubrir la de su hijo. Puesta a ordenar las fotos de Laura Díaz, pasó a ordenar las pinturas y dibujos de Santiago López-Díaz y entre el par de docenas de óleos, retuvo su atención este que ahora miraba: la pareja desnuda que se miraba sin tocarse.

Primero se mostró crítica de la obra. El trazo angular y destacado, retorcido y cruel, de las figuras, provenía de la admiración de Santiago hacia Egon Schiele y del largo estudio de los álbumes viene-ses llegados por milagro a la Librería Alemana de la Colonia Hipódromo. La diferencia, notó en seguida Laura, comparando álbumes y pintura, era que las figuras de Schiele eran casi siempre únicas, solitarias o, rara vez, enlazadas diabólica e inocentemente en un encuentro físico helado, fisiológico, y siempre -soledad o comunidad- sin aire, las figuras sin referencia a paisaje, habitación o espacio algunos, como en un regreso irónico del artista más moderno al arte más antiguo, Schiele el expresionista de vuelta en la pintura bizantina en la que la figura del Dios creador de todo es fijada antes de la creación de nada, en el vacío absoluto de la majestad solitaria.

Este cuadro del joven Santiago tomaba, sin duda, las torturadas figuras de Egon pero les devolvía, como en un renacimiento del renacimiento, lo mismo que Giotto y Masaccio le dieron a la antigua iconografía de Bizancio: aire, paisaje, sitio. El hombre desnudo en el cuadro de Santiago, emaciado, atravesado por espinas invisibles, joven, lampiño, pero con el rostro de un mal invencible, una enfermedad corrosiva corriéndole por el cuerpo sin heridas pero vencido desde adentro por haber sido creado sin antes ser consultado, fijaba la mirada ardiente en el vientre de la mujer desnuda, preñada, rubia -Laura consultó en seguida el parecido en los libros coleccionados por Santiago-: idéntica a las Evas de Holbein y Cranach, resignadas a vencer pasivamente al hombre con una costilla de menos, pero esta vez deformadas por el deseo. Las Evas anteriores eran impasibles, fatales, y ésta, la nueva Eva de Santiago el Menor, participaba de la angustia del Adán convulso, joven y condenado, que miraba intensamente el vientre de la mujer mientras ella, Eva, miraba intensamente los ojos del hombre y ambos -sólo ahora notó Laura este detalle, sin embargo, notorio- no posaban los pies sobre la tierra.

No levitaban. Ascendían. Laura sintió una emoción profunda cuando entendió el cuadro de su hijo Santiago. Este Adán

y esta Eva no caían. Ascendían. A sus pies, se confundían en una sola forma la cáscara de la manzana y la piel de la serpiente. Adán y Eva se alejaban del jardín de las delicias pero no caían en el infierno del dolor y del trabajo. Su pecado era otro. Ascendían. Se rebelaban contra la condena divina -no comerás este fruto- y en vez de caer, subían. Gracias al sexo, la rebelión y el amor, Adán y Eva eran los protagonistas del Ascenso de la Humanidad, no de la Caída. El mal del mundo era creer que el primer hombre y la primera mujer cayeron y nos condenaron a una heredad viciosa. Para Santiago el Menor, en cambio, la culpa de Adán y Eva no era hereditaria, no era culpa siquiera, el drama del Paraíso Terrestre era un triunfo de la libertad humana contra la tiranía de Dios. No era drama. Era historia.

Al fondo del paisaje en el cuadro de su hijo, vio Laura pintado, diminuto, como en el Ícaro de Brueghel, un barco de velamen negro que se alejaba de las costas del Edén con un solitario pasa¡e-ro, una diminuta figura singularmente dividida, la mitad de su rostro era angelical, la otra mitad diabólica, rubia una mitad, roja la otra, pero el cuerpo mismo, envuelto en una capa larga como la vela del barco, era común a ángel y demonio, y ambos, adivinó Laura, eran Dios, con una cruz en una mano y un trinche en la otra: dos instrumentos de tortura y muerte. Ascendían los amantes. El que caía era Dios y la caída de Dios era lo que Santiago pintó: un alejamiento, una distancia, un asombro en la cara del Creador que abandona el Edén perplejo porque sus criaturas se rebelaron, decidieron ascender en vez de caer, se burlaron del perverso designio divino que era crear al mundo sólo para condenar su propia creación al pecado transmitido de generación en generación a fin de que, por los siglos de los siglos, el hombre y la mujer se sintiesen inferiores a Dios, dependientes de Dios, condenados por Él pero sólo absueltos -antes de volver a caer- por la caprichosa gracia de Dios.