– Dime cuál es tu verdadera edad. Si eres mayor de lo que confiesas, no temas, nadie lo sabrá. Pues tú no eres culpable de que hayan descuidado tu persona de tal modo… Y asombra y place que un alma cándida y salvaje se halle encadenada a cuerpo tan gallardo y varonil. Uno de los más gallardos, apuestos, nobles y valientes que vieron mis ojos.
Tras estas palabras, sentí un oscuro estremecimiento. Y al fin murmuré:
– Tengo catorce años.
Todo lo que sucedía me dejaba atónito. Pero tal vez el mismo asombro sirvió de afilado puñal, y rasgó la casi voluntaria ignorancia en que me cobijaba. Entreabrí los párpados y vi (como jamás hubiera imaginado ver tan noble dama) a mi señora sentada sobre el heno en que yo mismo me hallaba tendido. Y como no vi palafrenero o criado alguno, se me ocurrió que no parecía normal en tan delicada criatura la posibilidad de que ella misma me hubiera transportado en brazos hasta aquel lugar. Por lo que volví muy cautamente a cerrar los ojos, diciéndome (ignoro por qué razón semejante idea me tranquilizaba) que, con toda seguridad, me habría arrastrado sin miramientos por el suelo como a una piel de zorro, hasta arrojarme en aquel montón de heno, como pudo haberlo hecho en cualquier otro lugar.
No estaba en las caballerizas. Un vagido amable y animal llegó a mis oídos y luego otro. Y como nada más lejos de mi mente que la sospecha de que tal sonido (por cálido y entrañable que me resultara) hubiera surgido de labios tan delicados y señoriales como los de la Baronesa, comprendí que me hallaba en el establo, entre las vacas y bueyes que componían una parte de la nutrida hacienda Mohl. Además, para un campesino como yo, inconfundible resulta el aire caliente que en tales lugares se respira, aun en el rigor del invierno: pues más de una noche helada, con mi silla de montar a hombros -único bien que poseía en esta tierra-, hube de refugiarme entre las cabras de mi padre y en su compañía pasar abrigadamente muchas de mis noches.
La Baronesa me zarandeó entonces, con escaso mimo. Y en aquella sacudida rememoré los convincentes remedios que en circunstancias, si no iguales, al menos parecidas, solía aplicarme mi madre. así que torné a abrir los ojos y clavé en ella una mirada que, tengo para mí, fue de simple terror. Ella no lo estimó así, ya que murmuró:
– Jamás vi en criatura alguna ojos tan fieros y osados…
Dicho lo cual me estrujó entre sus brazos -que eran tan finos y delgados como fuertes, tal como los adiviné al verla tensar el arco-. Y sentí sus delgados y agudos dientes sobre mis labios, rostro y cuello y aun sobre varios puntos más de mi persona que el mismo asombro que sentía (y aun a esta distancia me alcanza) me impiden enumerar con más detalle.
Sólo puedo asegurar, sin menoscabo de la verdad más rigurosa, que en medio de tan tempestuosas efusiones un nombre se repetía y golpeaba como timbal de guerra en mi sesera: "Ogresa, ogresa, ogresa…"
Turbiamente inmerso en la densidad de una reconocida embriaguez -pero ahora exenta de toda impresión de libertad y, por contra, encadenada a la muy ciega y hasta lúgubre posesión de que me sentía objeto-, atiné aún a decirme, como una suerte de explicación que, en verdad, nadie pedía, que la Baronesa no salía a galopar o cazar en el invierno helado, sino a devorar inocentes criaturas. A desgarrar carnes con sus finas y curvadas uñas y a hundir los afilados colmillos en sus entrañas, según yo mismo constataba.
Luego de un rato en que anduvo devorándome a medias, me preguntó mi señora si conocí mujer antes de aquel momento. Y como la pequeña herrera me parecía un ser totalmente inasociable al que ella me mostraba, nada contesté. Pues, en rigor, no podía saberlo. Y cuando lentamente fue desprendiéndose de mis sentidos la rara luz nocturna (teñida en sangre y humo de hojarascas remotamente otoñales, rojas y viscosas en el cieno donde innumerables viñadores pisoteaban negras moras de cerco azul y carnosos labios) me hallé tan solo, tan vacío de mí mismo, como aquellos derrotados reyes que (según oí a los mercenarios) erraban por la estepa tras el espectro de su antiguo dominio. Unicamente acerté entonces a decirme que jamás hubiera sospechado en dama tan exigente en cuestiones olfativas, que eligiera un lugar semejante para iniciar su íntimo y devastador conocimiento de mi persona, por insignificante que ésta fuese. Aunque, según pude considerar, esa insignificancia no era tal, en opinión de tan altiva como brusca dama.
Volvió luego a insistir, con una contumacia que me pareció fuera de lugar, sobre la verdad de mis años. Y creo que deseaba le dijese, o mintiese, alguno más. Como todos los varones de mi familia, representaba bastantes más de los que contaba, pero yo era entonces muy inocente y sincero.
– No he engañado a nadie sobre la verdad de mi edad -repetí, neciamente-. ¡Tengo catorce años…!
Debí parecerle tan estúpido y loco o, en fin, tan singular, que una vez aplacadas sus tiernas furias, me besó en la frente, como a un niño. Y aun me ayudó a recoger y a vestir las esparcidas ropas, a alisar mis cabellos y a sacudir de mi persona toda brizna o vestigio de heno y -preciso es confesarlo- estiércol. Pues en los lances de la refriega, había rodado del uno al otro, sin apercibirme mayormente de ello.
Con todo lo cual, mi conocimiento de las mujeres iba tornándose cada vez más sorprendente.
Una vez restituidos cada uno a su lugar, empecé a creer que aquel incidente había sido fruto de algún desvarío causado por el frío, o el agotador trabajo a que, por lo común, nos sometían. Mi señora se comportaba con la misma frialdad y altivez que tenía por costumbre y nada en ella, en su porte o en su manera de dirigirse a mí, hacía presumir la apasionada y casi bestial criatura que en el establo me mostrara tan crudamente su indudable predilección. De suerte que hubiera jurado -lo haría hoy si fuera preciso (y no lo es)- que ni tan sólo el más leve recuerdo de aquel suceso rozaba, ya, su blanca frente. Como si con la última brizna de heno sacudida de mi persona y de la suya propia hubiera eliminado, también, toda memoria o huella en nuestras mentes (sobre todo, en la suya) de semejantes desafueros.
Sin embargo, algún tiempo después, cierta noche junto al fuego en que alguien me pidió que leyera en voz alta -cosa que yo hacía con placer y esmero-, sentí fijos en mí unos ojos que tenía por muy conocidos. El azoramiento me trabó la lengua, temblaron mis manos y en vano traté de atrapar algún retazo de las recién aprendidas normas sobre el dominio de los sentimientos, o la serenidad de que -al menos teóricamente- debe revestirse en todo momento un auténtico caballero. Antes de levantar mis ojos hacia el punto exacto de aquella abrasadora mirada, sabía lo que encontraría: en la penumbra lamida por el fuego de la estancia, relucían las amarillas pupilas de aquel animal medio sagrado medio infernal que veneraba mi padre. Entendí entonces por qué razón siempre me había estremecido y, en lo profundo de mi ser, de alguna manera reconocí aquellos ojos en los ojos de mi señora, la arrogante y contradictoria Baronesa.
Aquella noche no fue el establo el lugar elegido para nuestros turbulentos (a fuer que placenteros) desvaríos. Y también sangrientos. Pues mucho costó restañar de mi muy recorrida piel (por dulces que en determinados momentos se me antojaran) arañazos y huellas de colmillo.
Tuvo lugar este segundo encuentro en su propia alcoba y un inmenso terror me paralizaba al suponerla compartida por el Barón. Mas, con extrañeza y alivio, vi que no era así, que habíanla dividido por un espeso muro cubierto de tapices.
Al igual que en la anterior ocasión, en los días siguientes la actitud de la Baronesa no difirió en absoluto de su habitual y fría distancia; tenía justa fama de amable y cortés, pero se respiraba hielo a su lado.